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Juan José Cercadillo

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Pistolas de agua

Ni llueve ni va a llover. Excluyamos del debate votos políticos o monásticos y cojamos el ciclo por los cuernos, que España se está secando

Foto: Vista del embalse de La Jarosa en Guadarrama. (EFE/Sergio Pérez)
Vista del embalse de La Jarosa en Guadarrama. (EFE/Sergio Pérez)
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No hace tanto que entendí lo que es en realidad el ciclo del agua. Me lo explicaron en el colegio y no sé si mi adolescente desgana, o la de mi pasante profesora de ciencias de aquellos tiempos de EGB, que tampoco les pagaban tanto, me ocultaron durante años lo que es la magia del agua. Porque si lo piensas un poco realmente resulta magia. “Si hay magia en este planeta está contenida en el agua”, dijo Loren Eiseley con tino. Y además es un gran regalo del cielo. Literalmente. Aunque existe casi la misma controversia sobre su origen que sobre su inevitable final, parece el más creíble de todos el de la tormenta de hielo. No había agua en el planeta, no había vida, no había nada salvo piedras, casi todas incandescentes y violentas. Y, de repente, del cinturón de asteroides en los confines del sistema solar al que parece que pertenecemos, como si alguien soplara, empezaron a venir trozos de hielo en una espacial y descomunal granizada. Millones de años dicen que duró la tormenta. Cubitos enormes de hielo chocando contra el planeta trajeron el agua, y en ella, casi seguro, la primera célula viva origen de nuestra existencia. Nos refrigeró el planeta. Nos inundó la roca, nos la tiñó de azul, nos convirtió en lo que somos, una ínfima gotita de agua girando sin ton ni son, donde, despacio pero seguro, sublimemos la evolución de aquella chispa de vida. No sé si regalo de Dios, pero algo o alguien tuvo que empujar los asteroides en la dirección correcta.

Foto: Plantas de cebada poco antes de su cosecha en un campo. (EFE/Constantn Zinn)

Paró la tormenta, se terminó de formar la atmósfera y se cerró el grifo. Para siempre. De eso hace, dicen los que estuvieron, 4.000 millones de años. Desde entonces ni una gota más nos ha caído del cielo y salvo las que hayan tirado astronautas al espacio aliviando su vejiga ni una sola ha salido de este sistema complejo pero cerrado. Significa que al igual que la energía, el agua, ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Por ejemplo estas moléculas de agua que hacen tin tin en mi vaso acreditando su sólido y evocando sus orígenes, han surcado siete mares, han navegado mil ríos, han vivido en dinosaurios, han sido cien mil personas, han volado, se han helado, se han sublimado pasando de hielo a gas sin querer ser agua un tiempo, se han precipitado miles de millones de veces sobre todas las tierras del mundo… pasarán, con sabor dulce de ron, menos de un suspiro en mi cuerpo y continuarán su camino cumpliendo de nuevo su ciclo. Quién sabe si volveremos a vernos y cuál será su, mí, estado.

Se sabe cuánta tenemos. La que nos vino de golpe en términos de tiempo astronómico, insisto. Casi 1.400 millones de kilómetros cúbicos. Mucha agua. Suficiente. Si no fuera porque con tanta vuelta, tanta evaporación y lluvia, tanto erosionar los minerales de la tierra por la que se arrastra se nos ha vuelto salada y no resulta fácil digerirla salvo que tengas escamas. El 97,5% del agua es mar y no bebemos ese agua como no comemos tierra porque se atascan nuestros delicados riñones formando de nuevo piedras. Otro ciclo, el renal. Del resto casi el 70% está en forma de hielo. Hielo natural, en los polos y montañas, no me refiero a los del vaso, me temo que ya vacío. Y aún tendremos que descontar el que corre por las venas del interior de la tierra. Acuíferos y grandes pozos dejan la cuenta del agua dulce disponible a décimas del cero por ciento.

placeholder Un campo seco. (EFE/Morell)
Un campo seco. (EFE/Morell)

Y cada vez hay menos. El ciclo se está alterando. El exceso de calor deja más agua en el cielo en su forma de vapor. La molécula de la vida prefiere ser gaseosa si es que no hace fresquito. Y vuelve a su forma de piedra si no le da mucho el sol. El cambio ya es muy evidente. Cae menos y no donde siempre, ni los mismos días que antes. El agua está perdiendo muy rápido su misteriosa precisión. Al clima, sufriendo los cambios, le está costando el ajuste. No ves una nube en el cielo en sitios de antiguas lluvias y de repente ¡agua va! en otros que no la esperabas desbordando cualquier cauce.

Los paralelos 40 ahora son los nuevos trópicos. Vivimos aquí en España el clima del 23,5 Norte. Y está haciendo honor a su nombre, el de Cáncer, que nos está dejando secos. Ni llueve ni va a llover. La ideología aún no se mide, que yo sepa, ni en metros cúbicos ni en litros. El agua engendró mil guerras pero parecería razonable a estas alturas de consciencia ponerse un poco de acuerdo para tratar de garantizar entre todos los 133 litros que gastamos en España cada año por persona. Tampoco parece tanto. Es solo el 14% lo que consumimos los humanos, bebiendo, llenando piscinas, regando jardines o haciendo hielo. Como se ve algunos más prescindibles que otros. La industria el 6%. El resto se lo tragan los cultivos y el ganado. 29.000 hectómetros cúbicos en total al año. 29 veces la capacidad de embalse de la comunidad de Madrid, sin ir más lejos. Parece que salta a la vista a la vista demasiada agua de riego, tanto como un 80%. Un reto del sector primario es optimizar su consumo. Un reto de gobernantes es el de un reparto justo. Un reto de los científicos es el de mejorar los procesos de ósmosis inversa para la desalinización. Aún pasamos el agua salada a presión por filtros y membranas. Demasiado mecánica aún. 700 desalinizadoras tenemos ahora en España, igual habría que hacer 2000 de nueva generación.

Foto: Las Tablas de Daimiel, sin agua. (EFE/Jesús Monroy)

La genialidad de Karen Blixen, autora y protagonista de Memorias de África, nos lo dejó por escrito: “La cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”. Trabajemos con científicos y técnicos para soluciones a largo plazo. Excluyamos del debate votos políticos o monásticos y cojamos el ciclo por los cuernos, que España se está secando. Basta coger un vuelo para comprobarlo. Apuntan muchas soluciones desde distintos sectores, empecemos por una. Por la de ponernos de acuerdo de que el problema es muy grave. Porque si no la predicción está clara —y anticipada en otros inesperados desiertos— acabaremos apuntándonos unos a otros con pistolas. Y me temo que esas, seguro, no estarán cargadas de agua.

No hace tanto que entendí lo que es en realidad el ciclo del agua. Me lo explicaron en el colegio y no sé si mi adolescente desgana, o la de mi pasante profesora de ciencias de aquellos tiempos de EGB, que tampoco les pagaban tanto, me ocultaron durante años lo que es la magia del agua. Porque si lo piensas un poco realmente resulta magia. “Si hay magia en este planeta está contenida en el agua”, dijo Loren Eiseley con tino. Y además es un gran regalo del cielo. Literalmente. Aunque existe casi la misma controversia sobre su origen que sobre su inevitable final, parece el más creíble de todos el de la tormenta de hielo. No había agua en el planeta, no había vida, no había nada salvo piedras, casi todas incandescentes y violentas. Y, de repente, del cinturón de asteroides en los confines del sistema solar al que parece que pertenecemos, como si alguien soplara, empezaron a venir trozos de hielo en una espacial y descomunal granizada. Millones de años dicen que duró la tormenta. Cubitos enormes de hielo chocando contra el planeta trajeron el agua, y en ella, casi seguro, la primera célula viva origen de nuestra existencia. Nos refrigeró el planeta. Nos inundó la roca, nos la tiñó de azul, nos convirtió en lo que somos, una ínfima gotita de agua girando sin ton ni son, donde, despacio pero seguro, sublimemos la evolución de aquella chispa de vida. No sé si regalo de Dios, pero algo o alguien tuvo que empujar los asteroides en la dirección correcta.

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