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Maltrato y contrato animal
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Juan José Cercadillo

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Maltrato y contrato animal

Homogeneizar a todos los animales con sentimientos humanos me parece maltratarles. Conocerles bien, incluyendo sus peculiaridades, es totalmente imprescindible para saber respetarles

Foto: Una mujer pasea a su perro. (EFE/Salvador Sas)
Una mujer pasea a su perro. (EFE/Salvador Sas)
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No sé cuanta gente es consciente de que animal viene de alma. De la palabra en latín que definía el aliento, el aire dentro del cuerpo, el ánima que nos anima. Desde siempre hemos reconocido lo que es un ser inanimado otorgando al que se mueve condición privilegiada. Esos, con su movimiento, con sus células eucariotas, su metabolismo aerobio y su reproducción por sexo que estaban antes que nosotros y nos sobrevivirán de nuevo cuando no dejemos nada. Esos que comen, circulan, pelean y sobreviven con un único fin común, y muchas veces encontrado por cuestión alimentaria, de perpetuación de su especie. Un mandato tan potente que lo condiciona todo y mucho más de lo evidente. Condicionó lo antiguo y condiciona lo moderno aunque estemos empeñados en deshacer ese entuerto que impuso la naturaleza a golpe de normativas, de sanciones y de presos.

Foto: Ione Belarra y Antón Gómez Reino. (EFE/Fernando Villar)

Ese reino, la animalia, seres dotados de alma en contraposición a las plantas en el que nos encontramos todos, y en el que por más que nos pese seguiremos muchos años vista nuestra inmundicia. Unos arcaicos organismos capaces de evolucionar en la inmensidad de los tiempos, de adaptarse a cualquier cambio, de mutar cuando es preciso, fueron poco a poco diferenciándose entre ellos. Del mismo origen común, luchando con distintos medios, salieron peces y anfibios, reptiles y dinosaurios, aves y pequeños mamíferos que impulsaron la carrera de ver quien era más listo. Algún simio espabilado destacó desde el principio. El principio que le supuso echar los dos pies a tierra y liberarse las manos, alzar su enorme cabeza y mirar al horizonte con la ambición de alcanzarlo.

Y en esa misión constante de conquistar infinitos usó intuición y herramientas y usó a otros animales de menor inteligencia. Sublimando, no inventando, la red trófica perfecta de domesticar los nutrientes que corrían por el campo. Una muerte no esperada hacía más llevadera la breve vida de jaula con las primeras ovejas. Y buscando intermediarios en el control ganadero domesticamos los perros que nos sabían a rayos, mucha suerte para ellos. Hemos cambiado muy poco después de quince mil años. Seguimos criando animales que comíamos cazando para ahorrarnos el esfuerzo.

placeholder Cría de caballos. (EFE/Raúl Sanchidrián)
Cría de caballos. (EFE/Raúl Sanchidrián)

El método nos encajaba y seguimos sublimándolo. Los cerdos eran más tontos, los bóvidos más complicados y los caballos más rápidos. Las aves y los conejos sin estar domesticados, que suelen ir a su bola, soportan bien el encierro. Unos nos daban de comer, otros nos hacían trabajos. Dimos con bueyes y mulas en cruces perfeccionistas que nos dan híbridos estériles que cargan o labran tierras. Y ahí abrimos la veda y aunque seguimos cazando, pescando si es en el agua, la manipulación genética y la optimización de las razas han hecho del ser humano un cruel Dios en la Tierra. En su fiera omnipotencia conquistó hasta alguna fiera a la que le encontró buen uso. Elefantes en la guerra o en la carga de unos troncos, caballos en las batallas o para hacer carreras. Del perro usamos su olfato, del toro su fiera embestida para ponernos a prueba. De las aves su cigoto, del cocodrilo sus pieles, de los ovinos sus leches. Cogemos todo de todos, sobre todo últimamente.

Nos fuimos reproduciendo y les fuimos escalando también en número a ellos. Ese fue nuestro contrato. Quién domesticó a quién, podríamos preguntarnos. Al final, no siendo tantos en el número de especies, ocupan muchísimo espacio y comen como posesos. En su devenir global de ser tan necesitados intermediando nutrientes —de comer a ser comidos— van arrinconando bosques y congéneres diversos. Se extingue la variedad mientras explosionan cuatro: 1.400 millones de vacas, 23.000 millones de pollos, más de 1.000 millones de cerdos, 800 de conejos vivitos y coleando camino del matadero.

Foto: Bizarrap y Shakira. (Twitter @bizarrap) Opinión
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A ese tipo de animales ya no le vemos el alma. Son piezas de proteínas, trozos bien disimulados en texturas y colores que forman parte de comidas procesadas que disimulan su origen. Miramos la mayoría para el lado del estante evitando comprender que, lo que hay hoy en la bolsa, ayer mismo respiraba. Es una batalla difícil, si no perdida, desechar seres sintientes de nuestra nutrición diaria. Comemos para vivir y somos voraces con la vida. Decidimos esconderlos y mirar para otro lado mientras el plato esté lleno. Un mal que habría que evitar, eso necesitará de tiempo. Y que hay que regular para evitar ensañamientos.

Pero no solo es el hambre, ahora que la mecánica dio descanso a los más burros, lo que sojuzga a los bichos. El ego, o la soledad, o el querer aparentar tener algo exclusivo o prohibido, condena a arresto domiciliario a millones de animales. 300 millones de perros, 230 de gatos. Especies incompatibles con nuestras cuatro paredes sufren esa esclavitud que parece mejor vista por simular más confort. A esos les vemos el alma, de persona no de animal, que nos prometió Walt Disney a base de dibujitos. Tanta humanización es tan cruel como negarles que sienten. Torpes con el lenguaje no consiguen explicar del todo qué es lo que quieren y les imponemos nuestros deseos a animales con más patas que cerebro. Ahora muchos defienden que hay que tener un perro como tendrías a un hijo. Me resulta tan chocante como que tengas a un hijo como tendrías al gato. Un perro quiere ser perro mientras nadie demuestre lo contrario. Y al perro le gusta la caza y el campo. Fue ese el pacto que hicieron lejanos antepasados de ambos. Cruzarlos para ser más guapos, o raros, o contrahechos, para alimentar nuestro ego de que controlamos algo, es una forma de tortura que vienen justificando los que se creen defenderlos.

Foto: Primer plano de un topillo. (Getty/Matt Cardy)

Animales somos todos, cada uno con lo nuestro. Hay muchas formas de tortura que personalmente detesto. El maltrato gratuito, la saña injustificada, la humillación egoísta, la violencia rabiosa que ejerces contra el más débil deberían regularse y castigarse sin duda. Pero habría que entender que hay dolor inevitable y muerte en la propia vida. Y obviarlo nos lleva al absurdo que muchos tratan de imponernos. Y que conocerles bien, incluyendo sus peculiaridades, es totalmente imprescindible para saber respetarles. Homogeneizarles a todos con sentimientos humanos me parece maltratarles.

No sé cuanta gente es consciente de que animal viene de alma. De la palabra en latín que definía el aliento, el aire dentro del cuerpo, el ánima que nos anima. Desde siempre hemos reconocido lo que es un ser inanimado otorgando al que se mueve condición privilegiada. Esos, con su movimiento, con sus células eucariotas, su metabolismo aerobio y su reproducción por sexo que estaban antes que nosotros y nos sobrevivirán de nuevo cuando no dejemos nada. Esos que comen, circulan, pelean y sobreviven con un único fin común, y muchas veces encontrado por cuestión alimentaria, de perpetuación de su especie. Un mandato tan potente que lo condiciona todo y mucho más de lo evidente. Condicionó lo antiguo y condiciona lo moderno aunque estemos empeñados en deshacer ese entuerto que impuso la naturaleza a golpe de normativas, de sanciones y de presos.

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