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Las asignaturas pendientes del PSOE
Ganen o pierdan las elecciones europeas del domingo 25, los socialistas tienen un doble reto si no quieren perecer en el declive del bipartidismo
Gane o pierda las elecciones del próximo domingo, el PSOE tiene un doble reto si no quiere perecer en el declive del bipartidismo: construir un nuevo liderazgo y reconstruir el partido, lo que pasa por sellar la fractura interna y elaborar una oferta de proyecto político que aúne esperanza y credibilidad. Si los socialistas pierden estos comicios, el proceso de renovación se hará tan inevitable como urgente; si ganan, puede producirse un cambio de percepción e incluso de actitud, tanto en el PSOE como en el PP y en el conjunto de la sociedad, pero ese cambio anímico no modificará la realidad de aquellos agujeros negros.
La historia contemporánea del PSOE puede resumirse en tres grandes periodos. El primero, y más exitoso, estuvo marcado por el hiperliderazgo de Felipe González y Alfonso Guerra, quienes a partir de la memoria histórica y de los cascotes de un partido que se difuminó durante el franquismo después de haber participado en los gobiernos de la II República, construyeron una de las maquinarias políticas más eficaces de toda Europa, tomando como referencia el SPD alemán y la socialdemocracia nórdica.
Durante este periodo, que duró casi un cuarto de siglo (de 1974 a 1997), el PSOE no sólo fue una máquina de ganar elecciones –gobernó casi catorce años de forma ininterrumpida–, sino que tuvo la capacidad de renovar su ideario y sus propuestas para adaptarse a las necesidades y demandas de la España del momento. Así fue hasta que murió de éxito, como en su momento dijo el propio González.
Tras la renuncia del patriarca socialista en 1997, que se produjo después de una virulenta guerra interna entre los felipistas y los guerristas que fracturó el partido, el PSOE se abismó en una travesía del desierto que estuvo marcada por la falta de liderazgo –Joaquín Almunia, señalado como sucesor por el dedo de González, buscó legitimarse en unas primarias que contra todos los pronósticos ganó José Borrell, cuya posterior dimisión llevó a presentar como candidato a quien los propios militantes habían dicho que no querían como líder–. Este período de transición, que presenta paralelismos con la fase actual, se caracterizó por los ajustes de cuentas internos y también por una radicalización ideológica que se plasmó en la alianza suscrita por Almunia con la Izquierda Unida del comunista Francisco Frutos, apuesta que se saldó con un descalabro electoral que puso término al segundo periodo. Pero en aquel tiempo el PSOE seguía funcionando como partido, como se demostró en las elecciones municipales de 1999, cuando ganó al PP en número de concejales y se quedó a menos de 40.000 votos en el cómputo global. La transición culminó en 2000 con la elección de José Luis Rodríguez Zapatero. Con él se volvió al hiperliderazgo, se cicatrizaron las heridas y se reconstruyó el partido, pero sólo como una organización a la medida del líder, que ahogó el debate interno tras reconquistar el Gobierno en 2004. Su ocaso comenzó en 2010, con el giro hacia la austeridad, y culminó en 2011, cuando los socialistas cosecharon el menor apoyo del periodo democrático. Pero lo peor, en clave de partido, ya se había producido: la organización quedó arrasada con la pérdida de la práctica totalidad de su poder municipal y autonómico. Con Rubalcaba al timón, el PSOE inició una nueva travesía del desierto, en la que ni hay liderazgo ni hay partido –con la excepción de Andalucía–. Lo primero lo demuestra el hecho de que sólo un 10% de la población declara confiar en Rubalcaba, según el último barómetro del CIS; y lo segundo, lo acredita la escasa movilización y nulo entusiasmo que ante las elecciones europeas manifiesta una militancia que, relamiéndose todavía las heridas del congreso de Sevilla, en el que se enfrentaron Rubalcaba y Carmen Chacón, está más pendiente de la pasarela de los precandidatos para las elecciones primarias que de la campaña del 25-M, que sólo se ha animado con el revolcón televisivo de Elena Valenciano a Miguel Arias Cañete. El panorama interno se empezará a aclarar a partir del día 26, cuando el PSOE tendrá que ratificar o rectificar la hoja de ruta que conduce a la celebración de primarias en noviembre, y los que están señalados como precandidatos deberán decidir si finalmente se postulan y demostrar que disponen de los avales necesarios. Superado el ecuador de la campaña europea, parece haber una inclinación creciente hacia la opción de Eduardo Madina, que no sólo encarna una renovación generacional, sino que está concitando apoyos entre la vieja guardia y las nuevas generaciones, pero también –y sobre todo– entre quienes en Sevilla apoyaron a Rubalcaba y los que optaron por Chacón. Como en su momento ocurrió con Zapatero, el haberse mantenido al margen de las guerras internas le sitúa en la posición ideal para restañar las heridas todavía abiertas, una condición sine qua non para revitalizar el PSOE.
Como en 1997, el líder en retirada señaló como sucesor a uno de los suyos –si Alfredo Pérez Rubalcaba fue vicepresidente de Zapatero, Almunia había sido el ministro más joven de González–, pero entonces como ahora se constató que, como dijo Karl R. Popper, “el factótum del partido gobernante rara vez resulta un sucesor capaz” (La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós).
Gane o pierda las elecciones del próximo domingo, el PSOE tiene un doble reto si no quiere perecer en el declive del bipartidismo: construir un nuevo liderazgo y reconstruir el partido, lo que pasa por sellar la fractura interna y elaborar una oferta de proyecto político que aúne esperanza y credibilidad. Si los socialistas pierden estos comicios, el proceso de renovación se hará tan inevitable como urgente; si ganan, puede producirse un cambio de percepción e incluso de actitud, tanto en el PSOE como en el PP y en el conjunto de la sociedad, pero ese cambio anímico no modificará la realidad de aquellos agujeros negros.