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El debate pendiente sobre los debates en TV
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Gonzalo López Alba

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El debate pendiente sobre los debates en TV

Estos encuentros continúan siendo una prerrogativa de los partidos políticos e incluso son percibidos como un derecho de la oposición. Pero son un derecho de la ciudadanía y deberían estar regulados

Foto: Los siete candidatos de las elecciones catalanas del 27-S posan antes del debate que emitió TV3. (EFE)
Los siete candidatos de las elecciones catalanas del 27-S posan antes del debate que emitió TV3. (EFE)

Después de 37 años de democracia, en España los debates televisivos entre los candidatos continúan siendo una prerrogativa de los partidos políticos y, en el mejor de los casos, percibidos como un derecho de la oposición. Pero son un derecho de la ciudadanía y como tal debieran estar regulados por ley.

La posibilidad de contrastar proyectos alternativos es parte consustancial de la democracia y, aunque estos se escriban en los cientos de páginas que ocupan los programas electorales, todos sabemos que pocos son los que los leen y menos son los que los cumplen, de modo que, como ocurre con los contratos de otra naturaleza, la confianza entre las partes se convierte en un factor decisivo a la hora de elegir. Y la confianza es un intangible que en un régimen político como el español, formalmente parlamentario pero funcionalmente presidencialista, va asociado a la personalidad del candidato.

En una investigación experimental de Iyengar y Kinder, citada por Giovanni Sartori en 'Homo Videns', se distingue entre el poder de los noticiarios televisivos para “dirigir la atención del público” y el poder de “definir los criterios que informan la capacidad de enjuiciar”, y para ambos casos los dos investigadores concluyen que “las noticias televisivas influyen de un modo decisivo en las prioridades atribuidas por las personas a los problemas nacionales y las consideraciones según las cuales valoran a los dirigentes políticos”.

Hay expertos que, “después de darle muchas vueltas al asunto”, consideran mejor dejar las cosas como están. Pero veamos cómo están, según describe José Antonio Zarzalejos: “La negativa a los debates preelectorales (…) forma parte de la opacidad en la que se refugia la clase política ante la opinión pública. Siempre se proclama el deseo de celebrarlos y tantas veces como parecen posibles se suelen frustrar por detalles que responden, en la verborrea usual, a aspectos colaterales y sin mayor trascendencia, pero que sirven de perfecta excusa para sortearlos” ('Mañana será tarde').

Una realidad convertida en excusa por partida doble, ya que detractores de la regulación legal destacan, con cierto cinismo, que “el auténtico debate es el que no se ve” –las condiciones que ponen unos y otros para que se celebre o no se celebre, en función de sus conveniencias electorales– y que ya están sometidos a un exceso de rigidices que en la práctica los convierte en una sucesión de monólogos con algún simulacro de debate, que se convertiría en un “gallinero” con la participación de más de dos. Pero, precisamente, de lo que se trata es de neutralizar aquellas conveniencias y eliminar estas rigidices.

Una Autoridad Electoral Independiente

La incorporación de los debates televisivos a la Ley de Régimen Electoral como un derecho de los ciudadanos debería lleva aparejada la creación de una Autoridad Electoral Independiente que determine el quién, el cómo, el cuándo y el dónde. La fórmula incluida por el PSOE en su programa electoral es insuficiente y puede conducir al corporativismo: “Una Comisión Independiente de Organización de Debates formada por profesionales del periodismo de reconocido prestigio”.

Para garantizar su independencia, la Autoridad Electoral debería estar integrada por profesionales eméritos -catedráticos, sociólogos, expresidentes de órganos constitucionales…-, cuya gran ventaja es que ya no tienen que preocuparse por sus carreras, solo de preservar su prestigio. Ese sería su auténtico blindaje ante las presiones. Pero, para mayor garantía, se tendrían que elegir mediante un procedimiento de consenso y reparto, de modo que las renovaciones parciales de sus miembros no coincidan con las legislaturas.

Si se establece una representación mínima para poder participar en esos debates, ¿qué pasaría ahora: se excluiría a Albert Rivera y Pablo Iglesias?

Los que rechazan una regulación argumentan también que la ley podría convertirse pronto en papel acartonado si se desciende al detalle de, por ejemplo, establecer una representación mínima para poder participar en esos debates, que tradicionalmente se ha determinado en función de los resultados obtenidos en los anteriores comicios de igual ámbito territorial. ¿Qué pasaría ahora: debería incluirse o excluirse a Albert Rivera y Pablo Iglesias? La decisión debería adoptarla la Agencia Electoral Independiente, que no solo debería ser intérprete de la ley sino también del momento político.

En la ley bastaría con establecer un suelo a propósito de la obligatoriedad de celebrar un mínimo de debates en los medios públicos de comunicación o el requisito de que el debate se haga entre los cabezas de lista.

Después de 37 años de democracia, en España los debates televisivos entre los candidatos continúan siendo una prerrogativa de los partidos políticos y, en el mejor de los casos, percibidos como un derecho de la oposición. Pero son un derecho de la ciudadanía y como tal debieran estar regulados por ley.

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