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Antoni Fernàndez Teixidó

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Los programas importan y tienen consecuencias

Si las ideas no importan, si los programas no tienen relevancia, si la voluntad de entender y pactar no están en el orden del día, acabar con esta angustiosa situación va a ser imposible

Foto: Los candidatos a la Generalitat de Cataluña antes del 'Debat de La 1'. (EFE)
Los candidatos a la Generalitat de Cataluña antes del 'Debat de La 1'. (EFE)

Conviene tener claro que la consecuencia más funesta del largo 'procés' ha sido una Cataluña profundamente dividida y ásperamente enfrentada. Esa es la secuela más peligrosa. Incomoda admitir la creciente existencia de una sórdida crispación en la convivencia. Se manifiesta con un estado de irritación contenida en la ciudadanía, de puertas adentro; explícita y agresiva, de puertas afuera. La tolerancia, la crítica aceptación del punto de vista ajeno y el respeto incondicional no pasan por su mejor momento en Cataluña.

La segunda característica sobresaliente del 'procés' es la asunción normal de aquello que no lo es. El relativismo ha tomado carta de naturaleza en buena parte de la ciudadanía. El menosprecio, cuando no desafío abierto, al Gobierno, la ley, los tribunales, y en suma, a la Constitución y al conjunto de instituciones españolas, es prueba inequívoca de una mayúscula desafección. Esa actitud no abarca al conjunto, pero se ha instalado en sectores significativos y dinámicos de la sociedad. A la vanguardia de esta impugnación se encuentran decenas de miles de maestros, profesores universitarios, periodistas, intelectuales, artistas, estudiantes y pequeños empresarios. Ignorar, como se hace a menudo, esta realidad tan palpable en el país, solo conduce al enquistamiento inevitable de dos Cataluñas alteradas y profundamente enfrentadas. He escrito en esta misma columna que llevará tiempo revertir el actual estado de cosas; pero esta es una tarea ineludible.

La pésima evolución de la economía catalana, el empleo, los pasos atrás en el ámbito sanitario y educativo no han concitado críticas de entidad

Quiero hoy puntualizar que la durísima confrontación —y me temo que no va a disminuir— ha ocultado, ha disimulado, tres grandes debates. El primero de ellos es la explicitación formal de hacia dónde nos lleva la independencia. No de cuáles eran las aspiraciones, sino de cuál iba a ser el destino final de tan singular trayectoria. Sorprendentemente, se ha producido poca reflexión sobre la cuestión, más allá de los afortunados esfuerzos de algunos profesores y analistas. La sociedad no ha parecido estar interesada en el asunto.

El segundo debate ignorado tiene que ver con la inexistencia de un balance político preciso de la obra de los gobiernos de estos 5 años. El último de Artur Mas y el de Carles Puigdemont han registrado un escaso escrutinio de méritos y errores. La pésima evolución de la economía catalana, el empleo, los pasos atrás en el ámbito sanitario, educativo y social, el papel de Cataluña en España y su proyección en Europa no han concitado críticas de entidad. Pocos han perdido tiempo en argumentar aciertos y errores. El balance es decepcionante, pero en el imaginario colectivo esta es una afirmación que, si acaso importa, es discutible.

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El tercer debate omitido lo vivimos en las presentes elecciones. Si analizamos los programas políticos de los partidos que contienden, observaremos que los objetivos, tareas y mecanismos de resolución de los problemas concretos que afectan a los ciudadanos ocupan poco espacio, como si no importaran las serias dificultades a las que empresarios, trabajadores, parados, enfermos, funcionarios, ancianos, etc. tienen que hacer frente.

Poca atención merece lo que debería ser el hilo conductor de la acción política sometida a votación tras una campaña electoral. Asistimos inermes a una pugna sin cuartel entre las aspiraciones de partidos que forman bloques, respecto a lo que parece ser la única cuestión que verdaderamente importa: independencia y república, sí; independencia y república, no.

Se discute de encuestas, de eventuales investiduras, de coaliciones, pero no parece que los programas políticos tengan que ver con el debate

En general, candidatos y candidatas han exhibido un menguado conocimiento riguroso de la realidad económica y social sobre la que se deberá trabajar a partir del día 22. Se discute, encarnizadamente, de encuestas, de eventuales investiduras, de coaliciones de partidos, pero no parece que los programas políticos tengan nada que ver con el debate. Se habla de presos políticos, de gobierno en el exilio, de restitución gubernamental, de ataques demoledores a un candidato o a otro. Una batahola insensata de ruido y crispación que aporta bien poco al sosiego político que la presente situación requiere.

¿Cuáles son las razones de fondo de este proceder? Son varias, pero me gustaría destacar las que siguen: la contienda nos afecta a todos; clases e individuos, pero es básicamente la clase media de la sociedad catalana la que está enzarzada en un debate ideológico sin fin. Lo que sustancialmente importa es el modelo nacional y el estatus ideológico, nacionalista de un signo u otro. Se ha aceptado, resignadamente, que en el combate político la verdad es relativa, y ha de ser presentada en función de su pretendida utilidad. No hay tiempo para perder en la verificación de la verdad o la mentira del relato político que se sustenta. Algunos suelen llamar a lo que describo postverdad. Los trabajadores, amplísima clase en la sociedad catalana, asisten desconcertados e indiferentes a tanto enfrentamiento producto del debate esencialista.

placeholder Imagen de archivo de una manifestación independentista en Barcelona. (Reuters)
Imagen de archivo de una manifestación independentista en Barcelona. (Reuters)

El tortuoso 'procés' padecido en Cataluña ha privilegiado las emociones. Un pueblo como el catalán, profundamente emotivo y sentimental, ha ido acumulando, o esa es la impresión de los catalanes, una larga lista de agravios de calado diferente. Quien apela a la razón y propone la contención de la emoción es un sujeto sospechoso de comulgar con el presente 'statu quo' y con aviesas intenciones.

Otra de las razones decisivas es la resurrección del imaginario nacionalista radical en sus dos modalidades principales, el catalán y el español y el recuerdo magnificado del ideal republicano y de las consecuencias de su derrota en nuestra guerra civil. No es ese un tema que afecte solo a mayores con mejor o peor memoria. Personas que ni vivieron la posguerra se debaten enfrascadas en arriesgadas y tópicas interpretaciones de la guerra civil, el franquismo y la Transición. Quien pensaba que esta etapa de la historia de España estaba amortizada, descubre hoy, sorprendido, que no es así.

Personas que ni vivieron la posguerra se debaten enfrascadas en arriesgadas interpretaciones de la guerra civil, el franquismo y la Transición

La última razón es que en una parte relevante de catalanes y catalanas ha crecido una hostilidad e incluso desprecio por aquello que España significa. Las raíces materiales de esta actitud merecen otro artículo entero, pero hay que aceptar, para poder corregir si se desea, que ha crecido desbocada la impugnación de lo que España representa. Se ha echado mano de simplificaciones intolerables con un estallido de tópicos vulgares en España y en Cataluña. Aquí sin rebozo alguno, se considera que el PP es un partido franquista, que Rivera es un exponente actualizado del primorriverismo, que el PSC es anticatalán por su relación con el PSOE y que la aplicación del 155 y la devolución de las obras de arte de Sijena, son pruebas inequívocas de una conspiración alentada por los últimos gobiernos españoles contra Cataluña. Difícil de creer, pero rigurosamente cierto.

Así están las cosas y es mejor que miremos la realidad de frente, si queremos cambiarla. Si se sigue con el encastillamiento de dogmas y prejuicios en los partidos independentistas y unionistas, la derrota de Cataluña y de España está servida. Si las ideas no importan, si los programas no tienen relevancia, si la voluntad de entender y pactar no están en el orden del día, acabar con esta angustiosa situación va a ser imposible. He sostenido en las últimas semanas, que después del 21-D nada cambiará sustancialmente. Pueden creerme, deseo equivocarme, pero sospecho que si el objetivo final de unos y otros es la derrota inapelable y humillante de los adversarios, de un bloque o del otro, Cataluña será ingobernable. El 'procés' no finalizará, el 155 seguirá presente y 2018 será año de nuevas elecciones. Perdida la esperanza de un debate serio y profundo sobre qué hacer y cómo, sugeriría, no obstante, que lo sigamos intentando con convicción y con un punto de obstinación hasta el final.

Conviene tener claro que la consecuencia más funesta del largo 'procés' ha sido una Cataluña profundamente dividida y ásperamente enfrentada. Esa es la secuela más peligrosa. Incomoda admitir la creciente existencia de una sórdida crispación en la convivencia. Se manifiesta con un estado de irritación contenida en la ciudadanía, de puertas adentro; explícita y agresiva, de puertas afuera. La tolerancia, la crítica aceptación del punto de vista ajeno y el respeto incondicional no pasan por su mejor momento en Cataluña.

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