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El encierro de mi vida
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Juan José Cercadillo

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El encierro de mi vida

Cuando te quieres dar cuenta vislumbras al fondo del todo una plaza. Cruzas el portón del miedo de cumplir cincuenta años. Ves la arena, ves la plaza y quieres seguir corriendo, pero ya no queda nada

Foto: Los mozos corren delante de los toros en el tercer encierro de San Fermín 2022. (EFE/Jesús Diges)
Los mozos corren delante de los toros en el tercer encierro de San Fermín 2022. (EFE/Jesús Diges)
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La vida es un encierro. De chupinazo a fin. Corremos entre las vallas de nuestra propia existencia. Perseguidos por serias amenazas durante todo el camino. Y rodeados de cabestros para aturdirnos a todos. Nos abrimos paso a empujones de nuestra propia supervivencia. Frenéticos y uniformados resbalamos en las curvas, tropezamos con los otros, avanzamos sin remedio y sabiendo que no hay vuelta. Dos minutos como máximo que se nos hacen eternos. Eso si tienes la suerte de llegar hasta la plaza.

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La cuesta de Santo Domingo es nuestra primera infancia. Rápido y enérgico tramo, ligeramente escarpada. Corres por intuición y no te falta el aliento. Te han dado ventaja los males, que escuchas, todavía suficientemente a lo lejos. Pocos te miran correr y sientes que son todo ánimos. Aprendes por imitación con más sonrisas que lágrimas. Y la temprana inconsciencia te va llevando en volandas a una de las primeras curvas, cuando la adolescencia llega.

Curva hacia el Ayuntamiento. La carrera ya es pelea. No tienes suficiente hueco para la velocidad que esperas. Los agobios son profundos. Los codazos te revelan. Chocas con alguna barrera incontrolada la inercia. Empiezas a sentir el aliento y las pisadas de Miuras. No es ayuda, es competencia esos vestidos de blanco huyendo de tanta amenaza, tan veloz como tan negra. No valoras la belleza concentrado en dar tus pasos. Ves todo un poco borroso. Mucho ruido, mucha valla. Es cuando te das cuenta que el camino está trazado. Que no sirve si te paras. Que los toros, si te pasan, vuelven de nuevo a la carrera en el bucle que es la vida, de esa ganadería infinita que llamamos los problemas. Y tienes que seguir corriendo, huyendo de las cornadas. Con recortes o en el suelo haciéndote pequeñito. Subiendo un rato a la valla para tomarte un respiro. Si las circunstancias te dejan.

placeholder Varios recortadores citan a un toro en Pamplona. (Reuters/Vincent West)
Varios recortadores citan a un toro en Pamplona. (Reuters/Vincent West)

Cruzas por Mercaderes en el tramo más bonito. Disfrutas de la carrera cogido un poco el tranquillo. Algaradas y banderas te dan fuerza y energía, eres joven, casi eterno, y fuerte para coger cualquier toro por los cuernos. Sin mirar aún atrás no te fijas en el giro de casi noventa grados que te va a dar la Estafeta. Si vas muy ensimismado te estrellas contra el vallado y te aplastan los problemas. Pasas, de un buen porrazo, de la bella cuesta abajo que ensancha el ayuntamiento al tramo que es cuesta arriba. No ves el fin de la calle y parece que jadeas. Empiezan a pesar las piernas cuando la juventud te abandona. Problemas que te resbalaban ahora resbalan por su peso y te aplastan o empitonan. Es esa curva que giras para encarar la madurez, la adultez y la idiotez de tener que seguir corriendo sin saber muy bien por qué. Miras atrás y no hay calle. Parece que nada de lo corrido sirviera. Hay gente amontonada y revuelta en sus problemas. Algunos se quedan ahí, debajo de alguno de ellos, aplastados por el peso de no saber evitarlos. Se atascan y el toro se encela. Y no pueden hacer nada.

Vuelves a mirar delante de ese futuro ya escrito. No sabes lo que te queda. Los gritos y la exigencia resuenan en tu cabeza. Sigue la gente corriendo. Un juego del calamar que hace correr… chorros de tinta. Con los que vas a emborronar, seguro, alguna parte de tu vida. Te fijas en los demás. Los hay que van a toda leche, los hay también paraditos. Ya dos tercios de carrera y deberías ir pensando en alguien que no seas tú mismo. Sientes el peso en los brazos. Una mujer, unos chiquillos, unos padres agotados. Corres ahorrando energía o al menos es lo que piensas. Sigues presenciando caídas. Ves como caen algunos por tropiezos de torpeza, por baches inesperados, porque hasta ahí llega su encierro, alguien lo habrá premeditado.

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Sientes algún pitón cerca. Sigues a la carrera. Igual disfrutas un tramo que toca apretar los dientes si se aproxima un morlaco. De repente te planteas si habría alguna salida. Si esas vallas de madera no son tan infranqueables. Si hay otras vidas fuera de ese torrente de gentes, de esa corriente que te arrastra a los mismos remolinos. Mismo estándar, mismos compromisos convertidos en riada por los que dejarse llevar tratando de seguir a flote. Te quedas mirando la orilla de fuera de la talanquera. Parece una playa tranquila donde poder reposar. Y, reposado, tú mismo. Pero te vence siempre más el miedo de no conocer al enemigo. A estos los vas lidiando, el otro es desconocido. Son como saltos mortales que no sabes dónde llevan. Ves que algunos si lo intentan, pero no sabes si salen. Un "me cambio de trabajo", un "no sigo con pareja", un "lo dejo todo y me largo". Dudas con cierta envidia y cierta frustración de no intentarlo. Son pensamientos que te duran poco más de unos segundos. Que revientan al galope los seis toros que te bufan.

Cuando te quieres dar cuenta vislumbras al fondo del todo una plaza, un mausoleo. El final de ese trazado que viene demasiado pronto. Un girito en Telefónica que encara la cuesta abajo que más rápido se pasa. Cruzas el portón del miedo de cumplir cincuenta años. Ves la arena, ves la plaza y quieres seguir corriendo, pero ya no queda nada. Se está acabando el encierro, tenías que ver tu cara. Eso que parecía eterno te ha arrojado en dos segundos al mismo centro del ruedo. Con más o con menos angustia respiras y tranquilizas tu corazón desbocado. Y te pones a pensar cuál será el siguiente paso. ¿Algún toro rezagado?

La vida es un encierro. De chupinazo a fin. Corremos entre las vallas de nuestra propia existencia. Perseguidos por serias amenazas durante todo el camino. Y rodeados de cabestros para aturdirnos a todos. Nos abrimos paso a empujones de nuestra propia supervivencia. Frenéticos y uniformados resbalamos en las curvas, tropezamos con los otros, avanzamos sin remedio y sabiendo que no hay vuelta. Dos minutos como máximo que se nos hacen eternos. Eso si tienes la suerte de llegar hasta la plaza.

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