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Solidaridad obligatoria, pero flexible (los juegos de palabras del pacto migratorio)
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Jaime Pérez-Llombet

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Solidaridad obligatoria, pero flexible (los juegos de palabras del pacto migratorio)

La solidaridad no es esto. Los impulsores del Pacto de Migración y Asilo desvalorizan una palabra, solidaridad, que en sus textos y comparecencias pierde significado y esencia, le quitan dignidad cuando la usan sin creer en ella

Foto: Rescate de migrantes de origen subsahariano en las islas de Lanzarote y Gran Canaria. (EFE/Adriel Perdomo)
Rescate de migrantes de origen subsahariano en las islas de Lanzarote y Gran Canaria. (EFE/Adriel Perdomo)
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Las palabras pierden cuerpo, fuerza y sentido cuando se abusa de ellas o, como ha ocurrido con el Pacto de Migración y Asilo de la Unión Europea, al extirparles su naturaleza, alma o espíritu. Fundir en un solo cuerpo solidaridad y obligatoriedad, verse obligados a unir lo uno a lo otro, como han hecho los padres del acuerdo, radiografía la solemne hipocresía que empapa el documento. No conformes con emparejar obligatoriedad y solidaridad, los promotores del pacto han ido más allá jugando con las palabras, y, en la búsqueda de una expresión que diga desdiciéndose, han dado con una idea que los retrata: la solidaridad obligatoria pero flexible.

Conscientes de que la solidaridad no está en el guión ni en la intención de los gobiernos, han querido los autores del acuerdo aparentar compromiso con un barniz de obligatoriedad, pero acto seguido rebajan a cero tal imposición volviendo a la casilla de la voluntariedad por el atajo de la flexibilidad. La solidaridad obligatoria pero flexible, referencia con la que los redactores han encontrado la forma de parecer sin comprometer, entra por la puerta principal en la galería de los juegos de palabras que la política utiliza para alimentar un efecto óptico.

Un truco de magia, prestidigitación narrativa que distraiga a los espectadores haciéndoles creer que lo que ven es lo que realmente es, y no. Solidaridad obligatoria pero flexible es una construcción de ida y vuelta, define un movimiento inmóvil en la medida en que habla de voluntariedad, sigue con obligación y regresa a la voluntariedad, a esa solidaridad que los gobiernos ensucian comprometiéndola sin comprometerse. La solidaridad no es esto.

Foto: El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá. (Europapress/Carlos Luján)

Los impulsores del Pacto de Migración y Asilo, pendiente de ratificación, desvalorizan una palabra, solidaridad, que en sus textos y comparecencias pierde significado y esencia, le quitan dignidad cuando la usan sin creer en ella, cuando la abusan quitándole fuerza, llevándola al sinsentido, a la inutilidad. Fue Gioconda Belli quien dio a la solidaridad el respeto que merece. La solidaridad es la ternura de los pueblos, escribió la poetisa nicaragüense. Donde Belli ve ternura los ingenieros del acuerdo europeo solo ven una palabra que debe mostrarse, sí, pero neutralizándola. Solidaridad. De tanto repetirla, sin creer en ella, le han robado sentido.

Este pacto migratorio no solo afecta a Canarias, pero especialmente a un archipiélago que durante las próximas décadas deberá gestionar en primera línea —y puede que también en primera persona, en algo que se parece demasiado a la soledad— la incesante, y creciente, llegada de inmigrantes africanos. Las Islas han dejado de esperar por la implicación de la Unión Europea —qué esperar de Bruselas después de la visita inocua de la comisaria Johansson— o por la solidaridad de las demás comunidades autónomas. Nadie espera nada.

Solo llegan palabras que de tanto repartirlas han dejado de escucharse. El acuerdo de la UE es decepcionante. La Comisión Española de Ayuda al Refugiado, conocedora de la realidad sin edulcorantes o discursos de distracción, ha concluido que los términos del documento que ha visto la luz estos días (la opinión pública está hipnotizada con los alumbrados navideños, qué mejor momento) hunde los valores europeos en el fondo del mismo océano donde mueren miles de personas que embarcan en cajas de cerillas impulsados por el horror o la nada.

Foto: Ilustración: Lyubov Ivanova
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El pacto migratorio endurece las condiciones de recepción y asilo, con reglas del juego que regulan la llegada a los países de la UE y la aceptación —o denegación— de la solicitud de protección internacional. Se refuerza el control, abundando en una idea de fortaleza que los redactores han querido difuminar subiendo el volumen cuando hablan de solidaridad y otros valores desvalorizados. Tampoco los países del sur han estado finos reivindicando la solidaridad obligatoria, hay otro camino. A la solidaridad debe dársele el carácter transversal que merece, sin inyectarle obligatoriedad.

Cosa diferente son las obligaciones, a secas, sin prólogos, que tienen los gobiernos en la gestión de una crisis humanitaria —¿qué otra cosa es, si no, el éxodo africano?— que debe afrontarse entre todos, sin excepción ni medias tintas. Solidaridad, sí. Obligaciones, sí. Ahora bien, no cabe desnaturalizar el espíritu o significado de las palabras intentando mezclar agua y aceite. Los padres del acuerdo de migración y asilo resumen su obra maestra destacando la reubicación, las contribuciones financieras y, volviendo una y otra vez a los juegos florales, aluden a medidas alternativas de solidaridad, carretera secundaria que permite a los Estados que no quieran acoger compensarlo pagando veinte mil euros por persona rechazada, una fórmula, la descrita, que no sonroja a quienes la cocinaron ni a aquellos que la defienden.

Mientras las organizaciones a las que sí duelen las crisis hablan de retroceso, los proponentes, contorsionistas de altos vuelos, merodean la idea de que el acuerdo permite ganar en seguridad y fiabilidad, dando por hecho lo que la experiencia desmiente, entre otras razones porque el papel lo aguanta todo pero el día a día del fenómeno migratorio va por otro carril, normalmente sin medios materiales y humanos, sin seguimiento ni control. Pagar por rechazar, poniendo precio al rechazado, transparenta la perspectiva que realmente tienen los redactores y firmantes.

Foto: Robert Jenrick, exsecretario de Estado de Inmigración. (Reuters/Hannah Mckay)

Así planteado, más mercancías que personas, denota el verdadero espíritu de la idea, la intención de desentenderse tirando de talonario. Concluir, como ha hecho el eurodiputado canario, Juan Fernando López Aguilar, que el Pacto de Migración y Asilo está pensado para Canarias, es una afirmación que no merece respuesta porque se responde sola, se desmiente a sí misma. La esencia del pacto, lo sustancial, es que se han aprobado fórmulas que permiten a los Estados desmarcarse de una obligación genérica abonando una cantidad en concepto de multa por aparcar a los migrantes en doble fila, lejos de casa.

El control de las fronteras está marcado por un orden descontrolado, particularmente en la ruta atlántica, de la que pocos o ninguno parecen acordarse. Los recursos necesarios no pasan una frontera, ésta sí infranqueable: la que separa las intenciones de los hechos concretos. La administración de la crisis queda para quienes tienen que convivirla, día a día, patera a patera. Solidaridad obligatoria pero flexible, palabras combinadas con la evidente intención de que digan sin decir, una cosa y su contraria, agua y aceite, valores desvalorizados, confusión procurada e hipocresía. Las palabras dejan de escucharse, pierden su fuerza, sinceridad y espíritu, cuando se abusa de ellas. Los promotores del Pacto de Migración y Asilo han incurrido en el vicio de hablar de solidaridad humillando su verdadero sentido.

Las palabras pierden cuerpo, fuerza y sentido cuando se abusa de ellas o, como ha ocurrido con el Pacto de Migración y Asilo de la Unión Europea, al extirparles su naturaleza, alma o espíritu. Fundir en un solo cuerpo solidaridad y obligatoriedad, verse obligados a unir lo uno a lo otro, como han hecho los padres del acuerdo, radiografía la solemne hipocresía que empapa el documento. No conformes con emparejar obligatoriedad y solidaridad, los promotores del pacto han ido más allá jugando con las palabras, y, en la búsqueda de una expresión que diga desdiciéndose, han dado con una idea que los retrata: la solidaridad obligatoria pero flexible.

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