Luces Largas
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Cuando el miedo lo gobierna todo
Vivimos un momento marcado por el signo del temor, filtrado por todos los ámbitos de experiencia
Si hay algo que parece estar quedando patente hoy día es que comunicar no garantiza en modo alguno expresar algo significativo ni compartir a secas equivale construir algo compartible. En la política espectacularizada que impera actualmente se confunde la legítima demanda de participación y expresión, "tener parte" en procesos que nos afectan a todos, con una sobreactuación en el espacio comunicativo formado por las redes sociales, supuestamente más libre de mediaciones, más inmediato, pero caracterizado en realidad por un altísimo nivel de emocionalización que dificulta la argumentación en público, si se puede considerar argumentación muchas de las opiniones y creencias recogidas en ese fresco de pasiones que son Facebook, Twitter y similares.
Entre las emociones que colorean este abigarrado paisaje destaca sin duda el miedo. Vivimos un momento marcado por el signo del miedo, un miedo de diversas intensidades y modalidades, filtrado por todos los ámbitos de experiencia: el trabajo, la vivienda, las relaciones interpersonales, la concepción del futuro. Este miedo camina de la mano de dogmatismos inquietantes, germinados por la consideración a la baja de la potencia ética y política de la apertura de miras y por un claro menosprecio de la deliberación. Ni la misma ciencia, actividad pausada que requiere de tiempos de gestación dilatados, se salva hoy de la presión por pensar rápidamente y presentar resultados como quien rinde el tributo anual a un soberano feroz.
Comunicar no garantiza en modo alguno expresar algo significativo ni compartir a secas equivale construir algo compartible
Lo preocupante es que ya no es solo un problema de tiempo, sino de actitud. Produce miedo dudar y da pereza informarse adecuadamente para formar opiniones. Tendemos a cambiar, como sociedades, la experiencia constructiva de la duda por el exorcismo de la incertidumbre. Abrumados por la complejidad atribuida a todos los procesos sociales, el refugio de mucha gente es el repliegue defensivo: que otros piensen y que otros decidan. Apenas se usa ya la expresión 'beneficio de la duda', que al parecer ya no aporta ningún beneficio y la incertidumbre tampoco parece anunciar nuevos campos u oportunidades de acción, sino expresar más bien un miedo difuso y paralizante a la precariedad, que se extiende entre la población que se ha visto más afectada por la crisis.
Nuestras sociedades se encuentran cada vez más regidas por una constelación de emociones asociadas al temor. Una parte creciente de sus asustados integrantes expresa una demanda desmesurada de homogeneidad y seguridad, una búsqueda compulsiva de lo que reverbera mis prejuicios, un recelo al contagio por ideas que nos produzcan una disonancia cognitiva o por el estilo de vida de personas que no se parezcan a nosotros. En la base de todo ello, la emoción paralizadora por antonomasia: el miedo a tener que cambiar de opinión y temor a expresarla si discrepa del grupo de referencia, el deseo exasperado de certidumbre y de sanción positiva de los nuestros. La ansiedad por la identidad, como si dejar de ser "nosotros" significara literalmente dejar de ser. Ya solo por esta presión se explica una expresión tan inquietante como la de "muerte social". Los vínculos que nos unen con los demás pueden fácilmente convertirse en cadenas. Las mismas redes que prometían la multiplicación de puntos de vista pueden convertirse en redes de arrastre de bancos de seguidores.
El miedo a tener que cambiar de opinión y temor a expresarla si discrepa del grupo de referencia
En un mundo conceptualizado bajo el cálculo de peligros, tenemos miedo a ser víctimas de diversas desgracias, de un "mal" sin contornos ni forma, pero no sabemos cuánto mal puede esconder ese miedo. Según el filósofo Richard Bernstein, el nuestro es el tiempo de un "abuso del mal", abuso que se entiende como la utilización degradada del concepto "mal". En el marco del discurso generalizador que ganó impulso a partir del famoso "eje del mal" acuñado por Bush, más que esclarecer las fuentes del mal y sus remedios, se simplificaron los problemas bajo una lógica cainita: "o conmigo o contra mí", "nosotros frente a ellos", o "nosotros o el caos" (aunque como advertía magistralmente en 1975 una viñeta de la revista Hermano Lobo, ese "nosotros" puede ser el mismo caos). Entre el eje del mal de Bush y los "bad hombres" de Trump hay dos décadas en las que se ha consolidado una mentalidad atraída por los absolutos, simplista y maniquea, amplificada por la dinámica circular que se propicia desde las redes sociales. El idiota clásico, aquel que solo se ocupa y preocupa de sus intereses, desentendiéndose de la vida en común, es hoy el héroe de la gloria efímera de una ocurrencia gritona, irrespetuosa o autoritaria, magnificada hasta el infinito por medios de incomunicación. Ya no es simplemente un ignorante sino alguien que practica entusiásticamente la ignorancia inducida, la pereza intelectual autocomplaciente, el orgullo gárrulo. Que piensen otros y que me digan lo que tengo que pensar, prescriptores e 'influencers'. La sombría frase de Elias Canetti, "nada teme más el hombre que ser tocado por lo extraño" resume este clima. En un mundo donde nadie quiere ser tocado por lo desconocido no pueden existir piedras de toque que nos indiquen el valor de una idea o de un argumento.
Una sociedad que construye muros es una sociedad que posiblemente acabe decretando el toque de queda dentro de su propio reducto
El resultado cuaja paulatinamente en sociedades antipolíticas y miedosas, obsesionadas por el control y la seguridad, por el temor a los otros y a "lo otro" como fuentes permanentes de peligro. Esta reacción está cristalizando en un tipo de miedo que se gestiona políticamente, no para disolverlo sino para potenciarlo, ordenando el territorio y estructurando los tiempos sociales. Una sociedad que construye muros, de dudosa efectividad pero indudable teatralidad, como afirma la pensadora Wendy Brown, es una sociedad que posiblemente acabe decretando el toque de queda dentro de su propio reducto. El fin más probable de quien se defiende contra todo es terminar recluido en sí mismo. La cultura actual parece virar progresivamente hacia una cultura del miedo, gobernada desde y para producir el miedo. Cuando se reduce la interacción con otros a potencial permanente de peligro, toda experiencia que se pueda concebir en el espacio social se convierte en un algoritmo de riesgo, que ha de ser calculado y gestionado. En el marco de esta ingeniería social del miedo, la figura del Extraño y de lo ignoto deja de ser experimentada como novedad para pasar por la lógica de la identificación y neutralización.
Estando así las cosas, la tormenta perfecta entre crisis, desconfianza, resentimiento, desinformación, dogmatismo y, por encima de todo, miedo, se ha desencadenado y no será pasajera. La radiación de fondo que nos llega desde fuera es inquietante. Haríamos mal en dar por sentado que lo que estamos viendo por todo el mundo no pueda pasar aquí, como haríamos mal en despreciar las oportunidades de diálogo que aún nos quedan. Otros ya lo han pasado por alto con resultados desastrosos, como hemos visto con el ascenso al poder de líderes histriónicos y furiosos que han sorprendido con el paso cambiado a muchos. Concretamente, a muchos que con un punto de esnobismo y bastantes dosis de pereza habían abandonado toda esperanza ante los umbrales de la política institucional, de los tiempos lentos, de la deliberación. Reivindicar hoy el tiempo necesario para sopesar puede hasta ser visto como un acto subversivo. Debemos elegir entre el cultivo de dos temperamentos diferentes a la hora de entender el uso de la verdad: los que desean gritar verdades como puños o quienes prefieren encontrar verdades con la fuerza suficiente para detener esos puños. La partida está abierta todavía. Pero vamos contrarreloj.
Si hay algo que parece estar quedando patente hoy día es que comunicar no garantiza en modo alguno expresar algo significativo ni compartir a secas equivale construir algo compartible. En la política espectacularizada que impera actualmente se confunde la legítima demanda de participación y expresión, "tener parte" en procesos que nos afectan a todos, con una sobreactuación en el espacio comunicativo formado por las redes sociales, supuestamente más libre de mediaciones, más inmediato, pero caracterizado en realidad por un altísimo nivel de emocionalización que dificulta la argumentación en público, si se puede considerar argumentación muchas de las opiniones y creencias recogidas en ese fresco de pasiones que son Facebook, Twitter y similares.