Miredondemire
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Cosas de casas
Hoy poder tener una casa está más difícil que nunca. Está cara y es escasa en esas ubicaciones que nos acercan al empleo, al ocio, a la educación, a la asistencia o al orden
Dejamos de vagar para poder ser más vagos. Ilusos. Nos domesticó el trigo y nos puso a currelar. Una especie sin cerebro, con granos en la cabeza, nos esclavizó a tierras fijas buscando su supervivencia. Y generosamente la nuestra, aunque acabáramos molidos, exactamente igual que ellos, en justa correspondencia. El origen de la agricultura fue lo que nos sacó de la cueva. De vagar de hueco en hueco, a instalarnos a la vera de cereales plantados para garantizar las cosechas. Esa primera vivienda con vistas a las gramíneas distorsionó ya los precios de solares y de pagos. De aquellos barros, mezclados con paja y masas fecales hasta inventar el adobe, a los lodos actuales del mercado inmobiliario que sigue teniendo, no hay duda, su porcentaje de mierdas, de pajas y de marrones varios.
Pero las tensiones tarifarias ya existían en las cuevas. Lo que podría confirmar lo irresoluble del problema. El precio era en una moneda universal: los mamporros. El de más testosterona, más músculo y mejor porra, hacía valer el capital que proveía su capacidad de amenaza o su acreditada puntería con piedras o con as de bastos. Esas grutas sin goteras, alejadas de la entrada, las más seguras de todas, las mejor calefactadas, seguro que eran usufructo de los alfas y sus proles. La casa era un estatus antes de ser un activo en aquella protopropiedad privada, germen de nuestros problemas. Supongo que el carácter público de aquel parque de viviendas construidas por el agua empezó a privatizarse a base de crismas abiertas. O en sentido más metafórico, poner puertas al campo. El proceso ha sido largo, lo vamos sofisticando, pero el esquema más básico parece que sigue vigente. El débil, hoy considerado en términos monetarios, es el que más se resiente en la ancestral necesidad de procurarse un cobijo que nadie pueda amenazar.
Puestos a reproducirnos, a cuidarnos y ayudarnos un poco más que los simios, convenimos en vivir pegados unos a otros. Dio comienzo el urbanismo. Las leyes de suelo de entonces no se aprobaban por decreto, entraban en vigor por invasiones. Tribus que detectaban barrios mejores que el suyo, por fertilidad de las tierras o más presencia de agua, modificaban sus planes sin más informe sectorial que, habiendo aprendido a contar, saberse más que los otros. A la superioridad numérica solía ayudar la fertilidad de las damas, y el crecimiento poblacional también justificaba recalificaciones urbanísticas que por entonces se aprobaban de manera asamblearia. Ni rastro de ambientalistas, ni muchas cesiones públicas, ni demasiadas rotondas, ni ivas que recaudar, ni actos jurídicos que registrar iniciaron la época de oro del urbanismo. Y no me refiero al éxito especulativo sin freno de los más poderosos, sino al consenso en el método. Había unanimidad en entender el proceso de que cuando faltaban casas habría que ocupar más suelo, ya fuera este, ajeno o propio. El éxito ha sido innegable. Diez mil millones de monos viviremos en sus casas, las de uno o las de otros, antes que pasen diez años. No parecen pocas jaulas.
La simpleza del problema y lo complejo del asunto salieron a la palestra en ese minuto uno. Enseguida comenzaron a esbozarse las bases de ese mercado, perverso, pero no aleatorio. Cuanto mejor una zona, más cara era su conquista. Porque de la riqueza intrínseca que aportaban esas tierras se empoderaba la tribu con mejor menú y mejor clima. Las vistas al mar no aportaban. Mucha humedad y poca aleta, poco pelo y neopreno para salir a pescar, y con suficiente moreno y muy pocos años de vida, como para poner en valor eso de tumbarse en arena de playa para tostarse al sol. Cómo han cambiado los tiempos.
Los valles con microclima, las zonas de frutos salvajes, un río como dios manda, un lago con peces más tontos, suponían atractivo para mudarse de barrio. Cuando se descubrió el trueque, y que era menos doloroso desprenderse de tu cabra que de tu propio brazo en lance transaccional y ya no necesariamente guerrero, y a la agricultura le siguió el comercio, al prime location agrónomo se le unió el de los cruces de caminos, nació el valor de las esquinas, el sobreprecio del vistoso escaparate.
Todo se fue pervirtiendo. Quizá el punto de inflexión para estropearlo todo, se produjo cuando los que se arrogaron la capacidad de ordenarnos, disimulando un sistema que basándose en la fuerza repartía de lo tuyo bajo el eufemístico título de Estado, Rey o Gobierno, tomó conciencia de que le era productivo intervenir ese mercado. No digo que no fuera necesario un orden consensuado, los litigios vecinales también se han cobrado brazos, crismas y demás trozos, pero entre ordenar y recaudar la fina línea de lo tuyo se ha ido difuminando. Hemos atado a la fiera de construir a lo loco, pero debemos reconocer que nos sigue devorando.
Hoy poder tener una casa está más difícil que nunca. Está cara y es escasa en esas ubicaciones que nos acercan al empleo, al ocio, a la educación, a la asistencia o al orden. Casas sobran en España, por ejemplo, pero por no poder trasladarlas. Hay casas vacías por toda la España vaciada. Dignas, asequibles y disponibles siguen perdiendo valor gracias a la sorprendente eficiencia de proveer de alimentos, servicios y entretenimiento, los núcleos urbanos más bastos, las urbes amontonadas que parece que consiguen hacernos sentir un poco menos primates. ¡Qué engaño tan colectivo! ¡Qué mentira tan rentable! ¡Qué poco hemos aprendido!
El problema es ancestral, sociológico, antropológico y vital. Y no lo sabemos solucionar. La intervención es un fracaso, se sabe del tiempo de los castillos, años de máxima intervención. Los ricos en torreones, los pobres en arrabales, clérigos a buen recaudo, militares en almenas. Más que ideas, experiencias, historietas, desvaríos, enfoques desde otro ángulo, podría ir desgranando por ver si inspiran a alguien, o me cancelan el contrato. Es un riesgo comedido. Empiezo la próxima semana.
Dejamos de vagar para poder ser más vagos. Ilusos. Nos domesticó el trigo y nos puso a currelar. Una especie sin cerebro, con granos en la cabeza, nos esclavizó a tierras fijas buscando su supervivencia. Y generosamente la nuestra, aunque acabáramos molidos, exactamente igual que ellos, en justa correspondencia. El origen de la agricultura fue lo que nos sacó de la cueva. De vagar de hueco en hueco, a instalarnos a la vera de cereales plantados para garantizar las cosechas. Esa primera vivienda con vistas a las gramíneas distorsionó ya los precios de solares y de pagos. De aquellos barros, mezclados con paja y masas fecales hasta inventar el adobe, a los lodos actuales del mercado inmobiliario que sigue teniendo, no hay duda, su porcentaje de mierdas, de pajas y de marrones varios.