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La crisis desnuda la indigencia de la socialdemocracia
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Gonzalo López Alba

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La crisis desnuda la indigencia de la socialdemocracia

Primero fue Hollande y, más tarde, Renzi. Pero ninguno han conseguido que la socialdemocracia se convierta en el vector que saque a Europa de la crisis

Foto: Matteo Renzi y François Hollande (EFE)
Matteo Renzi y François Hollande (EFE)

Primero fue François Hollande y, más tarde, Matteo Renzi. Pero ni el francés ni el italiano han conseguido que la socialdemocracia se convierta en el vector que saque a Europa de la crisis para devolverla a la prosperidad y frenar la creciente brecha de la desigualdad. Al contrario. Con la decepción provocada por ambos gobernantes, que llegaron al poder con el marchamo de ser la “esperanza blanca” de la izquierda, se desnuda su indigencia para generar una alternativa a las recetas de la derecha neoliberal y los intereses de los países más ricos –no sólo Alemania, también los nórdicos-.

Arthur Koestler escribió en sus Memorias (Lumen): “La socialdemocracia europea firmó su sentencia de muerte en 1914, cuando decidió apoyar la guerra en todos los países beligerantes, la misma guerra imperialista que dos años antes, en el Congreso de Basilea, había previsto y condenado incondicionalmente. (…) Después de esta tragedia, la socialdemocracia europea continuó siendo una fuerza política, pero su impulso revolucionario había muerto para siempre”. Koestler erró en el pronóstico. La socialdemocracia resurgió con más fuerza que nunca tras la II Guerra Mundial y, junto con los cristianodemócratas, edificó el Estado del bienestar. Pero antes de ese renacimiento ideológico hubieron de pasar más de treinta años, con otra contienda mundial de por medio, aunque previamente, con motivo de la Depresión de 1929, había encontrado una alternativa eficaz en las políticas anticíclicas de Keynes.

Ahora, corre el mismo riesgo: tras condenar las mal llamadas políticas de austeridad –sería más socialdemócrata hablar de “recortes”, porque la austeridad se presume una seña de identidad de la izquierda–, allí donde gobierna ha terminado claudicando y aplicándolas, aunque sea a regañadientes y a veces tapándose la nariz. Para encontrar una alternativa de izquierdas en Occidente es preciso mirar a los Estados Unidos de Barack Obama, pero el patrón estadounidense no sirve tampoco de modelo para esta Unión Europea porque Estados Unidos es en sí mismo una economía globalizada, con 350 millones de consumidores nacionales, y dispone de instrumentos como la Reserva Federal de los que carece la UE. Otra cosa muy diferente sería si el Banco Central Europeo funcionara de igual modo y la UE fueran unos Estados Unidos de Europa. Pero no es así.

Atados de pies y manos

El sociólogo Ignacio Urquizu describe el drama de la izquierda europea de forma harto expresiva: “Como Ulyses, la socialdemocracia europea se ha atado las manos al mástil para no escuchar los cantos de sirena”. Los “cantos de sirena” a los que alude Urquizu se resumen en “la apuesta con una fe demasiado ciega en la globalización, sin reflexionar en quién gana –los trabajadores más cualificados y con capacidad de aportar valor añadido– y quién pierde –los que tienen menos formación–”.

Urquizu ya advertía en 2012 (La crisis de la socialdemocracia, ¿qué crisis?, Catarata): “Cuando los partidos socialistas acceden al poder en la Eurozona, ya no tienen la misma libertad que antes y, por lo tanto, ya no pueden desarrollar la política económica ni manejar las cuentas públicas como ellos podrían desear”.

En la misma línea de pensamiento, Ignacio Sánchez-Cuenca (La impotencia democrática, Catarata) subraya que el euro, “lejos de promover la convergencia de las economías europeas, ha provocado más bien su divergencia, produciéndose una ruptura en dos bloques: el de los países acreedores y el de los países deudores”, con las decisiones de las instituciones europeas “claramente sesgadas a favor” de los primeros, lo que le lleva a defender la necesidad de un debate abierto y profundo sobre uno de los tabús vigentes: una hipotética salida de España del euro.

Un baño de realidad y soledad

Tras generar la ilusión de que sí hay alternativa a las políticas neoliberales, Hollande y Renzi se han dado de bruces con esa realidad. Y, cuando han mirado a su alrededor, se han encontrado solos. Aunque el presidente francés lanzó el viernes la iniciativa de promover “un pacto de izquierdas” en la UE, la comunión de intereses económicos de los países sureños choca con el muro del alineamiento con el diktat alemán de los gobernantes de España, Portugal y Grecia. Hollande sólo puede pactar con Renzi, y Renzi sólo puede pactar con Hollande (en tiempos de Zapatero, la alianza podía extenderse al menos al británico Gordon Brown).

En la hora de la verdad, el primer ministro francés, Manuel Valls, ha hecho suya la tesis de Mariano Rajoy y Cristóbal Montoro –“es preciso reducir el coste de la mano de obra y rebajar el impuesto de sociedades” para aminorar el paro–. Y el italiano ya ha sido llamado a capítulo por los socialdemócratas alemanes y ha tenido que recular en sus ambiciosos planteamientos iniciales, para restringir –como el francés– sus exigencias a una modulación en el ritmo de reducción del déficit fiscal y a un incremento de las políticas de estímulo.

Así, la ducha fría de realidad que ha caído sobre Hollande y Renzi ha tenido como efecto colateral un mayor descrédito de los socialdemócratas. Como Rajoy en España, aplican desde el poder políticas contrarias a las que prometieron en la oposición. El caso francés es más sintomático, no sólo porque Renzigobierna Italia desde hace seis meses y Hollande lo hace en Francia desde hace más de dos años, sino también porque los socialistas galos cuentan con el precedente del “donde dije digo, digo Diego” de Mitterrand, que tuvo como secuela una travesía del desierto de diecisiete años.

Dos corrientes de pensamiento

Urquizu apunta que la izquierda europea “tiene que hacer una reflexión muy profunda sobre cuál es su estrategia económica: o asume que la única diferencia con la derecha son las políticas redistributivas o defiende que se puede salir de la crisis de otra forma, y, en este caso, tiene que decir cómo”.

La dialéctica del pensamiento económico de izquierdas oscila entre dos tendencias mayoritarias. Por un lado, la que plantea Torben Iversen (The Choices for Scandinavian Social Democracy, Oxford University Press, 2003): “La izquierda tiene que elegir entre un número creciente de desempleados pero con una alta igualdad social o, viceversa, aumentar las desigualdades a cambio de aumentar el porcentaje de personas que trabajan”. Dicho en otros términos: tiene que elegir entre una sociedad cohesionada al 80% pero con un 20% condenado a la exclusión, o una sociedad con un paro por debajo del 10% pero con una gran brecha entre ricos y pobres.

Este planteamiento a modo de dilema, que en España suscribe José María Maravall (Los resultados de la democracia, Alianza Editorial), implica la renuncia a la divisa socialista de la igualdad, de modo que, a juicio de otros teóricos, esconde la incapacidad para generar una alternativa que conjugue la eficacia económica con la defensa de los valores tradicionales de la izquierda. Lo más parecido a esto que ha aparecido es el proyecto que se contiene en La Economía del bien común (Deusto, 2012), del economista austríaco Christian Felber, pero, según los expertos, aunque la música suena bien, la letra peca de falta de rigor económico.

“Reformarse o decaer”

En España, la llegada de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE no ha aportado gran novedad hasta la fecha, aunque el nuevo líder socialista apenas ha cumplido un mes en el cargo. Por ahora, sus propuestas no pasan de ser refritos de las que venía defendiendo Alfredo Pérez Rubalcaba o materializaciones de otras ya aprobadas en la Conferencia Política de noviembre de 2013. La única novedad reseñable es la petición expresa de depreciar el euro para impulsar las exportaciones, que ya defendían Felipe González en público y Rubalcaba en privado, y tras la que se ve la mano del exministro Miguel Sebastián, que fue profesor de Sánchez y tiene gran predicamento en el secretario general de los socialistas.

Primero fue François Hollande y, más tarde, Matteo Renzi. Pero ni el francés ni el italiano han conseguido que la socialdemocracia se convierta en el vector que saque a Europa de la crisis para devolverla a la prosperidad y frenar la creciente brecha de la desigualdad. Al contrario. Con la decepción provocada por ambos gobernantes, que llegaron al poder con el marchamo de ser la “esperanza blanca” de la izquierda, se desnuda su indigencia para generar una alternativa a las recetas de la derecha neoliberal y los intereses de los países más ricos –no sólo Alemania, también los nórdicos-.

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