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Oda a la cerveza
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Juan José Cercadillo

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Oda a la cerveza

Una birra bien fría te puede aguantar cualquier tema. Desanuda los conflictos, les busca puntos de encuentro y siempre te lleva a buen sitio

Foto: Un grifo de cerveza. (EFE/Anna Szilagy)
Un grifo de cerveza. (EFE/Anna Szilagy)
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Tengo un vaso entre las manos que me llena de alegría. Rubia y de cabeza canosa pareciera que me mira. Las burbujas le dan vida y le dibujan sonrisas para devolverme la mía. Las gotas que caen despacio condensadas por el frío nunca serán de tristeza, son de risas y alborozo. Esa conversación sin palabras, ese cruce de miradas, la tengo 10 veces al día —si no más— cuando el verano me permite más horizontalidad. El refresco que supone recorriéndome por dentro es la mejor anestesia para el dolor o el tormento. Y no es solo un buen remedio, es medicina preventiva. El efectivo placer que nace de tu gaznate conecta casi inmediato con tu cerebro pensante. Y lo dirige hacia lo bueno y minimiza lo malo. Y te hace olvidar aquello que preocupaba hace un rato.

Foto: Estrella Galicia y Mahou son las cervezas más vendidas en todo el país, aumentando su producción cada año. (EFE/J.J.Guillén)

Una cerveza en la mano tapándote un trozo de mar es un lujo incomparable. Es la mejor relación entre los placeres y el precio. La reconversión del grano, fermentación de por medio, en hidratación y fiesta condensa para mí la historia de todo nuestro conocimiento. Después de millones de años buscando fruta podrida por las bases de los árboles para tener la sensación de una realidad moldeable, aquellos viciosos homínidos dieron con la agricultura.

Con el exceso de stock tenían que probar algo. Agua, levadura y tiempo iban a mejorar sus vidas. La mezcla accidental de lúpulo le dio consistencia al invento. Las tertulias comenzaron y comenzó la sapiencia a ser algo compartido. Alrededor de una cerveza llevamos arreglando el mundo desde que el mundo es nuestro. Porque el sentido de la ingesta siempre ha sido hacerla en grupo.

placeholder Un hombre lleva una bandeja con Bia hoi o cerveza artesanal, Vietnam. (EFE/Luong Thai Linh)
Un hombre lleva una bandeja con Bia hoi o cerveza artesanal, Vietnam. (EFE/Luong Thai Linh)

Una cerveza bien fría te puede aguantar cualquier tema. Desanuda los conflictos, les busca puntos de encuentro, siempre te lleva a buen sitio. Es cierto que tiene un límite: no hay que dar de beber a los más necios. El alcohol saca todo lo que llevamos por dentro. Y, si hay rabia, saca rabia; si hay violencia, saca nervios. Si hay tristeza, saca lágrimas. Lo sé porque he pasado por eso, he sido 100 veces necio y 100 veces mal borracho. Pero hasta en eso es bueno. Mejor que dejarlo dentro, y que te siga pesando, es bueno sacarlo fuera, aunque sea vomitando.

Cuando tienes alegría, felicidad o contento, siempre te saca las risas que procuran la energía para que sigas viviendo. Un motor a carcajadas en realidad es lo que somos, aunque aún no lo sabemos. Siempre nos andamos resistiendo a la debilidad de una risa. No sé cuándo cambió el cuento, quizás al bajar de los árboles, pero aún hoy lo pagamos con eso de vivir en serio. Por eso son tan valiosos esos momentos de asueto donde el alcohol reconecta nuestras enfadadas neuronas. La vida te hace más gracia con unas cervezas frescas. Cuando ya no cabe una más, no cabe ninguna duda.

Foto: Hogueras de San Juan en San Sebastián. (EFE/Javier Etxezarreta) Opinión
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Una cerveza gigante es un bien indispensable alrededor de un chiringuito. Lo que hace paraíso a la arena y a los ruidos, a lo obeso del paisaje, al mal karma del mesero, es eso; oro brillante y líquido en un recipiente helado. Su llegada me hipnotiza. Pone en valor el talento y la precisión logística que son necesarios tener para que a un estirar de brazo me llegue a mí y a otros cientos el refrigerio servido. Es apoyar el vaso en la cojera de la mesa y me quedo anonadado. Podría contar las burbujas, le haría siempre una foto, me pondría de rodillas agradeciendo los dones, la dejaría impoluta, pero me la acabo bebiendo para repetir el rito en menos de 15 minutos.

Con su amargo vence el mío. Su frío mi frialdad. Sus grados son de mi agrado, yo no necesito más. Me ha hecho mucho más flexible, comprensivo y con talante, podría decir inclusivo. Me da igual que venga en quinto, en tercio, en pinta o en litrona. Siempre prefiero la rubia y no rechazo mulatas. La negra, más variopinta, conquistó mi juventud. Ahora no puedo con ella, aunque alguna vez lo intento. Haciéndome un poco el gallito, sufro grandes gatillazos, mi hígado ya no es el mismo que era mi hígado antaño. Gusto degustar las belgas, me apasiona la alemana. Mexicana, de mañana o para ayudar al tequila. Británicas si son de marca, cuanto más simples mejor, que mi inglés nunca fue bueno y no degusto artesanas. Americanas no hay muchas y siempre son la última opción. Y me entrego a las locales. En el caribe, caribeñas y, por Australia, australianas. Y de las del Este cualquiera. Altas, estilizadas, me vencen si voy a Praga. Con fuerza y personalidad resultan por Rumanía, más rudas las de Bulgaria, no puedes perderlas de vista.

placeholder Un festival de cerveza en Reino Unido. (EFE/Neil Hall)
Un festival de cerveza en Reino Unido. (EFE/Neil Hall)

En términos más nacionales vamos entrando en matices. Qué se podría esperar de una nación de naciones. Gallegas o catalanas marcan claras diferencias marcando claro su acento. Vascas o de Pamplona me abordan por San Fermín. De Sevilla no hago bromas, bastante tienen los pobres. Ya dije que me gustan todas aun teniendo preferidas. Me sale el egocentrismo. La autarquía de mi pueblo. El agua del Manzanares. El amor de un primer beso a esa chica que no cambia ni un ápice en tu recuerdo. La virtud de ser la misma después de tantísimo tiempo es escasa en nuestros días. Y trato de corresponder al trato. Siendo infiel he sido leal y mantengo mi consumo con gran regularidad.

Beso a beso, litro a litro, forma parte de mi historia y, como ya reseñé, de la historia de mi hígado. No hubiera hecho deporte, no hubiera tenido amigos, no hubiera besado a muchas. Filtrando mis exigencias cuando resultó necesario. Trayéndome de no sé dónde, verbo o ingenio suficiente para ayudar a la conquista, siempre con risas por medio siempre ha sido amiga mía. La disfruté y la disfruto en cada lance que se cruza con mi vida y su presencia es constante. Daría mil referencias. Pero es cierto que, en la playa, la luz del sol o el contraste, me hacen siempre muy consciente de lo que realmente vale. Salud… mental, cuando menos.

Tengo un vaso entre las manos que me llena de alegría. Rubia y de cabeza canosa pareciera que me mira. Las burbujas le dan vida y le dibujan sonrisas para devolverme la mía. Las gotas que caen despacio condensadas por el frío nunca serán de tristeza, son de risas y alborozo. Esa conversación sin palabras, ese cruce de miradas, la tengo 10 veces al día —si no más— cuando el verano me permite más horizontalidad. El refresco que supone recorriéndome por dentro es la mejor anestesia para el dolor o el tormento. Y no es solo un buen remedio, es medicina preventiva. El efectivo placer que nace de tu gaznate conecta casi inmediato con tu cerebro pensante. Y lo dirige hacia lo bueno y minimiza lo malo. Y te hace olvidar aquello que preocupaba hace un rato.

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