Miredondemire
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Propósitos y despropósitos
En un bucle temporal irremediable, y tan gramático como dramático, la lista de propósitos del año pasado aparecen en mi mente segundos antes aferradas en su balance de no haber hecho nada de lo comprometido
Sucumbo con facilidad al poder de los morfemas. Esos sutiles y puñeteros elementos gramaticales han ido marcando mi vida sin ellos saberlo. Concentran en su simplicidad el sorprendente talento de nuestros antepasados para matizar los significados de las palabras. Deslumbra tamaña precisión con apenas tres o cuatro letras. Se me hacen presentes con frecuencia cuando trato de entender a mi interlocutor pues me fijo en el prefijo o en el sufijo que antepone o pospone a la mayoría de las palabras que utiliza como método de clasificación ventajista. Los patinazos de mi teoría son continuos pero llegado este punto soy incapaz de escuchar sus palabras si no las voy haciendo partes, mientras que soy perfectamente capaz de destrozar amistades o negociaciones intensas con la misma precisión que autoindulgencia.
Sobre el método de esta inaceptable categorización de personalidades he sufrido considerables debates internos. Los etiquetados, además de pretenciosos, son tan limitantes que deberían estar oficialmente prohibidos. En público y en privado. Y aunque el pensamiento no delinque la mera intención de describir a alguien por su forma de expresarse debería conducir al forzado confinamiento mental de centrarse solo en Netflix. Sin extenderme en algo de nulo valor añadido, y reconocido el pecado, ahí va mi primera piedra.
Nombraré solo uno de los clasificados que explica lo vacuo de mis teorías y que, paradójicamente, en su condición de plaga social puede resultar perfectamente reconocible. En mi desparrame clasificatorio llego a desarrollar su taxonomía completa que ahorraré al lector por razones obvias. Resumiré reseñando sus postreras categorizaciones: del orden de los urbanitas, familia de los pudientes, del género gilipollas y de la especie flipados presenta numerosas sub-especies que tienen ya un encuadre simplemente geográfico que no obstante resulta tremendamente matizante y, aunque no lo crean, divertido.
Su inclusión en el taxón concreto al que me estoy refiriendo se justifica por la sucesiva y repetitiva utilización de los siguientes prefijos: super, extra, hiper y mega, sumándose más recientemente el no menos manoseado ultra. Prueben. Pongan a cualquier palabra, insisto, cualquier palabra, una de esas flexiones gramaticales. Ha de figurar al menos en un vocablo por frase para dar por reconocido a un homo urbanis flipadísimus. No necesitará las herramientas de un orniturista para tan placentera y accesible observación. Cualquier pequeña lista de preguntas desvelará la condición de nuestro interlocutor si ponemos atención a sus prefijos. Con la ventaja de que, en su semicamuflamiento, los prefijos cuentan más, y antes, de uno mismo que los prejuicios.
La clasificación insisto es extensa y genera ramas interesantísimas en su combinación con sufijos tipo azo, ito o ísimo. Prueben insisto esta misma noche. Jueguen a identificarles. Ahí van algunas pistas: Superbueno, hipercaliente, megacaro, ultrafeo, superchoni, hiperfacha, megatorpe, ultralejos… Puede ser un buen remedio para soportar a los primos, a los cuñados y suegros. Identificarán rápidamente la abundancia de las referidas especies entre los ejemplares más jóvenes. Sobrinos, o ya algo crecidos nietos, abundan en nuestra fauna de simplificar las expresiones, reducir el vocabulario, recurriendo sin pudor ni medida al super, al mega o al hiper. Tómense algunas copas para justificar las risas cuando lleguen las combinaciones, profusamente repetidas y ya algo más viejunas, de temazo, platazo, copazo o besazo…
Otro de los grandes acontecimientos que suelen darse en fin de año en relación al mundo de los prefijos, y que no me resulta tan gracioso, se produce con precisión cósmica y coordinación temporal espeluznante con el famoso reloj de la puerta del sol de Madrid. Se trata de la desaparición misteriosa en el instante mismo en el que suena la última campanada del prefijo “des” en una de las palabras más repetidas por mí estos días: propósitos. En un bucle temporal irremediable, y tan gramático como dramático, la lista de propósitos del año pasado aparecen en mi mente segundos antes aferradas en su balance al "des" de no haber hecho nada de lo comprometido. Ni uno solo de los propósitos del 2022 ha dado el fruto esperado. Culpemos a la meteorología. Me aferro con el último gong de la noche y su misteriosa capacidad para rellenarme de confianza para desterrar los despropósitos del año, descontar los kilos que me sobran, desoír el balbuceo de la vagancia, destronar el reino de la pereza, desenmascarar al flojo que llevo dentro, desacostumbrar al cuerpo a su reposo, desmoralizar al indolente que se aferra a lo de siempre, desmontar la rutina de perezoso, destruir las razones del dejado y desbocar al iluso que nunca encuentro y que sigue susurrándome sus propósitos. Será desgraciado el tío…
Sucumbo con facilidad al poder de los morfemas. Esos sutiles y puñeteros elementos gramaticales han ido marcando mi vida sin ellos saberlo. Concentran en su simplicidad el sorprendente talento de nuestros antepasados para matizar los significados de las palabras. Deslumbra tamaña precisión con apenas tres o cuatro letras. Se me hacen presentes con frecuencia cuando trato de entender a mi interlocutor pues me fijo en el prefijo o en el sufijo que antepone o pospone a la mayoría de las palabras que utiliza como método de clasificación ventajista. Los patinazos de mi teoría son continuos pero llegado este punto soy incapaz de escuchar sus palabras si no las voy haciendo partes, mientras que soy perfectamente capaz de destrozar amistades o negociaciones intensas con la misma precisión que autoindulgencia.