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Dónde come McCoy | Así brilla Lúa, un restaurante que es más que una estrella
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Alberto Artero

Dónde come McCoy

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Ilustración: Irene de Pablo

Dónde come McCoy | Así brilla Lúa, un restaurante que es más que una estrella

Manuel Domínguez ha consolidado una oferta en la que combina buena materia prima y valentía en su ejecución, amor por la tradición y apuesta por la innovación, vuelta recurrente a las raíces y entrega sin miedo a nuevos predios culinarios

Foto: Imagen: Irene de Pablo.
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Conocí a Manuel Domínguez en un viaje que organizó Andrea Tumbarello con motivo de la inauguración de Don Giovanni en la Finca Cortesín. De ese viaje saqué tres conclusiones importantes: que la alta cocina lo es más cuanto más se humaniza; que, como en el periodismo, no se puede ejercer de cocinero, sino que se es, y que, como en toda obra de arte, en cada plato que se sirve en mesa va algo de su creador: recuerdos, experiencias, anhelos. Allí estaban, entre otros, Abraham García de Viridiana, César Martín, ahora en el gran Lakasa, el Kabuki Ricardo Sanz, que asumió el reto de vencer los miedos de mi mujer a la comida japonesa —y a fe que lo consiguió—, y el propio Manuel.

Por aquel entonces, su restaurante, Lúa, era un local minúsculo en la calle Zurbano en el que traía un poco de su Galicia natal a Madrid a la vez que comenzaba a desarrollar una propuesta gastronómica propia. Emprendedor como pocos, aprovechó el cierre precipitado de Zaranda, de Fernando Pérez Arellano, para dar el salto a su ubicación actual en la calle Eduardo Dato. Desde entonces ha llovido mucho y, por el camino, ha consolidado una oferta muy completa en la que combina buena materia prima y valentía en su ejecución, amor por la tradición y apuesta por la innovación, vuelta recurrente a las raíces y entrega sin miedo a nuevos predios culinarios. Y todo para diversión del comensal, sí, por supuesto. Pero, sobre todo, para disfrute propio.

Foto: Imagen: Irene de Pablo. Opinión
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Porque eso mismo es Manuel, un tipo al que le gusta lo que hace y al que la concesión de su primera estrella Michelin hace ya casi un lustro no solo no le sacó de su sitio, al contrario: en una decisión contra corriente, renunció al menú degustación como única alternativa para ofrecer al comensal, primero, tapas y medias raciones en barra y, posteriormente y a raíz del covid, una panoplia de platos en carta en donde lo ‘fácil’ y lo ‘imposible’ conviven codo con codo, convirtiendo su película en ‘apta para todos los públicos’. Si en algo se ha podido notar el regalo envenenado de la guía francesa, principio del fin para muchos, es en un salto de precios que se ve justificado, en contra de lo que es habitual, por la abundancia de unas raciones que las convierte en idóneas para compartir. No se asusten, pues.

Ya, ya, pero menos rollos, McCoy. Ahí… ¿qué se come?

Pues, miren, pueden hacer dos cosas.

La fácil, pedir el menú que, sin maridaje, sube a 78 euros. Consta de tres aperitivos (torrezno de pulpo; crujiente de tinta de calamar, purrusalda y anguila ahumada, y ceviche de lubina con salsa de tomatitos verdes y jalapeño, en nuestro caso, que tampoco nos volvieron locos); dos entrantes: la apabullante crema de ají de gallina con zamburiña, tallarines de sepia y chips de camarón, para llorar y no parar, y el increíble 'foie micuit' sobre empanada de pera y queso San Simón caramelizado, de a kilo; un pescado: la raya en 'caldeirada' sobre sopa de ibéricos, que sabe sacar partido a este pez, lo que no siempre es fácil; una carne que por sí misma justificaría tres visitas como es el cochinillo confitado en baja temperatura sobre puré de apionabo, de locos; un prepostre refrescante a base de manzana y menta, y, por último, el postre, en nuestro caso su versión de la tarta de Santiago, una suerte de 'coulant' que no deja indiferente ni mucho menos.

Todo a un nivel excelente, aunque, si le tuviera que poner un ‘pero’, sería la elección de los platos principales, donde eché de menos algo más de riesgo. La raya y el cochinillo son moneda corriente de menú en demasiados locales como para no cambiar un poco el paso. Dicho esto, se trata de una estupenda elección que combinamos con A tiro fijo 2012, vino mezcla de distintas variedades de uva gallega que Manuel tiene como ‘de la casa’ y que cumple con creces su papel.

La difícil, porque obliga a elegir. Tirar de carta. Aquí, se despliega un abanico de posibilidades que va desde cualquiera de las viandas comentadas con anterioridad, con su correspondiente grado de complejidad, a cosas tan sencillas, pero tan bien resueltas, como unas croquetas de jamón únicas en su especie; las bravas de carabinero, con un rebozado más sobrio que el de una tempura al uso y su dosis justa de picante; el pulpo 'a feira', de casta le viene al galgo; el salpicón de bogavante, cigala, carabinero y langostino, mimbres con los que no puede salir un mal cesto; los contundentes, pero exquisitos, callos con garbanzos; los tacos de rabo de toro con carabinero, apuesta original sobre la que hubo división de opiniones; un lomo de buey con patatas gallegas in-su-pe-ra-ble, o la rica ensalada de chocolate con frutos rojos, que de todo hay en este lugar. No se quejarán.

Carta de vinos rica en referencias, con sus correspondientes apartados de Ribera y Rioja pero sin renunciar a caldos interesantes de otras denominaciones de origen. Nosotros nos inclinamos, en una segunda visita sorpresa para mí, por un Ribera Sacra, La Lama 2017, que nos sirvió para la primera parte de la comida, y, a continuación, por El Señorito 2014, tempranillo de Tierra de Castilla que nos hizo buen apaño con los platos más potentes. El local está recién reformado y cuenta con un reservado muy chulo, que es el que preside su web y al que se accede por la cocina, donde no es difícil encontrar al gallego consultando cotizaciones bursátiles, que no solo de cocinar vive el hombre. Buen servicio, sin queja alguna. Al contrario.

Lo dicho, la estrella de Lúa brillaba desde mucho antes de que se la concedieran y, ahora que se la ha ganado por derecho, lo hace aún más. Manuel ha sabido liberarse de cualquier tipo de presión democratizando una propuesta gastronómica en la que es difícil que un cliente no encuentre encaje. Vayan, les gustará, palabra de McCoy.

La semana que viene más y, si cabe, mejor.

Conocí a Manuel Domínguez en un viaje que organizó Andrea Tumbarello con motivo de la inauguración de Don Giovanni en la Finca Cortesín. De ese viaje saqué tres conclusiones importantes: que la alta cocina lo es más cuanto más se humaniza; que, como en el periodismo, no se puede ejercer de cocinero, sino que se es, y que, como en toda obra de arte, en cada plato que se sirve en mesa va algo de su creador: recuerdos, experiencias, anhelos. Allí estaban, entre otros, Abraham García de Viridiana, César Martín, ahora en el gran Lakasa, el Kabuki Ricardo Sanz, que asumió el reto de vencer los miedos de mi mujer a la comida japonesa —y a fe que lo consiguió—, y el propio Manuel.

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