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Juan José Cercadillo

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Volver al colegio

Recuerdo mi ilusión al pasar la puerta verde que abrían los Salesianos cada siete de septiembre. Tengo una lista tan amplia de los deseos pensados que no dudaría un momento: quiero volver al colegio mañana por la mañana

Foto: Un padre lleva al colegio a su hijo en el primer día de clase. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Un padre lleva al colegio a su hijo en el primer día de clase. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Un aparcamiento de críos, un laboratorio de seres, un descansadero de padres, un almacén de futuros, una cárcel de cerebros. Un ring de peleas sociales, un lugar para el recreo, una prueba a los cobardes. Un fructífero invernadero dando sus mejores frutos o una piscifactoría masiva de producción de merluzos. Depende como te vaya el cuento y cómo les vaya a tus hijos. La fórmula de los colegios perdura y se sobrepone al aparente fracaso al que parece condenarnos la cómoda homogeneidad que pone trabas al talento. Esquemas encasillados en sucesiones de cursos, con temáticas definidas por poderes ideológicos de un imposible consenso, forman el laberinto del que no todos escapan. Una carrera de obstáculos desde septiembre hasta junio que con algo de descanso retomas durante años para llegar a algún sitio. Es la semana de vuelta. Con todas sus implicaciones, con todas sus repeticiones, con todos sus presupuestos. Se retoma la logística como cuando toca cosecha. A primeros de septiembre se recolectan los niños que van a hacer falta para una futura resiembra.

Foto: Igor Muñiz en la librería Muga de Vallecas. (A.F.)

Niños ilusionados, padres hartos del desgaste de llevar durante el verano esas mochilas andantes, que sonríen para dentro cuando consuman la entrega al horario del colegio. Guiño de alivio al maestro que se agarra a su vocación y a su sueldo para devolver la sonrisa. A veces con ganas, a veces con cabreo. Muchos, después de tantos años, con ciertos aires de rutina, sonríen menos.

Gastos, trabajos, atascos. Reencuentros, frustraciones, miedos o expectativas, en diferentes medidas, se dan en las combinaciones del 1,2 millones de estudiantes que en Madrid inician curso. Son muchos en proporción y determinan horarios, costumbres y rutas del resto. Miles de horas perdidas, también para los menos involucrados, afectados por lo lejos que suelen estar los colegios y por tener que llevarlos. Miles de horas ganadas en oficios y trabajos que alimentan el sistema. Profesores, celadores, conductores, limpiadores, cocineros. Y luego las horas extras rellenando extraescolares. Libros, bolis, uniformes, tablets y ordenadores, junto a cientos de ciertas tonterías, a caballo entre el no quedarse atrás tecnológico y las demostraciones de estatus.

placeholder Varios alumnos juegan en el recreo. (EFE/Ana Escobar)
Varios alumnos juegan en el recreo. (EFE/Ana Escobar)

Un lío que pesa mucho si te pones a echar cuentas. Ochocientos mil profesores, sesenta mil millones de euros que garantizan acceso a cierto reparto de cartas. En el juego del conocimiento el naipe que acabe tocando te hace ganar la partida. Y la inversión también suele dar, a la larga, mejor premio. No parece, desde fuera, que pueda resultar lo mismo hoy un colegio que otro. Y en ese objetivo de darles a todos lo mejor posible debería haber encuentro, coordinación y paciencia. Acuerdos a largo plazo ajenos a cuatrienios. Sin haber sido capaces de pensar en nuestros hijos siguen peleas y votos moldeando plastilina en vez de tallar en roca los valores, las ideas y el conocer de la historia que achique las diferencias en lugar de pronunciarlas… a gritos dentro de poco.

Ajenos a casi todo vuelve el estudiante al centro. Al centro de su casi todo. A medirse sus esfuerzos, a integrarse, a exigirse, a disfrutar del entorno. O prácticamente a lo contrario. A gritar sus desajustes, a hacernos ver su disgusto, a perder el tiempo como forma de protesta sabiendo lo que eso duele a quien lo hizo, o al revés no pudo hacerlo, hace unos pocos de años. Vuelve a su colegial universo tras otra vuelta de órbita que le ha hecho un poco más viejo por pocas cuentas que ahora le esté echando al evento.

Foto: La ministra de Educación y Formación Profesional, Pilar Alegría. (EFE/Fernando Villar)

Supongo que volverá a ese peculiar olor de pupitre de madera ligeramente carcomido, de tapa de tabla llena de cicatrices arañadas con una infantil navaja. Llena de tatuajes con mensaje, hechos con el cuidado de no verse sorprendido, en el rebelde acto de dejar algo de tu impronta en esa tabla inclinada y amarrada con bisagras. Supongo que volverán reconociendo ese aroma de la clase mitad papel, mitad ceras, mitad sudor, mitad ganas, que te parecía diferente si te cambiaban de aula. Volverán con la ilusión de ver que no falte nadie, con la expectativa de conocer a algunos profesores nuevos de los que ya sabes algo. Con la intriga del horario, de una nueva asignatura o de algún recién llegado.

Volverán a esos asientos minúsculos, a esas clases atestadas, a profesores iracundos y a curas con mala fama. Volverán a la lectura de tus malas notas en público, a algún que otro pescozón por una risa a destiempo, a verte fuera de clase por dudar en religión. Volverán a la gimnasia de darle diez vueltas al campo, estrellarse contra el plinto y dejarse desolladas las manos en una soga intentando remontarla. A la explicación de biología con un dibujo en la pizarra a mano alzada de Doña Ana. A las matemáticas de Don Antonio de robotizarnos los cálculos, de memorizarnos las fórmulas, sin entender sus funciones ni vislumbrar aplicaciones más allá de perseguir buena nota. Al aburrimiento de música que, ya tiene mérito, conseguía con su desidia Don Álvaro todos los días.

placeholder Un grupo de niños se arremolina en el pasillo de un colegio. (EFE/Catrinus Van Der Veen)
Un grupo de niños se arremolina en el pasillo de un colegio. (EFE/Catrinus Van Der Veen)

Y volverán al estrés del recreo en solitario, de no dejarte jugar, de defender tu bocata corriendo como fue mi caso. Canicas, hinque y las chapas, con periodos de peonza, dependiendo de la época y de la climatología. Volverán a la tensión de poder hablar de las primeras cosas que no te contaban tus padres. De creerte más mayor a cuenta de unas caladas, de alguna que otra pelea siempre bien organizada. Incluso algunas emboscadas que te pillaban por sorpresa que también ponían su salsa.

Creo que nada de esto estará pasando ahora. Ahora será más complejo, más duro, más competencia. No le arriendo la ganancia a quien vuelva hoy al colegio. Pero recuerdo mi ilusión al pasar la puerta verde que abrían los Salesianos cada siete de septiembre y hoy, encallado en el atasco, sueño con el genio de la lámpara saliendo del café con leche. Tengo una lista tan amplia de los deseos pensados que no dudaría un momento: quiero volver al colegio mañana por la mañana.

Un aparcamiento de críos, un laboratorio de seres, un descansadero de padres, un almacén de futuros, una cárcel de cerebros. Un ring de peleas sociales, un lugar para el recreo, una prueba a los cobardes. Un fructífero invernadero dando sus mejores frutos o una piscifactoría masiva de producción de merluzos. Depende como te vaya el cuento y cómo les vaya a tus hijos. La fórmula de los colegios perdura y se sobrepone al aparente fracaso al que parece condenarnos la cómoda homogeneidad que pone trabas al talento. Esquemas encasillados en sucesiones de cursos, con temáticas definidas por poderes ideológicos de un imposible consenso, forman el laberinto del que no todos escapan. Una carrera de obstáculos desde septiembre hasta junio que con algo de descanso retomas durante años para llegar a algún sitio. Es la semana de vuelta. Con todas sus implicaciones, con todas sus repeticiones, con todos sus presupuestos. Se retoma la logística como cuando toca cosecha. A primeros de septiembre se recolectan los niños que van a hacer falta para una futura resiembra.

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