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Juan José Cercadillo

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Ser padre, se me adivina, es resultar buen ejemplo. En las buenas y en las malas, las duras y las más duras. Maduras y te das cuenta de la generosidad perfecta a la que te lleva ser padre y que nunca le echas cuentas

Foto: Un niño pasea con su padre. (EFE/Villar López)
Un niño pasea con su padre. (EFE/Villar López)
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Una sensación extraña este diecinueve de marzo. El primer día del padre que puedo ser felicitado. Esos cromosomas prestados por fin tuvieron sentido prestándoselos a ese mico que ha dado vuelta a mi vida. Es la rueda que no para, girando de padres a hijos. Con esa vuelta de tuerca te da por mirar arriba. Y ves la versión de ti mismo dentro de dos o tres décadas. Y te explicas tantas cosas que nunca tuvimos en cuenta que dan ganas de contarlo venciendo por fin la vergüenza. Hay millones de modelos, todos tenemos uno. Yo resumo el que merezco.

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Un padre es ese espejo que al principio te deslumbra, y que con el paso del tiempo va devolviendo tu imagen de forma fiel y profunda. Es tú mismo antes de tiempo. Es el error cometido y es tu futuro acierto. Es amor disimulado. Es la preocupación por dentro. Un puñetazo en la mesa para que tiemblen los vasos y des valor a los besos, que suelen ser más escasos. Esa ausencia inexplicable que se volvía alegría si coincidía tu horario con sus inesperadas visitas. Esa fue mi sensación durante los primeros años. Era una familia a ratos. Con lazos más rotos que férreos. Ocupaciones u ocios le alejaron del cubil pero nunca faltó caza. Madre loba gobernaba y entre ladridos y aullidos entendimos el deber de aportar en tu medida. Desde nuestro aquel medio metro nos marcaron en la piel, con el fuego del ejemplo, el cumplimiento del deber, el compromiso, el esfuerzo. Y debió ser tan candente que nos perdura el denuedo. Y con aquella distancia debí construir el mito. Perdonamos las ausencias y hoy seguimos reunidos.

Padrear es hacer hijos, pero sobre todo criarlos. En ese momento exacto que salen de ti los intentos de tratar de perpetuarte, cuando crees que te descargas, tienes carga de por vida. Porque una cosa es empezarlos, pero nunca los terminas. Cuando le haces abuelo entiendes lo que has pesado y surge el agradecimiento que nunca habías expresado. Yo tuve un padre muy joven y ahora, aun siendo primerizo, resulto un padre muy viejo. Es tanta la perspectiva como era el desconocimiento. Ahora espero ilusionado, e inquieto, esos momentos vividos de estar siempre con mi padre por lo bien que los recuerdo. Para brindárselos al hijo, a su nieto. Porque después de casi no verle pasamos a no separarnos. No sé si familia o S.L., pero perdura el contrato.

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La montaña no venía hacia mí así que aprendí escalada. Y desde mi primera década me atornillé a su espalda. Con diez sabía conducir para que él reposara en los viajes más largos. Me instruyó también muy pronto en el arte del mortero. Llegué a ser buen peón suministrando los cubos aunque solo medio llenos hasta que cumplí los trece. Eran fines de semana, de aquellos primeros ochenta, en que seguía su jornada tratando de construir algo donde por fin se descansara. Pero casi nunca llegó, el descanso me refiero. Terminamos una nave, medio acabamos la piscina para empezar un chalet… Si no había tajo se inventaba. Pintar postes, traer piedras, salir a buscar el agua en bidón y furgoneta…Esa parcela perdida por los montes de Pioz congregaba la familia entre áridos y cementos, entre brasas y sardinas y colchones en el suelo. Con ese descanso activo de quien no para quieto no paramos un momento. Ese castillo construido de piedra en piedra pequeña. También cuento de lechera. También castillo de naipes. Con ese fuego interior de tirar para adelante, de mejorar esa infancia tan dura y escasa de Soria, nos arrastraba a todos al oficio de currantes.

Después de una breve y muy tardo-adolescencia no se me ocurrió otra cosa que devolver los puñetazos dados en nuestra mesa. Durante aquellos años de perseguir a mis sueños perseguido por un toro nunca reparé en el tormento de ver carne de tu carne abierta en una camilla. El terror de ver un vástago arrancando un paseíllo. El susto de la voltereta, el dolor de los fracasos, los pocos réditos del triunfo vistos desde la barrera debieron de ser un suplicio. Y nunca caí en la cuenta. Hoy lo pienso y me horrorizo. Del lógico intento de convencerme, imposible a mis dieciocho, volvimos a la distancia, no iba a dejar vencerme. Años de “hola que tal” fruto de mi inconsciencia. Gestos mal interpretados por mi joven vanidad. Yo, que veía enfado y era solo sufrimiento. Un abnegado respeto que me pareció desaire. No se puede estar más ciego. Mi hijo me abrió los ojos nada más abrir los suyos.

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Terminado el imposible de más orejas y rabos, con el mío entre las piernas volví esperando el palo. Y en vez de palo, abrazo. Y en vez de reproche, donaire. Y guía para tantas cosas y un mar de oportunidades. Y codo con codo y “p´alante”. El roce de tantos días también soltaron sus chispas, y aún con conatos de incendios, la casa sigue encendida. Ser padre, se me adivina, es resultar buen ejemplo. En las buenas y en las malas, las duras y las más duras. Maduras y te das cuenta de la generosidad perfecta a la que te lleva ser padre y que nunca le echas cuentas.

Padrísimo dicen en Mexico cuando quieren decir bueno. Bueno no, buenísimo el mío, que siempre será mi ejemplo. Ojalá que el tercer Juanjo diga algún día lo mismo. Como lo dirá de su abuelo. Muy feliz día, padre, ya sabes lo que te quiero.

Una sensación extraña este diecinueve de marzo. El primer día del padre que puedo ser felicitado. Esos cromosomas prestados por fin tuvieron sentido prestándoselos a ese mico que ha dado vuelta a mi vida. Es la rueda que no para, girando de padres a hijos. Con esa vuelta de tuerca te da por mirar arriba. Y ves la versión de ti mismo dentro de dos o tres décadas. Y te explicas tantas cosas que nunca tuvimos en cuenta que dan ganas de contarlo venciendo por fin la vergüenza. Hay millones de modelos, todos tenemos uno. Yo resumo el que merezco.

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