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Calabazas a los muertos
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Juan José Cercadillo

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Calabazas a los muertos

Que celebremos a brujas, que destripemos calabazas, que americanicemos la burla, podría ser bienvenido como válvula de escape pero no de tapadera. Nada debería ocultar que algún día moriremos y que otros ya no están

Foto: Una mujer visita la tumba de un familiar en el cementerio de la Almudena. (EFE/Mariscal)
Una mujer visita la tumba de un familiar en el cementerio de la Almudena. (EFE/Mariscal)
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Mi abuelo se murió temprano. Joven para ser preciso. La carga de una carretilla, en su triple pluriempleo, reventaron las venillas que colapsaron su cerebro y colapsaron la familia. No tendría yo nueve años. El llanto desconsolado de mi padre en la noticia aún lo tengo grabado. Ese romperse por dentro de un hombre con tal coraza fue mi primer entendimiento de la levedad de la vida, de lo efímero de nuestro paso por la suerte de este mundo. Por largos que se me estuvieran haciendo aquellos días por culpa de algún cabrón que reventaba mis recreos, esto parecía no durar mucho.

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Sin estar autorizado a usar tópicos ni eufemismos, detectas con siete años de forma pueril y simple, pero de forma muy clara, la única consecuencia real que nos genera la muerte: la ausencia. No es que le viéramos mucho pero nunca volví a verle. No estás para otras conclusiones y te fijas en lo físico. Y en lo simple está lo cierto y no solo para los niños. Esa desaparición abrupta y ése desazón paterno fueron mi primer encontronazo con lo que significa la muerte. Suerte de haberme enfrentado a muy pocas prematuras después de la de aquel día.

Algunos meses más tarde, empacados los nueve en el carro de combate que parecía nuestro Seat 1500, apretado y entre primos, llegamos a un cementerio de extensión de ciudad grande, donde lápidas o nichos parecían formar barrios. Los había colmatados y otros más residenciales. Había grandes avenidas donde se alojaban mausoleos pretenciosos y sobreadornadas criptas de los pudientes en vida que se creen que siguen ricos cuando les alcanza la muerte. Y pequeñas callejuelas donde hornacinas y hoyas se apilaban con la práctica misión de darle tierra a nuestros huesos optimizando el terreno, ahí donde el urbanismo de decesos permite levantar alturas.

placeholder Vista del cementerio de la Almudena. (EFE/Luis Millán)
Vista del cementerio de la Almudena. (EFE/Luis Millán)

Era el cementerio de la Almudena y era uno de noviembre. Era toda nuestra familia, con la abuela a la cabeza, con la misión inviolable de poner orden en tumba. Flores para que todos vieran, tanto vivos como muertos, que aquel adorable Narciso —así se llamaba mi abuelo— dejó algo en este mundo con los nobles sentimientos que él también había heredado. Lirios blancos y narcisos, en homenaje a su nombre, para que todos entendieran que había sido querido con solo contemplar la lápida. Ese mandato que grababan Escuela e Iglesia al unísono en los genes de la gente y en los modos de nuestra cultura oscurantista nos juntaba cada año a las puertas de la necrópolis que, con el paso de los años, disminuía su escala en mi apreciación más adulta.

Pero de repente un año, ni recuerdo el por qué ni el cuándo, hubo un uno de noviembre que, supongo, apretó más el compromiso de plazo de alguna chapuza de baños inacabada que flores frescas en la tumba de nuestro abuelo querido. Supongo también que él lo entendería, entendiendo la escasez como mal de aquellos días, pero le pido perdón en nombre de mi familia. Sé que él ya no está allí pero lo terrible sería que no estuviera en ningún lado. Sabemos que eso no ocurre. Existe y existirá en el recuerdo de algunos, solo que ahora no se estila dedicarle ni un minuto más de lo que sea necesario para tenerle presente. Un atasco, un aparcar, parecen demasiado esfuerzo pudiéndole recordar diez segundos en la cama o en conversación de bar.

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Se van perdiendo las costumbres que suponen un esfuerzo. Se sustituye lo oscuro por lo que mande el comercio. El encuentro y el recogimiento coral de nuestras familias ceden al mercantilismo y al marketing de pacotilla. Había ventas entonces, flores, velas y reliquias pero acompañando al rito no como fiesta en sí misma. Hoy para evitar el contacto con nuestros propios sentimientos el mercado nos dispone de dulces y de disfraces. Dulcificando la muerte, parodiando los cadáveres, festejamos en abstracto la muerte de… ¿qué parientes?

El poder de las películas, la globalización de juguetes, lo incómodo de ir a las tumbas y enfrentarse con la muerte colmatan de fiestas chorras, de adornos inexplicables, nuestras paganas moradas. Disfrazamos a los niños, disfrazamos sentimientos, disfrazamos el delirio de honrar de verdad a los muertos. Mostramos las telas de araña de las ancestrales costumbres para quitarlas de en medio y sin pudor las sustituimos por esprays que representen sustos de mentirijillas más controlables que la muerte.

placeholder Una pareja celebra Halloween en la madrileña Puerta del Sol. (EFE/Luca Piergiovanni)
Una pareja celebra Halloween en la madrileña Puerta del Sol. (EFE/Luca Piergiovanni)

Importando fiesta celta bien tamizada por Amazon arrinconamos ancestros no vayan a recordarnos nuestra superficialidad y deriva. Mejor un traje pirata con parche para no verlo todo. Maquillaje para zombis que al final es lo que somos. Personajes de películas para no vivir la que es nuestra. Calabazas a las tradiciones propias rindiéndonos a las ajenas. Niños como en un teatro dirigido por mayores y acercados a la muerte como a un personaje de comic. Todo lleno de esqueletos sin pisar un cementerio. Los que se van, de viaje. Halloween, un infierno.

Y no por la fiesta en sí que yo no me salto ni una, no importan de donde vengan. Bebo mucho en San Patricio y celebro el año chino como si no hubiera mañana, no me salto Oktoberfest, ni me libro del Thanks Giving. Yo soy mucho de importar incluso aunque nada me importen los orígenes de las fiestas que nos junten y se beba. Halloween está entre nosotros y ya no hay dios que nos la mueva. Ni todos los santos juntos cada uno de noviembre frenan la forma más amable de mirar hacia la muerte. Las tiendas con sus reclamos, los solteros con los suyos. Subirse dos dedos la falda de vampiresca enfermera que hoy está justificado, a demostrar que estás viva con los disfraces de muerta. Una fiesta de disfraces, un pecar, que ya estás muerto, una bajada a un infierno que parece divertido, cómo hacerle competencia a ese plan tan diabólico y satánico.

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Que celebremos a brujas, que destripemos calabazas, que americanicemos la burla, podría ser bienvenido como válvula de escape pero no de tapadera. Nada debería ocultar que algún día moriremos y que otros ya no están. Frivolizando ese día de vernos un poco más tristes y, conscientes de este mundo y de tan profundas ausencias, me da que desmitificamos la importancia de estar vivos. Bien por la fiesta de Halloween pero sin dar calabazas a nuestros queridos y muertos.

Mi abuelo se murió temprano. Joven para ser preciso. La carga de una carretilla, en su triple pluriempleo, reventaron las venillas que colapsaron su cerebro y colapsaron la familia. No tendría yo nueve años. El llanto desconsolado de mi padre en la noticia aún lo tengo grabado. Ese romperse por dentro de un hombre con tal coraza fue mi primer entendimiento de la levedad de la vida, de lo efímero de nuestro paso por la suerte de este mundo. Por largos que se me estuvieran haciendo aquellos días por culpa de algún cabrón que reventaba mis recreos, esto parecía no durar mucho.

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