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De la patada de Alberto Rodríguez al viaje de Ruben Wagensberg
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Jaime Pérez-Llombet

Con siete puertas

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De la patada de Alberto Rodríguez al viaje de Ruben Wagensberg

Más allá del ruido que invade la escena, en el patio de butacas, a pie de calle, suena una aceptación cada vez más generalizada. De la expulsión del exdiputado de UP al viaje a Suiza de Wagensberg pasa poco tiempo, pero la política es otra

Foto: El exsecretario de Organización de Podemos, Alberto Rodríguez. (EFE/Elvira Urquijo A.)
El exsecretario de Organización de Podemos, Alberto Rodríguez. (EFE/Elvira Urquijo A.)
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Cada vez resulta más difícil interpretar este tiempo político sin recurrir a la aceptología que, trasladada al parlamentarismo vigente o a sus negociaciones a media luz, Pedro Sánchez ha instalado en las venas de las instituciones, platós, bares u oficinas. Es probable que la aceptación de cualquier cosa que ocurra, reconvertida en mecanismo ideológico y asociada a la normalización de situaciones anómalas, sea recordada como la herramienta más eficiente de cuantas ha utilizado el presidente para renacer constantemente, convirtiendo sus resurrecciones en rutina y lo inédito en habitual.

Más allá del ruido que invade la escena, abajo, en el patio de butacas, a pie de calle, una aceptación cada vez más generalizada ocupa un espacio creciente. Propios y detractores de Sánchez se han dejado arrullar por la transversalidad de la aceptología, de la aceptación, reiterada, y resignada, de iniciativas legislativas que cruzan las fronteras conocidas, de aceptar más allá de lo imaginable porque la repetición sopla a favor de sus promotores.

La aceptología nos anima a afrontar lo que nos depara el destino, o la política, como cuando vamos al dentista: puede que nos duela, pero no sufrimos emocionalmente por ello. Ni nos peleamos con el odontólogo ni nos llama la atención que el presidente del Gobierno derrape en las curvas con tantísima frecuencia. Todo se conoce, lee o escucha sin romper la quietud de esa anormalidad normalizada, sin que la capacidad de sorpresa, especie en extinción, dé señales de vida.

Foto: Alberto Rodríguez. (EFE/Alberto Valdés)

En el imperio de lo desproporcionado han decaído las proporcionalidades, las comparaciones no se aguantan. La medida de las cosas ha cambiado. Que se lo pregunten al ex secretario de Organización de Podemos, Alberto Rodríguez, de quien cabe acordarse ahora que asoma a la superficie el caso de un diputado de ERC, Ruben Wagensberg, refugiado en Suiza —por baja médica, ha dicho— ante la presión judicial por Tsunami. Rodríguez tuvo que abandonar a su escaño en el Congreso de los Diputados al ser condenado por patear a un policía en el transcurso de una manifestación, en 2014.

Wagensberg se ha marchado a Suiza huyendo de las incertidumbres que le suscita la investigación y las posibles consecuencias judiciales del caso Tsumani Democràtic. El episodio que protagonizó el ex secretario de Organización de Podemos provocó un maremoto de minutos de actualidad durante aquellas semanas. Años después, lo del parlamentario Wagensberg ha trascendido, sí, pero envuelto en el celofán de normalidad con que la aceptología recubre de meses a esta parte cualquier cosa que pase, sea lo que sea, tanto da.

Foto: Rubén Wagensberg durante una sesión plenaria en el Parlamento de Cataluña, en 2019. (Europa Press/David Zorrakino)

Antes de que la aceptología lo invadiera todo, un capítulo como el que está protagonizando el diputado catalán habría monopolizado durante días o semanas el guion de la política, de los análisis y preguntas parlamentarias. Ya no. Ahora todo pasa sin que nada pase. La capacidad de sorpresa se conjuga en pasado. Son tantos los acontecimientos que llaman la atención que ya no hay noticia que llame la atención.

De la patada de Alberto Rodríguez al viaje a Suiza de Ruben Wagensberg han pasado pocos años, pero la política es otra, otras las varas de medir, otro el eco o el interés, otra la repercusión. Quizá la tercera transición era esto, tal vez sea esta lenta pero imparable normalización de anomalías tales como negociar en el extranjero con alguien que ha huido de la Justicia, construir argumentarios que justifiquen lo injustificable o, sobre todo, conseguir lo que Pedro Sánchez ha logrado sin que apenas le rechisten los suyos: que cualquier decisión, movimiento parlamentario o compromiso político-legislativo sea recibido desde la aceptación, es lo que hay, otra más, así están las cosas, lo que toca, qué le vamos a hacer.

En lo que podría catalogarse como la tercera transición, el presidente del Gobierno ha adelgazado los cordones sanitarios hasta hacerlos desaparecer. Los límites son una referencia cada vez más difusa, relativa. Ocurre de todo sin que nada pase. Lo extraordinario ha retrocedido ante el imparable avance de su normalización, de lo extraordinario reconvertido en ordinario, de lo excepcional disfrazado de habitualo, dando un paso más allá en este proceso de redefinición de las palabras, de lo inconcebible explicado como necesario.

placeholder A la izquierda, Rubén Wagensberg antes de su huida a Suiza. (EFE/Marta Pérez)
A la izquierda, Rubén Wagensberg antes de su huida a Suiza. (EFE/Marta Pérez)

Si algunas voces concluyeron que la segunda transición vio la luz con la abdicación del emérito o la aparición en escena de siglas que alteraron el monopolio del bipartidismo, cabría preguntarse si romper con los mínimos que se han venido cumpliendo hasta el alunizaje de Sánchez no marcan algo que bien pudiera considerarse la tercera transición, una etapa que, en esta ocasión, describe un viaje hacia lo desconocido porque resulta ciertamente incierto en qué, cómo y cuándo va a acabar esta legislatura o, lo que es más relevante, qué país seremos el día después de Pedro Sánchez.

En su conversación con José Antonio Zarzalejos, el sociólogo José Luis Alvarez se sumerge en el océano de los liderazgos y en el perfil de los presidentes del pasado reciente. De Suárez dice que fue un operador de la transición sin capital político propio. A su juicio, Felipe González fue más que socialista, José María Aznar el artífice de la reunificación de las derechas, José Luis Rodríguez Zapatero un profesional de la política y Mariano Rajoy un administrador de las cosas. ¿Y Pedro Sánchez? Al presidente lo describe frío, y calculador. Fin de la cita.

Hay quienes creen a ciegas en Sánchez. Otros lo ven como un mal necesario, un cortafuegos inevitable para evitar que la derecha extrema entre en los ministerios. También están quienes, adversarios y detractores, confiesan, no sin resignación, que la forma en que Sánchez concibe la política, cambiando las reglas del juego sin despeinarse, lo convierte en un rival que sobrevuela lo invencible que posiblemente deje a su paso una dinámica, una forma de hacer o estar, que le sobrevivirá, abriendo una nueva etapa en la que todo valdrá, en la que la aceptación pesará más que los mínimos que se han respetado en el tiempo anterior a Sánchez. En esa idea, puede que esto que estamos viviendo —o sufriendo— sea una tercera transición o algo que se le parece.

Cada vez resulta más difícil interpretar este tiempo político sin recurrir a la aceptología que, trasladada al parlamentarismo vigente o a sus negociaciones a media luz, Pedro Sánchez ha instalado en las venas de las instituciones, platós, bares u oficinas. Es probable que la aceptación de cualquier cosa que ocurra, reconvertida en mecanismo ideológico y asociada a la normalización de situaciones anómalas, sea recordada como la herramienta más eficiente de cuantas ha utilizado el presidente para renacer constantemente, convirtiendo sus resurrecciones en rutina y lo inédito en habitual.

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