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Tras la fractura social, la quiebra territorial
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Gonzalo López Alba

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Tras la fractura social, la quiebra territorial

Santa Olalla del Cala y Monesterio son dos pueblos de España separados por 18,6 kilómetros. El primero pertenece a Huelva, en Andalucía; y el segundo a

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Santa Olalla del Cala y Monesterio son dos pueblos de España separados por 18,6 kilómetros. El primero pertenece a Huelva, en Andalucía; y el segundo a Badajoz, en Extremadura. Los jubilados de Santa Olalla con ingresos inferiores a 18.000 euros anuales contribuirán al copago farmacéutico con un máximo de ocho euros al mes, mientras que los de Monesterio además tendrán que abonar en metálico el gasto que exceda esa cantidad hasta que la correspondiente administración autonómica les devuelva el diferencial adelantado, cuando pueda y si es que puede, lo que en la práctica obliga a estos pensionistas a actuar como prestamistas sin contraprestación de intereses.

Este es uno de los muchos ejemplos reales que pueden ponerse para advertir de que el Estado de las Autonomías, que durante los últimos treinta años contribuyó de manera decisiva al reequilibrio territorial de España, ha sido puesto en la senda de convertirse en una fuente adicional de desigualdad. Son crecientes los indicios de que, tras la fractura social, la crisis trae una brecha territorial, aunque todavía no resulten tan evidentes como el hecho de que la clase media española se ha convertido en una especie en extinción mientras que la distancia entre las rentas altas y las bajas va camino de convertirse en un abismo.

Los recortes que se están aplicando con el mantra de la austeridad no sólo tienen un impacto contable y financiero sino que, en la medida en que conllevan un desmantelamiento de las redes de protección igualitarias que constituyen la esencia del Estado social, expulsan del sistema a crecientes capas de población. La gratuidad de los medicamentos para los jubilados, como las subvenciones para el transporte, las ayudas a los dependientes y otros servicios sociales constituían en la práctica una renta indirecta para los más desfavorecidos. Sin ese complemento, corren el riesgo de pasar de ser débiles a engrosar directamente la bolsa de los excluidos.

El peso proporcional de esta población en las distintas comunidades autónomas hace que en unos territorios sea más difícil –y socialmente gravoso- que en otros hacer recortes de gasto público en las partidas sociales y esos territorios coinciden de forma alarmante con aquellos que tienen también una mayor dificultad para financiarse y, a la postre, de recuperar la senda del crecimiento económico. Establecido el tope para su endeudamiento en el 1,5% de su PIB, la consecuencia es que Madrid puede endeudarse diez veces más que Extremadura, aunque su población sólo multiplica por seis a la de esta comunidad. Y resulta que Extremadura es una de las comunidades autónomas donde hay más jubilados con la pensión mínima. Así, las personas aparecen, de nuevo, como las últimas que cuentan en los cálculos políticos, salvo que sea como unidades de consumo o de tributación.

Si los españoles nos volvimos de la noche a la mañana autonomistas fue no sólo porque ningún español de ninguna región quería ser menos que catalanes, vascos, navarros o gallegos, sino porque el Estado de las Autonomías se demostró útil para los ciudadanos. Ahora, sin embargo, empieza a cuajar la idea de que no sólo no es útil, sino también derrochador y, llegado el caso, perjudicial. Sin lugar a dudas la crisis confiere urgencia a reformas que se han demostrado necesarias desde hace tiempo para eliminar duplicidades administrativas, aligerar las burocracias, racionalizar los repartos competenciales y suprimir gastos protocolarios. Pero es una operación que ha de practicarse con bisturí si no se quiere dañar a las partes sanas del organismo.

Las autonomías sin autonomía ya no son sólo un bosquejo teórico. La Ley de Estabilidad Presupuestaria incorporó el mecanismo legal para que pueda convertirse en una realidad inmediata que echará más leña a la hoguera de que la política es superflua y el sueldo de los políticos un gasto suntuario. El experimento puede comenzar con los gobiernos autonómicos porque la fuerza de los Estados nación se ha evaporado succionada por el poder flotante de los mercados y, siendo titánica la tarea de recuperar el poder para la política, resulta fácil para los gobiernos estatales caer en la tentación de intentar revitalizarse fagocitando a las administraciones regionales y locales.

Pero lo que puede venir luego ya lo describió Martin Niemöller en 1946: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio porque yo no era comunista (…) Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”. Los políticos, de todas las ideologías y niveles administrativos, están en el disparadero por demérito propio, pero resultaría suicida para los ciudadanos olvidar que, como advierte Zygmunt Bauman (Tiempos líquidos), “uno no puede estar seguro de sus derechos personales a menos que pueda ejercer sus derechos políticos”, y al mismo tiempo, como repite con insistencia Paolo Flores d´Arcais, y que “la pobreza (antigua o nueva) genera desesperación y sumisión, absorbe toda la energía en la lucha por la supervivencia, y sitúa la voluntad a merced de promesas vacías y engaños insidiosos”.

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Santa Olalla del Cala y Monesterio son dos pueblos de España separados por 18,6 kilómetros. El primero pertenece a Huelva, en Andalucía; y el segundo a Badajoz, en Extremadura. Los jubilados de Santa Olalla con ingresos inferiores a 18.000 euros anuales contribuirán al copago farmacéutico con un máximo de ocho euros al mes, mientras que los de Monesterio además tendrán que abonar en metálico el gasto que exceda esa cantidad hasta que la correspondiente administración autonómica les devuelva el diferencial adelantado, cuando pueda y si es que puede, lo que en la práctica obliga a estos pensionistas a actuar como prestamistas sin contraprestación de intereses.