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Mamuts, S.A.
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Juan José Cercadillo

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Mamuts, S.A.

Todas las civilizaciones han cuidado a los mejores. A los que generan riqueza con imaginación y talento, a los capaces de aportar algo distinto. Perseguirles e insultarles solo les puede ahuyentar

Foto: Vicente Boluda, Juan Roig y Antonio Garamendi. (EFE/Quique García)
Vicente Boluda, Juan Roig y Antonio Garamendi. (EFE/Quique García)
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Pienso en el que fue primero. El primer emprendedor de todos. Hambre, frío y mal futuro a base de escurridizos conejitos o despistados cervatillos, de contexto. Pienso en el que se quedó mirando aquella manada de moles peludas y colmillos exagerados que se veía a lo lejos. Ese que soñó un día con comida para todos. El mamut como objetivo, seguro que estaba loco. Eso le dijo el resto con gruñidos escabrosos cuando les señaló tal bicho. Volvieron a sus quehaceres de mediocridad paleolítica comprobado el imposible. Todos a cazar ranas, a comer higos y bayas, a perpetuar lo escaso de sus recursos. Todos a hacer lo mismo que vieron hacer a sus padres. Todos menos el insensato que creía que la generación de abundancia dependía de uno mismo. Ese se volvió al valle y empezó a visualizar lo que le decía su instinto.

Días de esfuerzos solitarios persiguiendo a la manada, observando sus costumbres, sus pasos por las quebradas, sus rutinas predecibles al cabo de varias jornadas. Con el riesgo de acercarse, con esas caminatas eternas fue componiendo sus planes. Perseguirles y atacarles no parecía prudente. Esas lanzas tan minúsculas, esos homínidos tan frágiles, no tenían ningún chance si se enfrentaban de cara. Muerte por aplastamiento de piedras de gran tamaño y precisa puntería en los pasos más estrechos fueron sus primeros conatos. La frustración y el esfuerzo aumentaban cada día sin aproximarse al éxito. La dedicación obsesiva que le dejaba sin tiempo para perseguir los conejos aumentaba por momentos su hambre, pero también su osadía. Y despertaba su ingenio.

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Y la casualidad de un evento de disputa entre dos machos que acabó con el más débil precipitándose a un hoyo le relacionaron conceptos suficientes para que se formara la idea. Sin registro de patentes, sin rastros de burocracia y sin límites aparentes, de ese loco soñador nació la primera empresa. Con el producto diseñado logró captar la atención de algún que otro tarado, llamémosle inversor. Y entre el “founder” y los “investors” escogieron un recodo del camino que seguían a diario los proteínicos paquidermos. Cavaron como posesos un agujero gigante que cubrieron con ramas estructuradas dignas de proto-ingenieros. Disimularon la obra con la tierra del camino consumando el trampantojo que les podría hacer ricos.

Pasaron lunas y lunas sin rastro del elefante. Un misterio insoslayable dio al traste con el invento. Esa carne prometida cambió de repente de ruta esquivando el artificio. Y nadie se lo explicaba. Abandonaron el barco al cabo de pocos días los del “ya te dije yo que esto no funcionaría”. En plena desolación el visionario empecinado, redoblando sus esfuerzos, siguió cavando más hoyos. Lo apostó todo al invento. Abandonó la familia y abandonó el asueto de las siestas bajo el árbol después de tener el sexo. Ni un minuto de descanso, ni regatear un esfuerzo. Cavaba los agujeros de tamaño mastodonte con sol, con lluvia y con hielos. Y en los tiempos de descanso recorría disciplinado su amplia red de celadas que no cazaban ni moscas.

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Pero de repente un día oyó un quejido a lo lejos. Un barritar desesperado que a él le sonaba a gloria. Cuando llegó al agujero y vio esa masa peluda atrapada sin remedio se le iluminaron los ojos con sus primeros ingresos. Recuperó la plantilla para acelerar el proceso. Muerte y despiezamiento ya fue un trabajo en equipo. Y la cadena de valor se puso al fin en movimiento. De “Mataderos Sanchez” a “Carnicerías Alfredo” apenas pasó un suspiro. Las colas junto al puestito daban idea del logro. El trueque en sus comienzos tampoco es que fuera preciso, pero entre lanzas y pieles, conejos y cervatillos fue amasando una fortuna que pronto saltó a la vista despertando algunas dudas.

Dudas, precisamente, de los que habían rechazado la idea y la inversión de energía. Esos que se autoconsideran reguladores de todo, sobre todo de lo ajeno y regulan hasta el mínimo siempre el esfuerzo propio. Y comenzaron la presión para que el pudiente carnicero compartiera algunos réditos de su incipiente corporación. No le pareció un planteamiento demasiado descabellado al exitoso emprendedor aunque puso condiciones. De la parte cotizada para mantenimiento tribal, que no se desperdiciara. Alimento a los validos, por ancianos o por rencos, y cuidado y formación a niños, como primeros esfuerzos.

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El devenir de la historia de aquellos primeros diezmos ha resultado complejo. Con épocas inexplicables desde nuestra consciencia de grupo. Con injusticias flagrantes, con poco pago de esfuerzos a la fuerza del trabajo. Con economías de guerra, pero de guerra de clases. Con ricos pero por la fuerza, por posición o chantaje. Esas injustas desproporciones trataron de corregirse con dignas revoluciones, con movimientos sociales basados en la equidad y hasta con huelgas salvajes. Y fue bueno que pasara porque nos dejó buenas bases.

Llevamos ahora un siglo en el que dejar hacer parece que ha funcionado. La iniciativa privada, la ilusión del empresario, la fuerza del emprendedor arrastran hacia lo bueno a muchos más que a uno mismo. Regular el equilibrio también nos lleva cien años y seguro que aún tenemos que intentar mejorarlo. Nadie esquiva ese debate.

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Pero de un tiempo a esta parte está cambiando una regla que parecía sagrada. Después de probar la jugosa carne de aquellos primeros mamuts, a la vez que se le instó a compartir sus rendimientos, se le reconoció el esfuerzo al valiente emprendedor. De perseguir al que incumple con las obligaciones pactadas, vigilancia imprescindible, se está pasando sin pudor a demonizar al que emprende, al que gana, al que crea algún producto, algún servicio, que los demás necesitan o simplemente desean. Se les pone como causa de los males que sufrimos cuando son precisamente lo contrario. Son los que, en clave siempre de mejora, plantean sus ilusiones. Redoblando los esfuerzos, los riesgos y sinsabores muchos caen en el intento, no todos salen adelante. Por eso hay que respetar más a los que tienen más éxito.

Todas las civilizaciones han cuidado a los mejores. A los que han sido más valientes, más sabios, más futuristas. A los que generan riqueza con imaginación y talento, a los capaces de aportar algo distinto. Perseguirles, insultarles, caricaturizarles los méritos, señalarles ante los más desfavorecidos solo les puede ahuyentar. Y sin esos que se arriesgan, sin esos que dinamizan, esos mamuts de hoy en día volverán a ser ranitas en cartillas de racionamiento. Pregunten donde ha pasado, pregunten a algún comunista que nunca creyó en el poder de hacer simples agujeros.

Pienso en el que fue primero. El primer emprendedor de todos. Hambre, frío y mal futuro a base de escurridizos conejitos o despistados cervatillos, de contexto. Pienso en el que se quedó mirando aquella manada de moles peludas y colmillos exagerados que se veía a lo lejos. Ese que soñó un día con comida para todos. El mamut como objetivo, seguro que estaba loco. Eso le dijo el resto con gruñidos escabrosos cuando les señaló tal bicho. Volvieron a sus quehaceres de mediocridad paleolítica comprobado el imposible. Todos a cazar ranas, a comer higos y bayas, a perpetuar lo escaso de sus recursos. Todos a hacer lo mismo que vieron hacer a sus padres. Todos menos el insensato que creía que la generación de abundancia dependía de uno mismo. Ese se volvió al valle y empezó a visualizar lo que le decía su instinto.

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