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Una generación sin piso, familia y cordero los domingos
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Ángeles Caballero

Ideas ligeras

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Una generación sin piso, familia y cordero los domingos

Es octubre de 1994 y apenas acabo de conocer a mi primer novio. Vivo en una casa enorme y no tengo vecinos. Mis padres son los dueños del edificio en el que vivo

Foto: Foto: D.B.
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Me miro al espejo y me acepto con condiciones. Me veo en el DNI y asumo que he consumido más de la mitad de mi vida. Respiro hondo, sin hacer mucho ruido, en la biblioteca municipal desde la que escribo este artículo. Las mesas están llenas de rotuladores fluorescentes, restos de gomas de borrar, apuntes a mano y a ordenador. Estoy rodeada de estudiantes. Delante de mí, una joven toma nota mientras susurra y memoriza las partes del aparato respiratorio. Primero de Medicina, leo. La que te espera, me digo y le diría si fuera su madre. Doy un salto en el tiempo. Ahora soy yo esa chica, con los apuntes de primero de Periodismo.

Es octubre de 1994 y apenas acabo de conocer a mi primer novio. Vivo en una casa enorme y no tengo vecinos. Mis padres son los dueños del edificio en el que vivo, en el barrio más humilde de Getafe. En la primera planta, mi casa; en la baja, la oficina de mi padre. Panelable, sin pretensiones. Su parte de nave industrial llena de estanterías en las que se apilan tuercas, cristales y brocas.

Soy la única de mis amigas que estudia esa carrera universitaria. Ahora nos vemos menos que antes, pero no hemos perdido el contacto

Aparcados, los dos coches. El elegante para cuando va a los despachos a convencer a gente mucho más joven con título universitario para que le contraten como proveedor. La furgoneta para cuando carga el material de los estantes. Trabaja solo. A veces le veo hacer facturas con las pantuflas de cuadros a las once de la noche. Mi madre le grita desde el hueco de la escalera y le ordena que suba, que no son horas.

Soy la única de mis amigas que estudia esa carrera universitaria. Ahora nos vemos menos que antes, pero no hemos perdido el contacto. Somos mujeres de una clase media digamos que flexible. Vamos a clase y quedamos los fines de semana a tomar algo, a repasar los latiguillos que tanta gracia nos hicieron cuando estábamos juntas en clase. Nadie habla de futuro, tampoco hay tiempo para el drama, salvo algún que otro cretino que ha obviado nuestra presencia en este mundo.

En casa, mi madre se encarga de ser agorera. Me dice que todo irá mal, que la vida no sigue otra dirección que la cuesta arriba. De vez en cuando me recuerda que a mi edad ella ya era novia formal de mi padre y que en unos añitos tuvo a mi hermana. Dice que los socialistas son unos sinvergüenzas, pero sobre todo Alfonso Guerra. Cada vez que sale en la televisión, mi madre la apaga. Amaga siempre con que si lo tuviera delante le diría cuatro cosas. Tiempo después se lo encontrará en el restaurante Los Bravos, de Valdemorillo, y no dirá ni mú.

"Cada día me levanto a las seis menos cinco de la mañana. A las siete menos cuarto estoy cogiendo el tren de cercanías"

Mi hermana lleva cinco años fuera de casa. Se fue a Estados Unidos a trabajar por un año y se quedará de por vida. Esos cálculos son aproximados, pero es que desde 1989 no ha vuelto. Allí hizo buena carrera profesional y por eso en la familia se convertirá en el ejemplo a seguir. Allí sí que saben valorar el talento, no como aquí. Con los socialistas, añadirá mi madre.

Cada día me levanto a las seis menos cinco de la mañana. A las siete menos cuarto estoy cogiendo el tren de cercanías. Entro a las ocho de la mañana a clase. Atiendo con pasión las conversaciones ajenas, hago bromas cuando vamos como sardinas en lata, que es casi siempre. A veces no tengo ganas de nada. Detesto que todo lo que me interesa esté tan lejos. Mi novio de entonces me dirá, años después, que le hace ilusión vivir fuera de Madrid. Diez años después, cuando me case con otro, nos prometeremos cuidarnos en la salud y en la enfermedad y vivir cerca de nuestros trabajos todos los días de nuestra vida. Somos gente con suerte.

Por las tardes, estudio, paso mis apuntes a ordenador, pongo letras de colores, hago esquemas sin parar. Soy insoportable, pero muy simpática. Hay días en los que me agobio porque no sé si conseguiré trabajo como periodista. Es entonces cuando mi padre lamenta no apellidarse Gabilondo, Anson o Del Olmo, pero me calma diciendo que ser adolescente en la posguerra no se lo desea a nadie. Que se quedó sin estudios y que por eso yo ahora ni siquiera estoy haciendo una carrera universitaria. Más bien cincelo mi futuro. La licenciatura como tarjeta de presentación, como anclaje a lo que está por venir. Un pisito, una familia, un cordero asado con ensalada en Torrecaballeros, provincia de Segovia.

"Hay gente que no conoce otra cosa que un país con altas tasas de desempleo, con un contrato temporal tras otro"

Verano de 2007. Mi hija nace el mismo día que el BCE inyectó 25.000 millones de euros de liquidez al sistema. Estamos a punto de asistir a una crisis económica en la que, de una forma o de otra, seguimos sumergidos. Hay gente que se quedó en los márgenes y no se ha movido de ahí. Hay gente que no conoce otra cosa que un país con altas tasas de desempleo, con un contrato temporal tras otro, con alta rotación laboral. Hay gente que se quedó sin casa. Hay hijos que solo han visto eso desde entonces.

Podemos sacar a pasear al Dios del Antiguo Testamento. Repartir juicios como las cartas de una partida de chinchón, afirmar con rotundidad que ninguna juventud ha sido fácil, que los de hoy se quejan de vicio. Que era mucho peor antes, cuando nos tocó a nosotros, que lo que lidiará la que ahora memoriza las partes que componen un pulmón.

Y seríamos unos cretinos. Sobre todo si pensamos que el piso que pagaron nuestros padres con sueldos más bajos que los nuestros y en mucho menos tiempo es el resultado de hacer las cosas bien, y no esta generación quejica. De cristal, la llaman.

Foto: Un hombre entra en una oficina de empleo en Madrid. (EFE/Juanjo Martín)

Habría que veros a vosotros con esta tasa de desempleo juvenil. Habría que veros buscando casa con el dinero que os da un trabajo precario después de haberos creído que la universidad es garantía del mejor porvenir. Claro que quieren vivir en Madrid. Porque es ahí donde trabajan. Y si tanto te gusta Carranque o Colmenar de Oreja, vete tú a vivir ahí. La de libros que te dará tiempo a leer entre trenes y autobuses. Venga, no me seas flojeras. Es la oferta y la demanda. Es el mercado, amigos.

Hay conceptos que jamás saqué a relucir en una conversación con mis amigas, como desigualdad o incertidumbre. Quizá porque no nos preocupaba y ninguna entonces trabajaba porque no lo necesitaba. Pero hoy, con más de la mitad gastada de mi vida, hay frases que se quedan a vivir contigo. Como esa que dice que "la seguridad contribuye al bienestar", concluye el economista Manuel Arellano en su conferencia 'La desigualdad en la seguridad económica: los jóvenes y los demás'. Porque el piso, la familia y el cordero solo se planean cuando hay visos de renta y de calma en el futuro.

Arellano desgrana una serie de afirmaciones a partir de unos datos. Los que ha obtenido enlazando los historiales laborales de la Seguridad Social con los registros del impuesto sobre la renta y el censo para una muestra del 4% de la población española de afiliados a la seguridad social de 2005 a 2018. Deduce algo que quizá intuíamos, pero que ahora se constata. Como la "relativa insensibilidad de las rentas más altas al ciclo económico", o que "en recesión, la desigualdad en la parte baja aumenta, mientras que en la parte alta se mantiene constante".

"Cuando salgas ahí, y te quieras independizar, verás que se te va la mitad de tu sueldo en una habitación con vistas si tienes suerte"

Asegura que el riesgo afecta desproporcionadamente a los jóvenes, y que es persistente en el tiempo. Porque ni los estudios ni un empleo te alejarán de los márgenes, de la pobreza. Porque nada está claro. Porque hay demasiada incertidumbre sobre lo que vendrá. Subida de pensiones para hacer frente a la inflación, quejas de la clase media en la franja media de sus vidas sobre el coste de la cesta de la compra. Y a ti solo se te viene a la cabeza una palabra: vértigo. El que se te plantea en un año, no digamos en cinco o en una década.

Y tú, ahí, diferenciando el bronquio del bronquiolo un viernes por la tarde, que casi es de noche. Y aún te tocará aguantar 'qué difícil ha estado la vida siempre, no ahora'. Y que muchas, a tu edad, teníamos las ideas más claras, sabíamos que era todo cuestión de ceder, de aguantar. Porque es que ahora no se puede aspirar a todo. Y que cuando salgas ahí, y te quieras independizar, verás que se te va la mitad de tu sueldo en una habitación con vistas si tienes suerte.

Y solo estás en primero de carrera. La que te espera, me digo y le diría si fuera su madre. Pero me callo. Para que no te cueste respirar.

Me miro al espejo y me acepto con condiciones. Me veo en el DNI y asumo que he consumido más de la mitad de mi vida. Respiro hondo, sin hacer mucho ruido, en la biblioteca municipal desde la que escribo este artículo. Las mesas están llenas de rotuladores fluorescentes, restos de gomas de borrar, apuntes a mano y a ordenador. Estoy rodeada de estudiantes. Delante de mí, una joven toma nota mientras susurra y memoriza las partes del aparato respiratorio. Primero de Medicina, leo. La que te espera, me digo y le diría si fuera su madre. Doy un salto en el tiempo. Ahora soy yo esa chica, con los apuntes de primero de Periodismo.

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