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Hipertensión, aluminosis y resignificación. Las amenazas (y desafíos) de la política en Canarias
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Jaime Pérez-Llombet

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Hipertensión, aluminosis y resignificación. Las amenazas (y desafíos) de la política en Canarias

Al institucionalizar la polarización, se cortocircuita la posibilidad de asistir a situaciones que en un contexto lógico (y saludable) serían cotidianas. Y el presidente canario tiene por delante unos años exigentes

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con el presidente de Canarias, Fernando Clavijo, en una imagen de archivo. (EFE/Ramón De La Rocha)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con el presidente de Canarias, Fernando Clavijo, en una imagen de archivo. (EFE/Ramón De La Rocha)

El enquistamiento de la hipertensión política tiene, entre otras consecuencias, la normalización de las anomalías. Cuando la crispación es crónica, lo ordinario adquiere apariencia de extraordinario, y lo razonable amanece con aspecto de excepcional. La polarización es la aluminosis del forjado institucional, lesiona el hormigón y provoca que el diálogo enferme. La política española se ha resignado, vive con la presión de los vasos sanguíneos demasiado alta; pero, lejos de mejorar sus hábitos, el bipartidismo fomenta la hipertensión porque los guionistas orgánicos están convencidos de que la bronca dinamiza y moviliza.

Ni se plantean recuperar el espíritu, las actitudes y el pragmatismo que hizo posible la transición. A ojos de los estrategas socialistas o populares, la búsqueda de puntos de encuentro, la cultura de los consensos y la recuperación del diálogo, del sosiego, de la política bien entendida, son bazas del siglo pasado. Otros tiempos, otra generación, otro país.

Al institucionalizar la polarización se cortocircuita la posibilidad de asistir a situaciones que en un contexto lógico (y saludable) serían cotidianos. Que Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo hablen en algún pasillo del Congreso, o que queden para un café, dibuja una escena absolutamente imposible, inviable. Solo los cómicos pueden protagonizar algo así. Qué trágico.

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Vivimos en un Estado donde los presidentes solo hablan cuando se jubilan, ni un minuto antes. Felipe González, José María Aznar, Mariano Rajoy o José Luis Rodríguez Zapatero empezaron a coincidir, incluso a hablar en público distendidamente, demasiado tarde. Feijóo y Sánchez no hablarán con normalidad hasta dentro de muchos años, cuando ambos empiecen a adquirir la forma, textura y docilidad de los jarrones.

No en todas partes ocurre igual. Hay territorios donde la hipertensión no lastra a la política, donde todos hablan con todos en los pasillos, regiones en las que todos toman café con todos, donde lo anómalo es perder la noción de normalidad. En Canarias, por ejemplo. En las Islas todos negocian con todos. Todos juegan sus cartas desde la tribuna o en los medios, pero nunca dejan de compartir un café, jamás se evitan por los pasillos. El archipiélago es la prueba de que la política puede ser de otra forma, de que es posible sin caer en la hipertensión como pensamiento único.

Siempre ha sido así en una comunidad particularmente fértil en mociones de censura que, como bien demostró Jerónimo Saavedra, no desembocaron en rupturas perennes. Así ha sido a lo largo del recorrido autonómico, y con esas costuras deberían seguir transcurriendo las legislaturas, pero el riesgo de contagio es cada vez más alto. Crece la amenaza de la crispación. Se multiplica la probabilidad de que la lluvia ácida empape la política en una región donde los principales partidos son perfectamente capaces de pactar con unos y otros, sin líneas rojas, sin descartes ni vetos. Sin aluminosis.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones y líder del PSOE, Pedro Sánchez y el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Jesús Hellín/Europa Press) Opinión

Esta semana se sabrá en qué medida Canarias se deja contagiar (o no) por los decibelios, los verbos gruesos y la toxicidad que ahogan a la política en Congreso, Senado y calles adyacentes. Estos días las Islas se tomarán la tensión. En el debate sobre el estado de la nacionalidad (versión autóctona del debate sobre el estado de la nación) se sabrá si la presión sanguínea que se vive en el conjunto del país ha terminado colándose en unas Islas donde se fluye de otra forma —otra forma de encararlo, otra cultura política—.

Al archipiélago se le acumulan los desafíos. Al presidente del Gobierno autonómico, Fernando Clavijo, le ha tocado pilotar unos años exigentes, y algo desconcertantes. Gestionar las fortalezas o los éxitos nunca fue tarea fácil, no resulta sencillo compatibilizar el empuje del turismo —capaz de generar muchísimo empleo— con una corriente de opinión que, creciente, culpa de los males propios y ajenos al sector que directa o indirectamente pone la comida en el plato a quienes viven en las Islas. La memoria no tiene memoria. Cuando la pandemia sumergió al archipiélago en un cero turístico (equivalente a un cero económico) los canarios fueron testigos de lo que sería la vida sin aviones cargados de clientes. Aquellos meses, con el confinamiento oxidando instalaciones y espacios abiertos, Canarias se fue a negro.

Apenas unos años después, con el planeta gastando (como nunca) en viajar y celebrar, uno de los principales desafíos de Clavijo, de su Gobierno y de las administraciones en general, es evitar que la turismofobia acabe pasando factura a las Islas en sus principales mercados. Una parte de la opinión pública está demonizando al turista. Equivocan al enemigo. Las tensiones del sistema —en sanidad, vivienda o movilidad, en educación o infraestructuras en general— solo podrán reconducirse con una adecuada estrategia de formación y empleo, para que quienes ya residen en las Islas ocupen los puestos de trabajo que se generan.

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Canarias es una factoría de empleos que los canarios no ocupan porque no cuentan con la formación necesaria o, en otros casos, porque moviéndose como peces en las aguas de la economía sumergida —en el satélite de los apaños— no se interesan por trabajos que terminan aprovechando quienes, llegados de fuera, incrementan la población de las Islas a razón de más de veinte mil personas cada año, crecimiento poblacional que tiene a los servicios públicos desbordados. Canarias, con un territorio útil escaso, tendrá la mejor política posible en vivienda, educación, sanidad o movilidad, si da con la tecla de una política de formación y empleo eficiente.

Es ahí donde está el epicentro de los retos que el archipiélago tiene planteados. El sector turístico debe dejar de contar turistas (acelerando la transición de cuantitativo a cualitativo, digitalizando y descontaminando) y, además, está obligado a contarlo de otra manera. De lo contrario, si no se hace la pedagogía necesaria, la lengua de fuego de la turismofobia —con el alquiler vacacional en lo alto del cartel— terminará desbocándose. Son años exigentes, y desconcertantes. El éxito (del turismo) es percibido como una amenaza. Está sembrándose confusión. Se alimenta peligrosamente que el turismo, lejos de ser la solución (lo es), representa el problema. El desafío de la política canaria es doble.

Foto: Inquilinos de pisos turísticos.

Debe evitar que la hipertensión madrileña se cuele en la escena regional (el debate de estos días será un buen termómetro) y, en paralelo, tiene que poner de su parte para que los debates abiertos a pie de calle se muevan en el tono adecuado, con sosiego, con madurez y realismo. Emergencias como la hídrica o eléctrica no pueden abordarse con hipertensión. Hay que dar pasos, y tomar decisiones, pero sin caer en alarmismos muchas veces interesados.

La resignificación es vista por los psicólogos como esa capacidad de otorgar un sentido distinto al presente tras una interpretación diferente del pasado. Si Canarias dejó de ser un territorio sin futuro fue gracias al turismo, no cabe otra lectura. Pasado, presente y futuro deben razonarse dándoles el sentido adecuado, y no, como algunos pretenden, interpretándolos torcidamente, con mensajes tan extremos como inexactos. Si la política canaria no da con el tono adecuado, puertas adentro y afuera, la hipertensión causará un destrozo que costará décadas cicatrizar.

El enquistamiento de la hipertensión política tiene, entre otras consecuencias, la normalización de las anomalías. Cuando la crispación es crónica, lo ordinario adquiere apariencia de extraordinario, y lo razonable amanece con aspecto de excepcional. La polarización es la aluminosis del forjado institucional, lesiona el hormigón y provoca que el diálogo enferme. La política española se ha resignado, vive con la presión de los vasos sanguíneos demasiado alta; pero, lejos de mejorar sus hábitos, el bipartidismo fomenta la hipertensión porque los guionistas orgánicos están convencidos de que la bronca dinamiza y moviliza.

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