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Las tres crisis del PSOE
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Gonzalo López Alba

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Las tres crisis del PSOE

El socialismo español está aquejado de problemas de identidad, de representatividad y de liderazgo

Foto: Un cartel para las pasadas elecciones del PSOE. (Reuters)
Un cartel para las pasadas elecciones del PSOE. (Reuters)

Cuando abundan tanto en Podemos los que se dicen “socialistas de izquierdas” es que el PSOE tiene un problema que va mucho más allá de las luchas por el poder entre sus dirigentes, que haberlas ‘haylas’, y que afecta directamente a su identidad y a la percepción ideológica que de él tienen los ciudadanos.

El origen de este problema de identidad se remonta a los momentos en que José Luis Rodríguez Zapatero, en su mayor error político, renunció a la explicación y defensa de su legado al no querer volver a ser candidato electoral en 2011. En lugar de defender la coherencia de lo hecho, el PSOE se sumió en una actitud avergonzada y hasta acomplejada, encerrando al expresidente en un armario, del que solo lo han rescatado seis años después.

Si la apuesta era por la continuidad del Gobierno, solo podía encarnarla Zapatero; si la apuesta era por la renovación, no podía encarnarla Alfredo Pérez Rubalcaba, que había sido su vicepresidente primero y portavoz, amén de padrino político del nombramiento de Elena Salgado como la vicepresidenta económica que ejecutó los recortes. Seguramente con Zapatero el PSOE habría perdido también las elecciones, pero en ese caso se hubiera llevado con él la mochila de los errores en lugar de dejarla pudriéndose en los sótanos del partido.

Un liderazgo sólido ha de ir indisociablemente asociado a un proyecto sólido

El 'rubalcabismo' fue un quiero y no puedo, un tiempo perdido que alimentó el florecer de Podemos, en un contexto generalizado de crisis de representatividad de los partidos clásicos -el segundo eje de la triple crisis del PSOE, sobre el que luego abundaremos-, aquejados de aluminosis por la corrupción –máxima expresión de la traición de la voluntad ciudadana- y de la quiebra del vínculo de representatividad con un Parlamento en el que los diputados ni siquiera responden de su voto ante la dirección del grupo parlamentario sino ante los jefes territoriales de los que depende su presencia o continuidad en las listas electorales.

Desorientado como toda la socialdemocracia europea, el PSOE no ha podido permanecer impermeable al virus del populismo que recorre Occidente. Pedro Sánchez encarnó el populismo socialista durante su breve mandato, en el que no supo construir otro proyecto político que el del “no es no”; un relato tan simple como eficaz para el mundo de los 140 caracteres. Resultó insuficiente para que pudiera mantenerse en la cima porque era un proyecto personalista sustentado en la agitación de las emociones antes que en la ética de la responsabilidad.

Pero, aunque cayendo por la ladera de la cima hacia el barranco del olvido, si Pedro Sánchez sigue vivo después de muerto es porque los militantes del PSOE, que no son distintos del resto de los españoles, quieren tener poder de decisión. Hasta los círculos y confluencias de Podemos reclaman participación en los órganos de dirección. Es un camino sin retorno que arrancó el 15-M con el coro de “no nos representan” y que tendrá larga vigencia como consigna de exigencia ciudadana.

Porque los militantes del PSOE no son distintos del resto de los españoles sigue vivo el espíritu del ‘sanchismo’. Los militantes socialistas no solo quieren votar, sino también sentir que sus representantes les representan en vez de arrogarse su representación para preservar sus parcelas de influencia y espacios de poder. Sin la extendida creencia de que el derecho a decidir de los ciudadanos ha sido secuestrado por las “castas políticas” sería imposible de explicar el triunfo de Donald Trump en EEUU y también el malestar de las bases socialistas por el derrocamiento de Sánchez, una operación que, a pesar de la mala imagen que dejaron las formas chapuceras, fue mucho más democrática de lo que habría sido la imposición del criterio personal del secretario general porque una democracia lo es más en la medida en la que disfruta de órganos de control eficaces que sirvan de factores de equilibrio y contrapoder: a más democracia, más distribución de poder.

Si Sánchez sigue vivo después de muerto es porque la militancia socialista quiere tener poder de decisión

Así pues, el PSOE es un partido aquejado por las dolencias comunes a toda la socialdemocracia europea, que deambula perpleja y, hasta cierto punto, sonámbula; una organización anquilosada ante el empuje dinámico de los movimientos políticos que como Podemos cuestionan a los partidos clásicos, si bien el PSOE ha sabido reinventarse a lo largo de más de cien años; y con un problema específico de liderazgo, que para que tenga auténtica solidez ha de ir de la mano de un proyecto político que dé respuesta a una pregunta: ¿Qué España queremos construir los socialistas para la primera mitad del siglo XXI?

De la respuesta que se ofrezca a esta pregunta, y de la credibilidad que sepa transmitir la persona que sea elegida secretario general, dependerá la duración y el desenlace de su travesía del desierto.

Cuando abundan tanto en Podemos los que se dicen “socialistas de izquierdas” es que el PSOE tiene un problema que va mucho más allá de las luchas por el poder entre sus dirigentes, que haberlas ‘haylas’, y que afecta directamente a su identidad y a la percepción ideológica que de él tienen los ciudadanos.

Alfredo Pérez Rubalcaba Pedro Sánchez