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Por qué el 9-N no ha dirimido nada: ¿puede un 25% decidir por una población entera?
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Enrique Cocero | José Barros

Intención de Voto

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Por qué el 9-N no ha dirimido nada: ¿puede un 25% decidir por una población entera?

Todos hemos oído hablar del Principio de Pareto, también conocido como la regla del 20-80. Dicha regla, en esencia, afirma que a nivel de comportamiento humano

Foto: Un voluntario cubre el acta en uno de los puntos de votaciones en el proceso participativo del 9-N. (EFE)
Un voluntario cubre el acta en uno de los puntos de votaciones en el proceso participativo del 9-N. (EFE)

Todos hemos oído hablar del principio de Pareto, también conocido como la regla del 20-80. Dicha regla, en esencia, afirma que a nivel de comportamiento humano el 80% de los efectos viene ocasionado por el 20% de las posibles causas. Por ejemplo, el 80% de la facturación de una empresa estaría ocasionado por el 20% de los clientes, el 80% de las llamadas recibidas a un call center se referirían al 20% del total de incidencias observadas o el 20% de los ciudadanos de un país acumularían el 80% de su riqueza. Sobra decir que esta regla no es más que una aproximación con la que hacer grandes números a la hora de analizar una situación.

[Siga en directo el juicio a Mas por el 9-N​]

Hemos presentado una regla sociológica. Ahora la dejamos atrás –solo por un momento– y damos un salto hacia algo mucho más concreto: la consulta que el pasado 9 de noviembre puso en marcha la Generalitat. Una de las condiciones para poder votar era que en el DNI del votante apareciera el domicilio de algún ayuntamiento de Cataluña. También valía el certificado de empadronamiento en municipios catalanes. Sin embargo, dada la extraoficialidad de la consulta, sus convocantes carecían de un censo electoral en el que cotejar el DNI o los certificados de empadronamiento, con lo cual las verificaciones quedaban en manos de la voluntad de los responsables de mesa que custodiaban las urnas.

Los resultados del pasado 9-N son conocidos por todos: votaron 2,3 millones de catalanes, de los cuales 1,86 millones expresaron un “Sí” a que Cataluña tenga su propio Estado y, al mismo tiempo, un “Sí” a la independencia. Dado que en esta convocatoria podían votar los mayores de 16 años, con los datos del INE en la mano y hechas las debidas correcciones –fallecidos por año, habitantes que cumplieron 16 años en el mes de noviembre– calculamos que hubo un total de 6.180.000 potenciales votantes. Insistimos: los datos proporcionados en este párrafo son una simple aproximación que, de hecho, denota lo deficitario de una votación en la que no existió un censo oficial, ni de población ni de votantes.

En términos porcentuales los resultados nos indican que la participación fue del 37% con respecto al conjunto total de los potenciales votantes y que un 30% de este mismo total se ha manifestado proindependentista. Si tenemos en cuenta que en Cataluña están censados algo más de 7,5 millones de habitantes, vemos que el porcentaje de independentistas en la región es del 25%. En realidad, del 24,8% si queremos ajustar. Así pues, nos encontramos ante un porcentaje que, curiosamente, anda muy cerca del principio de Pareto:

Parece que Pareto nos rodea, también en la consulta del 9-N, pero ¿es legítimo que un 25% de la población reclame la independencia entera de una región o, al menos, que insista en la necesidad de celebrar un referéndum?

Si nos fijamos en el reciente referéndum escocés –y dejando al margen que allí la consulta se celebró dentro de más estrictos cánones de la legalidad, gracias también a la postura de Londres, que permitió la convocatoria del referéndum–, las diferencias entre el 9-N catalán y Escocia son notables. El mayor contraste es que en Escocia acudieron a las urnas el 84,5% del total de los residentes llamados a votar, mientras que en Cataluña este porcentaje fue, como hemos visto, el 37% del censo. Por ello mismo, los resultados de ambas consultas tienen una fuerza vinculante muy dispar. Y si nos vamos más lejos, al último referéndum sobre la independencia de Quebec (1995), la participación aún fue mayor. Sobre el total del censo, en la región franco-canadiense acudió a votar el 93% de la población.

Pero en el campo de la política tan importantes son los hechos objetivos como la percepción subjetiva que se tenga de los mismos; y está claro que, si alguien ha resultado vencedor en el 9-N catalán –o al menos ha obtenido un notable balón de oxígeno–, este ha sido Artur Mas. ¿Por qué? Por varios motivos.

Primero. La participación fue mayor que en una manifestación al uso, con lo que ha habido un recuento y no una simple estimación de asistentes –con su correspondiente guerra de cifras según las fuentes–. Segundo. Han votado personas que no quieren la independencia –104.772 votos: el 4,54%–, lo que otorga al 9-N un aura de apertura participativa. Tercero. La participación ni ha sido tan pobre como para terminar de golpe con las aspiraciones al autogobierno ni ha sido tan elevada como para proclamar de facto la independencia.

Estos tres motivos han hecho que Artur Mas haya ganado legitimidad frente a Oriol Junqueras, que ya no puede decir que la independencia sea un clamor masivo en Cataluña o presentar como legítima una separación unilateral de España, y Mas, en calidad de president, se mantiene como referente de futuros diálogos con el Gobierno; y es que, hoy por hoy, tras haber logrado la celebración del 9-N, Artur Mas se ha convertido en el gran gestor del capital nacionalista catalán. Ahora bien, ¿cuál es el volumen real de dicho capital?

Para responder esta cuestión nos podemos fijar en las elecciones autonómicas catalanas de 2010, donde ganó CIU con el 38,4% del voto escrutado, un porcentaje de participación muy similar al del pasado domingo. Entonces, el voto de todos los partidos independentistas con representación parlamentaria fue de 1,75 millones, es decir, 100.000 votos menos que el “Sí-Sí” del 9-N –recordamos que en la votación del pasado domingo los jóvenes de 16 años pudieron votar, lo que incrementa la población y, por tanto, la diferencia relativa–. Dos años más tarde, en las autonómicas de 2012, votaron medio millón de personas más que en las de 2010, y en ellas los votos a los partidos proindependencia subió en 340.000 personas. Sin embargo, justo en medio –año 2011– se celebraron las legislativas que llevaron a Mariano Rajoy a la Moncloa. En estas elecciones el conjunto de partidos independentistas catalanes apenas superó los 1,5 millones de votos y el índice de participación fue cercano al de 2012:

En los resultados de sucesivas elecciones, según sea el ámbito de las mismas, vemos que los catalanes votan de forma distinta. En la elecciones legislativas de 2011, por ejemplo, mejoran los partidos de ámbito nacional, mientras que en las autonómicas son los nacionalistas-independentistas los que copan los mejores resultados.

En todo caso, el resultado del 9-N, que fue una ocasión especialmente favorable para los independentistas –no había alternativas realmente excluyentes entre las dos preguntas formuladas; además, dado que no era vinculante, no estábamos ante una votación con riesgo real–, el voto independentista no ha llegado al 30%. Y los resultados proindependencia han sido especialmente bajos tanto en Barcelona como en todas las áreas industriales catalanas.

Dicho esto, en algún momento el Gobierno tendrá que hacer frente a esta situación, bien de manera explícita –por la vía electoral si se convocan anticipadas en Cataluña–, bien de manera tácita, a través de todas las más o menos sutiles formas de negociación y/o presión política. Y es que el resultado del 9-N ha sido, para ambas partes –independentistas y ‘unionistas’–, un resultado de compromiso; los independentistas han logrado un éxito más que nada escénico, mientras que los unionistas, si quiera por la vía del laissez faire, han mantenido unos números que permiten continuar sin tomar medidas drásticas.

Por tanto, el 9-N no zanja nada, no supone un punto y final, sino que de él ya están emanando largos hilos argumentativos de contenido netamente político. Si finalmente Mas se decidiese a convocar unas próximas elecciones autonómicas, y que estas tuvieran un carácter plebiscitario, habrá que definir –cosa que no se hizo el 9-N–; qué nivel de participación es exigible en una votación para que el resultado de la misma sea vinculante a la hora de decidir la independencia y cómo tiene que ser la mayoría del “Sí” para abrazar la ruptura. Por ejemplo, en Escocia era una mayoría simple; la opción que sacara más votos era la que ganaba. En Quebec, en cambio, la mayoría del “Sí” tenía que ser del 50% más uno. Recordamos que ambos referendos tuvieron participaciones masivas.

En definitiva, los unionistas españoles, ya sea a través de la movilización electoral o de negociaciones de corte político-institucional, en algún momento tendrán que salir a convencer frente a los posicionamientos de Artur Mas, aunque solo sea para que el principio de Pareto no imponga sus planteamientos sobre siete millones y medio de personas.

*José Barros (@barrospress) es periodista y consultor de comunicación. Enrique Cocero (@EnriqueCocero) es fundador de la consultora de análisis 7.50 y miembro del consejo asesor de Government Consulting Group.

Todos hemos oído hablar del principio de Pareto, también conocido como la regla del 20-80. Dicha regla, en esencia, afirma que a nivel de comportamiento humano el 80% de los efectos viene ocasionado por el 20% de las posibles causas. Por ejemplo, el 80% de la facturación de una empresa estaría ocasionado por el 20% de los clientes, el 80% de las llamadas recibidas a un call center se referirían al 20% del total de incidencias observadas o el 20% de los ciudadanos de un país acumularían el 80% de su riqueza. Sobra decir que esta regla no es más que una aproximación con la que hacer grandes números a la hora de analizar una situación.

Artur Mas