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Cenar o comerme un chino
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Juan José Cercadillo

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Cenar o comerme un chino

Pato, pollo, vaca y cerdo en salseras combinaciones conforman el menú imperial que repito sin pudor los viernes o sábados de tener que ver la tele

Foto: Vendedores de comida ambulante en China. (EFE/How Hwee Young)
Vendedores de comida ambulante en China. (EFE/How Hwee Young)
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Anoche cené chino. Evidentemente, no me confieso practicante de la antropofagia, versión del canibalismo específicamente humano. Me refiero a que a tres toques de mi móvil, manjares milenarios importados del otro lado del mundo llegan a la puerta de mi casa en lo que tarda un 'rider'. Pato, pollo, vaca y cerdo en salseras combinaciones conforman el menú imperial que repito sin pudor los viernes o sábado de tener que ver la tele. Esos fines de semana que por fin prometen descanso y que en mi caso concreto coinciden con el estatus que, en 'viejuna' referencia, otorgábamos a los Rodríguez. Si la coincidencia cósmica hace que televisen alguno de los cinco grandes de la temporada de golf tengo todas las papeletas para hincharme la barriga a fuerza de la generosidad de las raciones en China.

Foto: Una persona se refresca en una fuente. (EFE/Rafa Alcaide) Opinión
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El arroz, los tallarines y el rollito de primavera ahogándose en su propio aceite completan una bandeja que, puesta entre el que suscribe y la tele, albergan las calorías que de normal se consumen en una semana sin frenos. La duración media de los partidos del US Open ronda las cinco horas, la retransmisión completa casi que llega a las nueve. Con gula y con paciencia avanzan los hoyos en Boston. Con precisión y estrategia avanza la ingesta en mi casa. Jon Rahm pega una madera de más de trescientos metros y yo en justa correspondencia me ventilo la ternera que chapotea en la salsa agarrándose a las verduras para no morir ahogada. Mc Ilroy se lía en el cuatro y aprovecho como un gamo para reponer la cerveza. Riego con Mahou las lindezas de la comida oriental en un gesto comprometido con aliar civilizaciones, que en la soledad de mi casa aspiro siempre a grandes cosas. Siempre que puedan rematarse sin alejarse del sofá, se sobrentiende.

El arroz se me hace bola y a punto estoy de 'droparme'. Me concentro, sin mi caddy, en la elaboración de las tortitas y que el pato laqueado tenga la alineación precisa. No es lo mismo, pero en un gran gesto de coraje el manjar acaba dentro. Jon hace su primer Eagle y yo mi primer viaje al baño aprovechando la vuelta para reponer bebidas que es importante hidratarse. Cojo ritmo al mismo tiempo que coge ritmo el torneo. Matsuyama en la pantalla renueva mi determinación de dar cuenta sin piedad del pollo que dicen que sabe a limón y a mí me sabe a mostaza. Se me atraganta una almendra. Casi no llego al congelador. El frío de la cerveza me salva de nuevo la vida. Y pensar que no hace mucho miré lo que costaba un desfibrilador portátil. Y con la lata de clásica apenas a sesenta céntimos.

placeholder Jon Rahm disputa el US Open.(USA Today Sports/John David Mercer)
Jon Rahm disputa el US Open.(USA Today Sports/John David Mercer)

Me enredo en los tallarines como Sergio García en la espesura del rought de ese campo tan bonito como infame. El The Country Club de Brokline se fundó en 1882 y todavía da guerra a jugadores de hoy, que para poder hacer el par tienen que desplegar sus mejores golpes. Jon patea en el 18 y yo remato mezclando los restos de todos los platos buscando la innovación que me anime a rematarlos. A estas alturas de ingesta y de sabores mezclados las texturas ya no importan, importa que no sobre nada que pudiera ofender a una República Popular con fama de represalias. Que yo no estoy para conflictos en mi semana de soltero, y menos internacionales, y uso TikTok con frecuencia. Con eso todo lo saben.

Dada cuenta, tras tres horas, de toda materia comestible, me doy cuenta de que es tarde, del perímetro de mi barriga, de que no quedan cervezas y de que siempre que me empacho paso una mala noche. Pero ese tremendo chute de glutamato monosódico que dicen que es la razón por la que vuelves a un chino compensa remordimientos, incertidumbres de sueño y susto sobre la báscula al levantarse mañana. Es una sensación agridulce la de estar lleno, y no solo por la salsa.

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A la mañana siguiente, cumplidas las predicciones, y con el 'timming' de sábado culmino otra tradición de complicada ejecución si no te encontraras solo. Café de litro con leche y bollo que lo empape todo mientras repaso la prensa con la calma de saber que el siguiente compromiso ya es de la próxima semana. Las noticias como siempre dibujan un panorama que te estropea el café. Elecciones que les gustan, discusiones que persiguen, dimisiones que no llegan, tonterías, niñerías y todo convertido en ofensa que justifique que sigan en sus posiciones de guerra en vez de coordinar un poco y mejorar las propuestas. Nada que mi estómago, aún lleno, no esté acostumbrado a aguantar. Y avanzo en el drenaje de la descomunal taza con bollos de las proporciones y recetas pasiegas adecuadas.

Hasta que se cruza en los titulares de sucesos la clausura de un matadero que sirve a restaurantes chinos. El listado de animales hacinados, si no muertos, me revuelve hasta los hígados. Patos, pollos, vacas, cerdos que no se encontraban solos. Gatos, perros y hasta burros completaban ese arca de muerte y de malos modos. Por la descripción escrita ya hubiera vomitado todo. Pero en curiosidad malsana visioné la grabación de los servicios del Seprona. Renuncio a la descripción por si hay alguien desayunando. Pero la dantesca instalación es tal compendio de aberraciones, de tan explícita actividad al margen, no ya de cualquier legalidad, sino de cualquier costumbre civilizada, que confío en la justicia y en el peso de la ley para los que no tienen ni pudor, ni ética, ni humanidad alguna. Porque hasta en la imprescindible muerte de los animales que alimentan se requiere un respeto más allá de las exigencias sanitarias. Cuchillos al retortero, tablas ensangrentadas, gatos colgados del cuello, cajas con restos de vísceras proclamaban con macabro orgullo la falta total de limpieza. Lo cruel de ese final de animales amontonados esperando ser los siguientes de ese holocausto orquestado para abaratar la carne merecen castigo ejemplar.

Foto: Foto: EFE/Cabalar

No digo que no vuelva a comerme un chino. Confío mucho en el de mi barrio. Pero si me cruzo al bestia causante de ese delirio de no ajustarse a las normas, igual me lo como crudo después de hacerle pasar por un perverso final como el que él ha promovido desde la mezquindad de unos céntimos.

Anoche cené chino. Evidentemente, no me confieso practicante de la antropofagia, versión del canibalismo específicamente humano. Me refiero a que a tres toques de mi móvil, manjares milenarios importados del otro lado del mundo llegan a la puerta de mi casa en lo que tarda un 'rider'. Pato, pollo, vaca y cerdo en salseras combinaciones conforman el menú imperial que repito sin pudor los viernes o sábado de tener que ver la tele. Esos fines de semana que por fin prometen descanso y que en mi caso concreto coinciden con el estatus que, en 'viejuna' referencia, otorgábamos a los Rodríguez. Si la coincidencia cósmica hace que televisen alguno de los cinco grandes de la temporada de golf tengo todas las papeletas para hincharme la barriga a fuerza de la generosidad de las raciones en China.

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