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Mucha, mucha, policía
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Juan José Cercadillo

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Mucha, mucha, policía

Entendí mejor la OTAN. Tarareé con Sabina todo su icónico final. Ese en el que se harta a decir: “Mucha, mucha, policía… mucha, mucha, mucha, policía”

Foto: Vista de la fachada del Hotel Intercontinental de Madrid blindado este miércoles por furgones de la Policía Nacional. (EFE/Luis Millán)
Vista de la fachada del Hotel Intercontinental de Madrid blindado este miércoles por furgones de la Policía Nacional. (EFE/Luis Millán)
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Con el hormiguero madrileño revuelto como en tormenta me vino Sabina a la mente. El azul municipal florece por las esquinas con los toques amarillos del chaleco reflectante. Brotan al menos por parejas, con su gorrita de plato, sus botas pantorrilleras y sus gafas negras de chulapo. Son una especie dioica, también les florecen hembras.

Se distinguen fácilmente por su chaleco abultado, por su coleta de trenzas y porque se las ve al mando. En su hábitat hay vehículos coronados de luciérnagas, conos de varios colores y vallas marcando el camino, el de no tener problemas. Están las asfaltadas praderas, a cuenta del abono de los agrónomos de la OTAN, plagadas de atractivos hibiscos, robustas dalias y bellas hortensias. Literalmente reventando andan todas nuestras esquinas, lejos ya la primavera, llenas de la flor azul que simbolizó el romanticismo. Alegorías de anhelo y amor a lo largo de los siglos, en soberbia paradoja con la misión que protegen y que hoy les alimenta.

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No sé si darán sus frutos, pero ahí están todo el día. Dando más color que olor y, esperamos todos, más servicio que el adorno. Concentrados en dar paso a sus congéneres en moto, andan la mayoría. Esos que van y vienen como locos derrapando por toda la Castellana. Como si fuera una pandilla repletita de macarras. Esos de azul más oscuro. Y con ribetes dorados. Con ese toque tan sutil, tan gualda y algo de rojo, que les confiere el apellido de autóctonos de la península. Esa flor que es nacional, de tallo y talle más grande, de más porte y peor portado. Esa flor ya tiene espinas y si te acercas demasiado, en esta época del año, puedes salir magullado. Cabreos uniformados en estas fechas tan tensas, dejan ver sus intenciones en cada gesto que sueltan.

Llevo unas broncas encima a cuenta de ser viandante o forzado motorista. Obligado a transitar por no desatender mi trabajo, incluso cuando nuestras calles devienen en altas cumbres, me han caído un par de riñas. Un cierto malencaramiento detecto en la policía. En la nacional, concretamente. Pareciera que el enfado le diera fluidez al tráfico, intimidara al rebelde o fuera a aplacar a un terrorista. Su talante es agresivo, con poca necesidad, yo veo. Uno me pegó unos gritos por no dejarle pasar que si me los pega mi padre acabo perdiendo los papeles, la compostura y la herencia. No le entendí bien del todo porque a lomos de mi moto portaba yo bajo el casco mis auriculares a tope. Quizá de ahí también su énfasis por no atenderle a la primera en la distracción auditiva que me produce el preludio de ese gran 'Money for Nothing' que un día me dará un disgusto.

Un cierto malencaramiento detecto en la policía. En la nacional, concretamente. Pareciera que el enfado le diera fluidez al tráfico, intimidara al rebelde o fuera a aplacar a un terrorista

Me acojonó el individuo. No incumpliendo regla alguna, la de los cascos no cuenta al no resultar a la vista, me vi por unos segundos recluido en celda apátrida amordazado y a oscuras. Tales fueron sus berridos. Entendí, a duras penas tras el fondo de la potente batería, el coro en falsete de Sting y el primer riff de Mark Knopler, que detrás venía alguien que no quería conocer nuestro tráfico habitual entre Colón y Cibeles en el horario de almuerzo. No viven la realidad esos que nos representan. Pero quizá sea nuestra culpa más que la culpa de ellos. Me pasó a unos centímetros un todoterreno negro al que le faltó abrir la puerta y derribarme del golpe en lance caballeresco de una justa medieval y traída a nuestros tiempos. Temí por mí y por mi montura, que es alquilada por cierto. El bufido de los doscientos caballos, con la blindada armadura, me hizo parar y distanciarme. La amenaza era real y la lucha similar al de los molinos y gigantes.

Encarando ya Cibeles quise girar a su izquierda. La voluntad o el comando de facilitarles la vida a los que más mandan de largo plantó a dos bicharracos con su chaleco antibalas a los mismos pies del carro de la diosa, que lo es, de la naturaleza y de todos los animales. Precisamente. Esos dos animalitos con porra de medio metro, cara de haber madrugado, de no cobrar mucha dieta y de cumplir con sus órdenes sin razonarlas siquiera, meneaban la cabeza en un giro sincopado que me mandaba hacia El Prado. -“Vivo ahí, señor agente”, les mentí como un bellaco. -“Circule, vulgar ciudadano” interpreté entre sus dientes. Mi breve intento de charla se disipó en un segundo. Al primer paso del alto con el subfusil en los brazos. Rectifiqué el intermitente y pensé que no sería malo dejarme ver por Atocha y, rodeando el Botánico, subir por Alfonso XII. Total, ya llegaba muy, muy tarde.

En mi prisa innecesaria, y por evitar Carlos V, giré en un paso peatonal para, volviendo sobre mis pasos, acceder por Felipe IV, que es la trasera del Ritz. Doble error en un solo giro. Un municipal de libro me sorprendió en el semáforo con dos toques en mi espalda. “No puede hacer usted eso. Acompáñeme a la acera”. Haciendo corto mi cuento, el tipo de azul camelia me sermoneó un rato para al final decirme que no le quedaba tiempo para redactar el recaudo. Que tenía mucho lío vigilando aquel semáforo. Ojiplático y humilde, sonriente y regañado, reanudaba yo mi marcha hacia el inaccesible restaurante en plena Plaza Independencia después del primer error de la prisa innecesaria.

El segundo error fue de bulto. De bultos varios, mejor dicho. Los de los brazos y hombros estirando camisetas de antidisturbios ciclados. Y los de una barrera antitanques que me compuse en mi peli al ver tanto policía, tanto hormigón, tanto perro rodeándole muy serios al hotel atrincherado. Un poco como Pablo Iglesias, sin poder girar queriendo ni un poquito a la derecha, me encaré sin más remedio de bruces contra Cibeles. Y se repitió el encuentro. En mi segunda vuelta al Prado conseguí batir mi récord. Casi un segundo menos al dar el giro en Atocha. Continué resignado, retrasado y compungido, aunque orgulloso del récord, hasta coger Alfonso XII. Me dejé, hoy lo acredito, sin recorrer dos borbones del callejero completo.

Llegué a Aarde tan tarde que entré pensando en el postre, en que entenderían la excusa y que por tardón pagaría. Me llevaron a mi mesa. No había llegado ninguno. Yo seguía con mis cascos. Terminaba la canción 'Un pacto entre caballeros'. Entendí mejor la OTAN. Tarareé con Sabina todo su icónico final. Ese en el que se harta a decir: “Mucha, mucha, policía… mucha, mucha, mucha, policía”. Ahí me sonó el teléfono. Mis amigos atrapados entre Serrano y Velázquez, que si quería ir pidiendo.

Con el hormiguero madrileño revuelto como en tormenta me vino Sabina a la mente. El azul municipal florece por las esquinas con los toques amarillos del chaleco reflectante. Brotan al menos por parejas, con su gorrita de plato, sus botas pantorrilleras y sus gafas negras de chulapo. Son una especie dioica, también les florecen hembras.

OTAN Madrid