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Una cena de Thanksgiving en pleno barrio de Salamanca. ¿Qué podría salir mal? Debí de ser el idiota que siempre hay en esas cenas porque no entendía nada

Foto: Un pavo típico de Acción de Gracias. (EFE)
Un pavo típico de Acción de Gracias. (EFE)
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Una cena de Thanksgiving en pleno barrio de Salamanca. ¿Qué podría salir mal? Debí de ser el idiota que siempre hay en esas cenas porque no entendía nada. Antes de que sacaran el pavo estaba buscando las cámaras. No podía ser verdad lo de esa pareja extraña con la que tuve que hablar. Su entrada, con gran retraso, no resultó muy triunfal, pero tampoco auguraba la batalla encarnizada que venían a librar. Trajeron las pertinentes dos botellitas de vino, pero en lugar de ofrecerlas a la anfitriona de Oviedo a la que gustaría ser yanqui, las abrieron de inmediato al grito declarativo de "yo es que prefiero este vino y por eso me lo traigo".

La verdad que alabé el gesto en un intento mediático de parecer el amable a tan, dada la convocatoria, agradecida concurrencia. Y es que llevo tiempo avisado -desde que tengo pareja- de que mis cincuenta y tantos años mezclados con la cerveza y en habitáculo extraño arruinan todos los filtros que implantaron los Salesianos para garantizarme un mínimo y aceptable nivel de interacción estándar y pacífica convivencia. Por eso hago el esfuerzo, que de falso suele resultar catastrófico, de soltar algún piropo al primero que lo pida, que en este tipo de cenas suelen haber unos pocos.

Debido a la impuntualidad de la mencionada pareja, el efecto aclaratorio que me produce la cerveza con el estómago ocioso debió avisarme más fuerte de que extremara la prudencia. Pero el queso estaba bueno y rompí la absurda norma, ante la falta de entrantes, de no tocar pan ni bollos. Los hidratos de carbono, que tanto habían extrañado mi metabolismo absorto, debieron llegar al buche y poco después al hígado generando tal estado de euforia con la glucosa que hubo unos diez minutos que me parecieron la gloria en territorio enemigo.

Relajando los sentidos fingí interés por la pareja que el azar de poca mesa había sentado a mi lado. Con el marido a mi izquierda y su mujer al frente, al mío y al de la guerra dialéctica, discurrieron los minutos iniciales de la cena como en una final de Champions, con respeto y con prudencia. Salieron temas absurdos para irnos tanteando pero sin ir al ataque ni descuidarnos el marco.

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Pronto quedó en evidencia que las ofertas de Amazon para el venidero viernes, el tráfico de Navidad y las últimas maravillas del catálogo de Zara no iban a prosperar más allá de aquellas Gildas. Y mientras saltaban los temas a ver a cuál disparaba, me preguntaba por dentro si en mesas americanas habrían dado con el invento de mezclar con cierto orden, e incierto acierto, anchoa, aceituna y piparra. Y la verdad es que nunca vi en tele movie o serie alguna una bendición de mesa después de alabar el picante de una pieza tan selecta. Centrado en mis comparaciones culturales, y obviando los tops de Zara, apenas me conmovió cuando alguien hizo la alusión, aún hoy obligatoria, de recordar la interrupción que generó la pandemia en la sublimación madrileña de las costumbres de USA. Dos años sin dar las gracias como mandan las películas les apenó un poco a todos. Yo, pudiendo aprovechar la tristeza generada por el final de las gildas, puse cara similar desentonando lo justo.

Todo parecía avanzar conforme a la "normalidad" de incorporar a nuestra interminable lista de excusas para quedar, costumbres americanas. Pero el giro fue de Hitchcock, me puso los pelos de punta. Giro de guion patrio a la altura de los mejores guionistas del país que estábamos homenajeando. En apenas cuatro frases saltó la susodicha enfrente de mi propia jeta del no habernos visto en tiempo a que Bill Gates era nazi.

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Conozco a los conspiranoicos y conozco a mi yo con mucha hambre. Y decidiendo hacer acopio de paciencia y de cervezas, con la ayuda del pellizco que en mi muslo me propinó la propia, me salió el automatismo de volver a la nevera. Retomé conversación de cierta altura moral hablando con las artífices del buen orden de las gildas. Felicité e hice tiempo. Agradecí e hice migas. Nos arrancamos sonrisas y volví con mejor karma, cerveza fría en la mano y la ilusoria esperanza de que el devenir de la charla se hubiera alejado un poco del desfase ventajista de insultar a los que triunfan de manera indiscutible y a niveles planetarios.

No sé qué del grupo Bilderberg explicaba la muchacha cuando tomé mi asiento. Con la misma eficiencia de hacer coincidir mi cuerpo y aquella pequeña silla ingerí en trago y medio todo un tercio de cerveza. Y la tormenta perfecta de beber y comer poco no consiguió contención y saqué espada y muleta:

-¿A qué te dedicas?, pregunté yo.

-Soy periodista. ¡Válgame Dios!, pensé abandonando al momento cualquier opción de parada de los próximos acontecimientos.

-De verdad te crees lo del club Bilderberg.

-No es que lo crea es que está demostrado. Llevo muchos años investigándolo y tengo pruebas.

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No me pudieron frenar. Me eché la muleta a la mano izquierda para torear sin ayuda y con el tenedor clavado por debajo de la mesa la incontinencia agresiva que me producen los tontos se me vino un poco arriba. A la decimosexta vez que me dijo que tenía un doctorado tuve que recular. Por mi novia, no por ella. Tenía clavada en la espalda la mitad de la vajilla con la que trincharon el pavo. Eso sí, después de escuchar que nos van a matar a todos, que los ricos no tienen piedad, que los Rothschild y Rockefeller acaban con la humanidad. Que nos explotan y el mundo sin estos pájaros podría ser el paraíso. No faltó ni lo de que saldrían corriendo en cohetes a otra parte dejándonos las miserias que por su mala cabeza venimos acumulando.

Con mi tesis defendía que si había tres o cuatro que nos regían el mundo que bien se lo merecían. Semejante capacidad, para mí, no debe estar ausente de premio. Y aunque seamos borregos los últimos doscientos años ha mejorado este mundo lo suficiente para poder perdonarlos. Otra tema será cuándo me perdonen en casa. El final fue tan catastrófico como el que ella predecía para los humanos del mundo… pero no me quedan líneas. Gracias a Dios salí vivo y espero poder contarlo para desaconsejar asistencia a los próximos Thanksgiving.

Una cena de Thanksgiving en pleno barrio de Salamanca. ¿Qué podría salir mal? Debí de ser el idiota que siempre hay en esas cenas porque no entendía nada. Antes de que sacaran el pavo estaba buscando las cámaras. No podía ser verdad lo de esa pareja extraña con la que tuve que hablar. Su entrada, con gran retraso, no resultó muy triunfal, pero tampoco auguraba la batalla encarnizada que venían a librar. Trajeron las pertinentes dos botellitas de vino, pero en lugar de ofrecerlas a la anfitriona de Oviedo a la que gustaría ser yanqui, las abrieron de inmediato al grito declarativo de "yo es que prefiero este vino y por eso me lo traigo".

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