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La ansiosa convalecencia de los socialistas
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Gonzalo López Alba

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La ansiosa convalecencia de los socialistas

Hubo un tiempo, todavía bajo el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, en el que los socialistas pensaron que lo mejor que les podía pasar al

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Hubo un tiempo, todavía bajo el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, en el que los socialistas pensaron que lo mejor que les podía pasar al PSOE y a España era perder las elecciones generales. En el largo y tortuoso fin de etapa que arrancó el 9 de mayo de 2010, interiorizaron que el PP estaba mejor preparado para solucionar la crisis. Pero ahora, convencidos de que los hechos están demostrando que quienes tomaron su relevo son todavía peores, aquella derrota les duele más. Aunque la conclusión alienta la expectativa de un regreso al poder más rápido de lo previsible en circunstancias normales, también añade merma a su autoestima colectiva, como le ocurre al equipo que se sabe derrotado por otro que no era mejor.

En el marco de aceleración permanente que caracteriza los tiempos presentes, el efecto inmediato de este cuadro clínico es un estado de ansiedad prematura entre quienes sólo llevan siete meses de convalecencia tras la operación de extirpado ideológico que protagonizó Zapatero a corazón abierto, llevado por la obsesión de no pasar a la historia como el presidente del Gobierno bajo cuyo mandato era intervenida España.

Rubalcaba hace equilibrios de funambulista para conjugar las dos sensibilidades que conviven en el PSOE: la de quienes apuestan por un perfil de oposición institucional y la de quienes reclaman una oposición radical al PP

Ante las evidencias de la errática gestión del Gobierno de Rajoy, a pesar del alivio de la última cumbre europea, entre los socialistas se hacen cábalas sobre un hipotético adelanto electoral, no para mañana, pero puede que para pasado. Y, establecida esa hipótesis, los que no apoyaron la sustitución de Zapatero por Alfredo Pérez Rubalcaba, y también algunos de los que la apoyaron, se hacen cruces ante la incapacidad del nuevo líder socialista para soltar el lastre de su pasado, con el soporte de las encuestas que identifican a IU y UPyD como los recipientes de la sangría del PP. Minusvaloran la mayoría de quienes hacen este análisis que fueron despedidos del Gobierno con cajas destempladas y que el lastre mayor de Rubalcaba no es haber sido el portavoz de la agonía de Felipe González y de Zapatero, sino su trayectoria paralela a la de Rajoy, que identifica a ambos como protagonistas de un mismo tiempo político.

En esta coyuntura, hace Rubalcaba equilibrios de funambulista para conjugar las dos sensibilidades que conviven en el PSOE: la de quienes apuestan por un perfil de oposición institucional y la de quienes reclaman una oposición radical al PP. Esta dualidad trasciende a los dos bandos que se disputaron los restos del naufragio del 20-N, porque la dirigencia socialista aún está enquistada en las enemistades de aquella disputa, hasta el punto de que muchos militantes de relevancia ni se cruzan palabra y, observados individualmente, cada uno vive en la incertidumbre de la reinvención personal a la que se han visto obligados tras la mayor derrota electoral de su historia.

Por un puñado de votos

En cierta medida, porque hay diferencias notorias, Rubalcaba vive el mismo momento por el que pasó Zapatero tras asumir el liderazgo en el año 2000. Encaramado al liderazgo como el expresidente por un exiguo puñado de votos (fueron 12 los que inclinaron la balanza), su prioridad de prioridades no puede ser otra que restablecer la cohesión de un partido que se partió en dos con el filo de las navajas, pero los críticos le reprochan que sólo permita el acceso al puente de mando de quienes le acompañaron con fidelidad ciega en el doble paso por el cabo de Hornos que fueron las elecciones del 20-N y el 38º Congreso. Y no dispone de tanto tiempo como Zapatero, porque ni él es un recién llegado ni la velocidad de estos tiempos es la de aquella.

Blindado con una Ejecutiva en la que la discrepancia es testimonial, el ágora de los discrepantes no puede ser otro que el grupo parlamentario. Allí se dejan oír voces críticas como las de Carme Chacón, Tomás Gómez y José Blanco, que ha perdido la sintonía con el sucesor de Zapatero. Pero, a pesar de lo que pueda parecer, no hay en estos momentos en el PSOE una oposición organizada a Rubalcaba.

Blindado con una Ejecutiva en la que la discrepancia es testimonial, el ágora de los discrepantes no puede ser otro que el grupo parlamentario. Pero, a pesar de lo que pueda parecer, no hay en estos momentos en el PSOE una oposición organizada a Rubalcaba

Chacón sigue convocando periódicamente a los que la apoyaron en su fallido asalto a la Secretaría General, pero, según aseguran fuentes próximas, en estos momentos sólo busca su lugar al sol. Y el secretario general de Madrid, Tomás Gómez, aunque sea irreconciliable con Rubalcaba y tenga ideas propias, no hace otra cosa que pisar las huellas de Esperanza Aguirre: para ganar en Madrid, hay que tener presencia en la política nacional. Si Aguirre fue un puntal de apoyo electoral para Rajoy a pesar de posicionarse a su derecha, Gómez podría serlo para Rubalcaba haciendo un discurso a la izquierda de su secretario general.

Por todo ello, el mayor error en el que puede incurrir la actual dirección del PSOE es abusar de la técnica de ganar tiempo y pensar que nada ha cambiado en la dinámica política, que la alternancia en el poder entre populares y socialistas es un principio inmutable. Si quieren recuperar el poder, tendrán que ganárselo. No bastará con un programa que diga “reconstruir” donde el PP ha escrito “deconstruido”. Tendrán que volver a emocionar a su electorado.

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Hubo un tiempo, todavía bajo el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, en el que los socialistas pensaron que lo mejor que les podía pasar al PSOE y a España era perder las elecciones generales. En el largo y tortuoso fin de etapa que arrancó el 9 de mayo de 2010, interiorizaron que el PP estaba mejor preparado para solucionar la crisis. Pero ahora, convencidos de que los hechos están demostrando que quienes tomaron su relevo son todavía peores, aquella derrota les duele más. Aunque la conclusión alienta la expectativa de un regreso al poder más rápido de lo previsible en circunstancias normales, también añade merma a su autoestima colectiva, como le ocurre al equipo que se sabe derrotado por otro que no era mejor.