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Día mundial de los mundos
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Juan José Cercadillo

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Día mundial de los mundos

El libro nos trajo hasta aquí. Con un paseo a alguna librería y apenas unos pocos euros te sacas billete a esos mundos que nunca has tenido lejos

Foto: Una rosa sobre una pila de libros el día de Sant Jordi. (EFE/Enric Fontcuberta)
Una rosa sobre una pila de libros el día de Sant Jordi. (EFE/Enric Fontcuberta)
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El libro nos trajo hasta aquí. Poco homenaje es un día. Escribir es eternizar un pensamiento. Grabar de forma indeleble una conexión neuronal para disfrute, formación o inspiración de miles que nos sucedan. Saber en qué estaba pensando Aristóteles o Heródoto es la magia de conectar a todos los humanos del mundo en todo tiempo posible. Compartir conocimiento, inquietud o sentimiento nos han ido civilizando a lo largo de los siglos. Primero grabando en piedra y tiempo después entintando pergaminos, registrar la tradición, las leyes y los sucesos, tuvo durante mucho tiempo el sesgo de lo elitista. Escribir no era tan fácil. El monopolio productivo de esos signos convenidos para traducir la palabra se lo arrogó el poder político para controlar a las masas y aún más el religioso para controlar a las almas.

Foto: 10 libros para entender el mundo que viene. (El Confidencial)

No generalizando la enseñanza de la interpretación de los textos, urdieron un mecanismo que vuelve a usarse estos tiempos: el audio libro. Y que ha ido evolucionando a su reverso tenebroso: el Instagram o Tik Tok. Concentraron en las Iglesias la lectura de la palabra para asegurarse de que junto con lo que se te lea, te llevas la interpretación correcta sin que tu mente dispersa te genere duda alguna. Ahora las cascadas de vídeos no te plantean ninguna. Porque lo grande de la lectura, además de lo que leas, son las pausas que te quedan para que tu mente hable. Y eso no lo permitieron hasta la llegada de Gutenberg. Y se lo volverán a cargar con tantos millones de videos al alcance de la mano.

Ese trabajo de construir una escena con cuatro o cinco descripciones da la libertad que necesita tu imaginación para poder seguir creciendo. Y ese mundo virtual que todos llevamos dentro es de verdad el suelo por el que nuestro ser transita. Más allá de lo que toco, vivo de lo que en realidad pienso. Y como para andar sin cansarse hay que entrenar al cuerpo, para pensar a lo grande hay que ejercitar el intelecto. Y no se conoce mejor método que interpretar la escritura. No existe mejor gimnasio que una buena biblioteca. De hecho vas progresando desde la lectura de infancia hasta intentarlo con Borges, Tolstoi, Proust o hasta con Joyce. Mejorando poco a poco tu calidad racional. Expandiendo con el uso la capacidad relacional que acaba construyendo una imagen o un concepto, al menos tridimensional, tan intangible como complejo, pero a la vez tan real.

Foto: Jorge Luís Borges. (Getty/Sophie Bassouls)

El fruto del intelecto crece hoy por todos lados, aunque no siempre por el bueno. Abonado por la técnica, la magia del movimiento va ganando sitio a lo estático. Hoy mil videos de diez segundos se digieren a diario gozando del placer falso de no hacer ningún esfuerzo para entender lo que ves. Ya sea un baile o un gato. La mente también es víctima del principio del ahorro de energía y se va volviendo vaga. Y el consumo compulsivo de imágenes ya creadas complica volver al mundo donde tú construyes algo. Donde interpretas unos datos, pero para aportar tú otros y dar con ellos sentido a un pensamiento complejo. Y placer a la contemplación del resultado, fruto, precisamente, del esfuerzo realizado.

Sea por Shakespeare o Cervantes, por San Jordi o por San Jorge, por el dragón o la rosa, por disimular o por marketing, tenemos la oportunidad de volver de nuevo a un libro. Una fiesta para celebrar de qué fueron capaces nuestros predecesores ordenando un mecanismo para traerles a una feria. Una efeméride para reeditar los buenos deseos del año donde no es difícil encontrar lo de leer a diario. Como nos gusta juntarnos, y nos motivan de lujo editoriales y teles, no hay que desaprovechar las ramblas y las casetas, los autores tan a mano, para hacerse con los básicos que nos permitan intentar volver a los buenos hábitos.

Foto: Los Reyes presiden la entrega del premio Cervantes, Peri Rossi (EFE)

Hay infinitas opciones. Todas menos la pereza. Hay que premiar con la compra, y mejor aún con la lectura, los esfuerzos del que deja sus interioridades transcritas. Hay que vivir sus vidas que una sola hoy es muy poca. Ahora que quieren vendernos ese mundo virtual, ese universo de datos, como si fuera novedad, volvamos al metaverso que nos quitó de animales. A nuestra mente volando por paisajes imposibles, por futuros improbables, por pasados inventados. A cambiar nuestra realidad con un parpadeo de ojos en cada salto de página. A vivir con la misma intensidad por las calles de Macondo o por los campos de La Mancha. A visitar y a gozar tanto universo paralelo almacenado en estantes. Con un paseo a alguna librería y apenas unos pocos euros te sacas billete a esos mundos que nunca has tenido lejos.

El libro nos trajo hasta aquí. Poco homenaje es un día. Escribir es eternizar un pensamiento. Grabar de forma indeleble una conexión neuronal para disfrute, formación o inspiración de miles que nos sucedan. Saber en qué estaba pensando Aristóteles o Heródoto es la magia de conectar a todos los humanos del mundo en todo tiempo posible. Compartir conocimiento, inquietud o sentimiento nos han ido civilizando a lo largo de los siglos. Primero grabando en piedra y tiempo después entintando pergaminos, registrar la tradición, las leyes y los sucesos, tuvo durante mucho tiempo el sesgo de lo elitista. Escribir no era tan fácil. El monopolio productivo de esos signos convenidos para traducir la palabra se lo arrogó el poder político para controlar a las masas y aún más el religioso para controlar a las almas.

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