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Antoni Fernàndez Teixidó

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En defensa de la división de poderes

Si los graves conflictos que se dirimirán entre Cataluña y España no pueden ser juzgados por jueces independientes y reconocidos, el camino recorrido desde la Transición hasta hoy resulta intransitable

Foto: Fotografía de archivo, tomada el 15/11/2018, del juez Manuel Marchena. (EFE)
Fotografía de archivo, tomada el 15/11/2018, del juez Manuel Marchena. (EFE)

Se ha descrito, exhaustivamente, la grave situación por la que atraviesa la Justicia española. No entraré en el prolijo relato de los hechos, pues son sobradamente conocidos. Era impensable hace muy pocos años, el momento que vive el Tribunal Supremo y las consecuencias que de él se derivan. Se abatían las críticas sobre los ejecutivos y los legislativos del país, pero el Poder Judicial gozaba de una relativa buena salud. Decisiones controvertidas, giros inesperados, declaraciones inoportunas, han ido creando un alarmante clima de desconsideración hacia la labor de la judicatura, en general, y de algunos jueces, en particular. En los últimos meses, el vértigo de la degradación ha sido extraordinario. Las recientes actuaciones del Tribunal Supremo, y la formulación del pacto PSOE-PP, respecto de la remodelación del Tribunal, han contribuido a una visión muy crítica por parte de la ciudadanía. La ponderada reacción del juez Marchena, negándose a presidir el futuro Consejo del Poder Judicial, ha llevado al límite la percepción de una crisis aguda.

No obstante, conviene dejar claro que el juez Marchena ha actuado correctamente, y que su decisión, muy difícil de tomar, le honra. No solo tenía que salvar su prestigio personal, se trataba de defender la presunción de independencia de todos los jueces. Como un elemento constitutivo e insustituible del estado de derecho, los demócratas tenemos clara la separación de poderes y la independencia judicial. Es un principio inviolable que da carta de naturaleza a una democracia avanzada. Esta concepción principista se ha ido resquebrajando, y el sentimiento general respecto al imprescindible papel de los jueces y la justicia se ha ido degenerando progresivamente.

Son muchos los españoles que de buena fe no quieren aceptar que aquel principio democrático debe ajustarse a la realidad social que vivimos

Cuesta hoy, convencer a propios y extraños de que aquel principio está sólidamente asentado en nuestro ordenamiento político. He sufrido en carne propia la respuesta airada en muchas ocasiones a mi determinación de acatar toda sentencia, y no discutir sus términos públicamente. Hace unos años esa era una actitud ampliamente aceptada y hoy, buena parte de nuestros conciudadanos cree que esa realidad no se compadece con la interpretación de los hechos del día a día. Son cada vez más el número de actores, políticos, intelectuales, académicos, líderes de opinión, periodistas, etc. que defienden la tesis contraria, y profieren sus ataques al Poder Judicial sin demasiadas contemplaciones. Detrás de estas actitudes anidan intereses particulares muy diversos, no siempre legítimos. Sin embargo, son muchos los españoles que de buena fe no quieren aceptar que aquel principio democrático no solo es esencial, sino que debe ajustarse a la realidad social que vivimos. Con buena fe o sin ella, el ataque a la Justicia española es el más grave y peligroso de todos los pleitos que el país tiene planteados, y las consecuencias son de una gravedad extraordinaria. Si no se ataja el problema con firmeza, el sistema está en peligro.

Cataluña es un claro ejemplo. Ligado al desarrollo del 'procés', los líderes independentistas han usado y abusado de los ataques a la Justicia española en su conjunto. No se ha desperdiciado ni una sola ocasión; se han aprovechado todas, desde las resoluciones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre de 2017, hasta la proclamación de la república catalana. Todo ha consistido en un poderoso desafío al Estado, y específicamente contra uno de sus poderes, el judicial. Se ha repetido hasta la saciedad, que los jueces no pueden juzgar ni sancionar aquello que el pueblo decide, que la voluntad popular, expresada en términos jurídicos, políticos y sociales, está por encima de la legalidad, entendida en términos clásicos, y que entre legitimidad y legalidad, siempre la primera debe resultar vencedora. Miles de ciudadanos en Cataluña se refieren con desprecio a una Justicia española de baja calidad. Con el gobierno del PP y con el del PSOE, parecen creer que la justicia es un mero instrumento de sus decisiones políticas, y que la independencia judicial como tal, ni existe, ni va a existir. Solo desde este prisma, pueden entenderse las constantes apelaciones del 'president' Torra a que se desoiga la sentencia que, eventualmente, los jueces puedan producir sobre los políticos catalanes presos el próximo año.

Miles de ciudadanos en Cataluña se refieren con desprecio a una Justicia española de baja calidad

La crisis de los últimos días, el pacto PP-PSOE y la decisión del juez Marchena, han supuesto una nueva escalada del independentismo catalán en la denuncia y descalificación de toda la Justicia española. Aunque parece que acabamos acostumbrándonos a todo, ¿hay que aceptar las desabridas invectivas del máximo representante del estado español en Cataluña, respecto de otro poder del estado como el judicial? ¿Se puede aceptar sin más que el presidente de Cataluña advierta que si no se produce la absolución de los líderes independentistas presos, no se reconocerá el fallo de la justicia? Ese perverso relato goza en Catalunya de más complicidades de las que Uds. puedan imaginar. Eso es debido a dos factores: el carácter temerario y revolucionario del separatismo catalán, y el progresivo descrédito, a ojos de los catalanes, de las instituciones españolas, y en particular, de su Poder Judicial. Su entrega incondicional al poder político se da por descontado.

En mis artículos, no suelo expresar una opinión política en términos alarmistas. Ni conviene, ni ayuda, pero siento hoy la necesidad de decir que de las múltiples crisis que enfrenta el estado español, la de la justicia es la más decisiva y preocupante. Con seguridad, esta es más grave todavía que la del conflicto catalán. Con jueces honestos, independientes y respetados, nada está perdido. Con políticos honestos, inteligentes y audaces, podemos avanzar. En última instancia, si los graves conflictos que se dirimirán entre Cataluña y España, hoy y en los próximos años, no pueden ser juzgados por jueces independientes y reconocidos por todos, el camino recorrido desde la Transición hasta nuestros días resulta intransitable. No hemos llegado hasta aquí para cuestionar sistemáticamente todo lo que hemos hecho, impugnar los elementos más positivos de ese balance, y dudar por donde debemos seguir. Aceptémoslo, probablemente, ese es el reto más grave que enfrenta la democracia española y urge resolverlo de inmediato.

Se ha descrito, exhaustivamente, la grave situación por la que atraviesa la Justicia española. No entraré en el prolijo relato de los hechos, pues son sobradamente conocidos. Era impensable hace muy pocos años, el momento que vive el Tribunal Supremo y las consecuencias que de él se derivan. Se abatían las críticas sobre los ejecutivos y los legislativos del país, pero el Poder Judicial gozaba de una relativa buena salud. Decisiones controvertidas, giros inesperados, declaraciones inoportunas, han ido creando un alarmante clima de desconsideración hacia la labor de la judicatura, en general, y de algunos jueces, en particular. En los últimos meses, el vértigo de la degradación ha sido extraordinario. Las recientes actuaciones del Tribunal Supremo, y la formulación del pacto PSOE-PP, respecto de la remodelación del Tribunal, han contribuido a una visión muy crítica por parte de la ciudadanía. La ponderada reacción del juez Marchena, negándose a presidir el futuro Consejo del Poder Judicial, ha llevado al límite la percepción de una crisis aguda.

Manuel Marchena Tribunal Supremo