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De líderes, personas y hackers rusos
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Juan José Cercadillo

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De líderes, personas y hackers rusos

Siempre hay un elegido, en democracia moderna, con la misión de esculpir, entre legislación y propuestas, el esquema de negocio, de poder, de educación y de familia que rija nuestros futuros designios

Foto: Primera ministra de Finlandia, Sanna Marin. (Reuters)
Primera ministra de Finlandia, Sanna Marin. (Reuters)
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Somos gente sometida a un listo que todo lo sabe. Delegamos el criterio en alguien más poderoso. Elegido por su fuerza en tiempos inmemoriales ahora resulta el electo fruto del duro trabajo de miles de sus afiliados, partidarios y asesores. Casi parecen elegidos hoy en día fruto de conspiraciones que lo aúpen a ese mando. Todos reclamamos al líder esa condición de faro porque no queda nada claro que aún no seamos más que unas cuantas manadas esparcidas por el mundo con ciertas ganas de pelea y muchas necesidades. Aunque algo hemos mejorado.

Foto: Cientos de personas en la playa de la Malvarrosa en Valencia. (EFE/Juan Carlos Cárdenas) Opinión
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Juan José Cercadillo

Millones somos los necios que referencian su estado a lo que pueda decidir uno que ha sido votado. Y votar es buena cosa. Hace pensar en opciones, hace pensar que entre todos tendremos mejor criterio. Es la sabiduría de rebaño. Esa que en media aritmética acierta con precisión el peso de cualquier vaca, el número de chucherías encerradas en un bote o el tiempo que haga mañana.

Repartimos entre todos el peso de decidir quién comanda hacia el futuro la ruina que nos rodea

Repartimos entre todos el peso de decidir quién comanda hacia el futuro la ruina que nos rodea. Por razones variopintas le otorgamos ese mando. Por tener mejor criterio, por gozar de argumentario y hasta por resultarnos bello. Ahora que la fuerza bruta, la experiencia en la pelea, ha pasado a mejor vida, mejoramos el sistema cediendo nuestros designios a quien mejor parece que se explica.

Es la valiosa verborrea, la eficaz grandilocuencia, el poder de la oratoria, la atracción de la elocuencia, la hegemonía de la imagen la que construye el personaje que toma las decisiones de todo lo que nos venga. La locuacidad, el desparpajo y hasta la charlatanería humorística son cualidades al alza para el que quiera participar del grupo de los electos.

Foto: Pedro Sánchez y Begoña Gómez. (Reuters)

Y siempre hay un elegido, en democracia moderna, con la misión de esculpir, entre legislación y propuestas, el esquema de negocio, de poder, de educación y de familia que rija nuestros futuros designios. En estos estados modernos, de referencias democráticas, bien podríamos decir que son los Presidentes de Gobierno los líderes de nuestra tribu. Tienen la capacidad de cambio, el altavoz más potente, el púlpito y el puesto de mando. Decidan lo que decidan, van a cambiar nuestras vidas. Dios les pille confesados. Son lo que rellena un puesto, ya tan bien asimilado, con convicción y boato. Miran el mundo apoyados en ilustrísimos tratos que, de resultar tan rancios, resultan extemporáneos. Se hablan entre sus iguales, se creen anclados con poco a su pasado de barrio. Unos aprietan mandíbula, otros atusan mostacho, varios retocan flequillo, algunos componen coletas, todos miran de soslayo.

Es tan variopinto y heterogéneo el inventario de líderes modernos que no se pueden ni agrupar en pocas categorías

Ahí están los elegidos. Parecen que andan al mando. A mando le falta el prefijo de la a que le haga verbo. Y al pasar de mandar a amar –amando- captarían mi atención y tendrían más respeto. Porque es desde el amor sincero, la vocación de servicio, desde donde se debería siempre de gobernar al resto. Lejos está de pasar si revisas cualquier lista. Es tan variopinto y heterogéneo el inventario de líderes modernos que no se pueden ni agrupar en pocas categorías.

De casi ancianos a millenials. De estudiosos a clase obrera. De la élite a activistas. De economistas a artistas. De mesiánicos a de barrio. De herederos a indigenistas. Y de hombres a mujeres. Prueben a hacer su lista y tratar de componer su mínimo común denominador. Concluiremos diferente con toda seguridad. No alcanzo a identificar esa uniformidad en los que lideran que explique algún tipo de regla que determine su elección. Y eso a pesar de tenerlos escudriñados del todo. A veces hasta el ridículo.

Examinamos sus gestos, analizamos sus poses, indagamos su pasado, hurgamos su vida privada, y hasta escarbamos en sus mierdas si vemos que nos hace falta. Por amigo o enemigo siempre aparece el motivo de ponerles una lupa, de amplificar sus miserias. Acechan los carroñeros cualquier cadáver político que puedan llevarse a la boca. De esa voracidad resulta que nos comemos sus miserias servidas en la comida y la cena de cada telediario.

Foto: Sanna Marin, dando explicaciones tras su polémica fiesta. (Reuters)

En ese doble contexto de líder inexplicable, lo sigue siendo para algunos, y ventilador de detritos ha surgido una sorpresa. Para mí más que agradable. La presidenta finesa. A caballo entre una Rosalía y una Paz Vega cabalgaba imaginaria a lomos de una gran fiesta. Sin perderle la mirada a la cámara del selfie demostraba cualidades de presidenta… de peña. Un perreo de altos vuelos para una primera dama que ha hecho ladrar a muchos. A unos por sus virtudes de bailarina de barra, a otros por transgredir la imagen que se le otorga a un buen "primus inter pares". Sobre todo si, a la postre, resultas escandinava.

Sanna Marin está buena. Renuncio a los disimulos. La testosterona que queda manda más que mis principios. A alguien que baila así, siendo primera ministra, le presento mis respetos. Y casi mi candidatura a lo que tenga a bien o quiera. A secretario de estado, a chofer, limpiador o guardaespaldas. A amante o segundo marido. Me voy a hacer finlandés. Yo quiero esa presidenta. Naturalizado finés pediré a mis nuevos compatriotas una inmediata salida del euro sin fin económico. Quiero billetes con su cara, y con su cuerpo, en circulación. En circulación los billetes, porque en circulación su cuerpo igual ya es mucho pedir para un recién nacionalizado.

Foto: El presidente, Sauli Niinistö, y la primera ministra, Sanna Marin. (EFE/ Kimmo Brandt)

Asumo la crítica sensata que denuncie mi trasfondo patriarcal. Aniquilo, confesando sucumbir a su atractivo, cualquier posibilidad de demostrar algún criterio político lejanamente respetable. Basar un ideal socialdemócrata en esa mirada felina y desaforada de treintañera guapa, animada, según dicen, por cierta ingesta alcohólica me parece hasta mezquino. Pero estamos en agosto y mi criterio está laxo. He visto el vídeo seis veces. Ni una sola he repasado los logros de la buena de Sanna. Han dicho que sí a la OTAN y va más gente a Finlandia. No necesito más para ponderar sus sentadillas y sus mordidas de labio insinuando que vaya.

Repaso de nuevo la lista de mandatarios electos y matizo mi machismo enumerando tres nombres a todos los hackers rusos que lograron lo de Sanna: Trudeau, Macron y Pedro Sánchez. Creo que sería justo que sacasen a la luz esos momentos de asueto, de bailes desenfrenados, de descompresión destilada, de ser lo que son por dentro. Creo que a más de una, con mi mismo criterio laxo, le alegrarían la mañana. Y quizá demostrarían que hay al menos un común denominador entre primeros ministros: que si escarbas son personas. Y a mí eso me consuela.

Somos gente sometida a un listo que todo lo sabe. Delegamos el criterio en alguien más poderoso. Elegido por su fuerza en tiempos inmemoriales ahora resulta el electo fruto del duro trabajo de miles de sus afiliados, partidarios y asesores. Casi parecen elegidos hoy en día fruto de conspiraciones que lo aúpen a ese mando. Todos reclamamos al líder esa condición de faro porque no queda nada claro que aún no seamos más que unas cuantas manadas esparcidas por el mundo con ciertas ganas de pelea y muchas necesidades. Aunque algo hemos mejorado.

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