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Karma y Sandra
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Juan José Cercadillo

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Karma y Sandra

Por no contárselo a nadie, lo voy a contar aquí. Tres semanas llevo de zozobra que no sé si me merezco. Sandra entró a mi vida por la puerta de mi casa. Era Septiembre, mil novecientos ochenta y tantos

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Por no contárselo a nadie, lo voy a contar aquí. Tres semanas llevo de zozobra que no sé si me merezco. Pesan sobre mis hombros acontecimientos ajenos. La relatividad del tiempo me ha hecho presente un pasado de abandonado recuerdo. Una llamada al trabajo inició el salto cuántico que hoy me tiene de los nervios. Entre la lista de las pendientes, la casi nula identificación de Sandra me obligó a requerir más información y detalles.

"No me dijo nada más… que la conocías de sobra…". Y se me debió hasta notar que sí que caía en la cuenta con la caída de ojos, mitad resignación, mitad sorpresa, que no supe disimular. Sandra, no podría ser otra, solo podía ser ella. Nuria con su silencio me reclamaba instrucciones. Yo, con el mío, contenía un torrente de emociones. "No te preocupes, yo la llamo. Gracias Nuria, pásame con el director de operaciones…".

Entró Sandra a mi vida por la puerta de mi casa. Septiembre, mil novecientos ochenta y tantos. Acompañaba a mi hermana a la salida del colegio y la incipiente adolescencia, las ganas de descubrirse, las unió sobremanera al conocerse en su curso, el primero de instituto. Mi flechazo fue instantáneo. Y no porque pudiera ser la primera que viera lo suficientemente cerca como para sentir las hormonas, -ausentes en un colegio que solo olía a testosterona- que también. Sino porque en el aquel mismo instante, el soñador que atesoro, pareció estar convencido de haberse cruzado tan pronto, y para siempre, con la mujer de su vida.

Creció la historia en mi mente adornándose de momentos, de roces, de abrazos eternos y romantizados. Llegaba a éxtasis diarios inventándome las horas de conversación y besos, de piropos retornados que ese amor adolescente, puro de sentimiento, pleno de biología, daba sentido a mi vida más allá de los deberes. Pero, como tantas cosas en mi devenir vital, todo estaba exclusivamente en mi cabeza.

Foto: El desfile de San Patricio de este sábado en la Gran Vía de Madrid. (EP/Matías Chiofalo) Opinión
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Se acercaba el fin de curso sin intercambiar una palabra que no fuera un respetuoso y banal saludo. Pero la historia de amor que había vivido ese año, tenía ya mil capítulos con millones de aventuras creadas desde el deseo, desde el amor sin censura. Con el pequeño detalle de que mi timidez compulsiva jamás me permitió expresarme. Casi a la desesperada, cuando supe que se iba a la tierra de sus padres -un país de los del Este que entonces era provincia-, acopié valor y hormonas y se lo hice saber: estaba enamorado hasta la médula, y "sabía" que ella también.

El lance que acabó en beso y en puritana despedida grabó a fuego en mi alma esa sensación tan linda del roce momentáneo y eléctrico de unos primeros labios. Y esa otra, tan amarga, del amor no correspondido que minó la confianza de aquel adolescente-niño con complejos y con granos y lo que era peor, sin novia y sin ningún amigo que me mantuvo alejado, protegido, de posteriores intentos de compartir sentimientos con las que pasan de largo.

Casi veinte años después, en una entrevista laboral por alguien muy recomendada, retornaron los chispazos que encienden el amor verdadero. Sin acabar en contrato, acabaría en un almuerzo, que acabaría en siesta desenfrenada e intensa, cuando con los recovecos de la conversación de sobremesa los dos nos diéramos cuenta de con quién estábamos hablando.

"El lance que acabó en beso y en puritana despedida grabó a fuego en mi alma esa sensación tan linda del roce momentáneo y eléctrico de unos primeros labios"

Tres veces nos habíamos visto sin detectar el pasado común de aquel fugaz beso, que a ella le duró un segundo y a mí diez años al menos. El éxito del reencuentro, mi posición más solvente, mi independencia de macho nos mantuvo reunidos unos años, en fines de semana sueltos. Divertidos, explosivos, fructíferos, satisfactorios. Intensos aún, repetidos, alocados y hasta alcohólicos. Ese periodo de vida en que lo vas dando todo sin querer dar nada a nadie que mine tu libertad. La distancia de su Cádiz, la aparición de terceros, languidecieron la fiesta, se corrió un tupido velo que prácticamente había durado hasta hoy.

Retomamos el contacto con la aparición de las redes, el de mensajes, que nunca volvimos a vernos. Se casó con un marine de los destinados en Rota y con su nuevo servicio en la zona de Emiratos voló de España otros casi quince años. Tuve noticias en su divorcio. Me reclamaba ayuda para acopiar honorarios con los que tener garantías de enfrentar una pelea con cuyo resultado pudiera garantizarse un futuro. Ahí debí renunciar a la nostalgia de aquel primigenio beso y al egocéntrico recuerdo de tantas noches de sexo.

Ese equilibrio mental inestable y persistente que nunca le quise mirar se hizo del todo presente. Quizá fuera por su infancia de niña medio abandonada y tratada regular por un suplente nuevo padre. Quizá aquella descomunal planta en su jardín a la que tanto mimo daba, que daba olor a su barrio, que le proveía del toque de la soportabilidad que necesitaba a diario, le resultó perjudicial.

Foto: Los jóvenes optan más por la separación de bienes. (CSA-Printstock)

Quizá otras químicas más fuertes devoraron su cerebro, pero ya por esas fechas me pareció un peligro andante que no daba un paso atrás. Salí como pude, con un par de transferencias, de aquel pozo de odio que empezaba a generar. Su paso alocado por Camboya lo conocí por las fotos que cuando bebía mandaba siempre a deshoras.

Tres años después, hace ahora tres semanas, reaparecía Sandra en la lista de llamadas. Y en Barcelona. Cinco días he tardado en quererla contestar. Sabía en qué me metía, pero debía llamar. Dos horas de reencuentro en una estación de AVE. Prevenido por mensaje de su nefasta presencia me hizo entender que la decisión de raparse la cabeza tenía que ver con el cáncer. No le quedaba ni un euro, debía tres meses de casa, quería empezar de cero. La cifra que reclamaba prefiero no reproducirla, la necesidad es osada. Le ayudé con lo inmediato con la condición innegociable de hacer una hoja de ruta que acabara en un trabajo. "Tienes papeles y brazos, y no tienes cáncer", que me acabó confesando que fue episodio de piojos por elegir mal una noche con quien debía quedarse.

Las llamadas son constantes, su incumplimiento evidente. Su voluntad de enderezarse completamente ausente. A la cuarta transferencia, después de decirle bien claro que no haría una segunda, puse las cartas sobre la mesa. Le recomendé una amiga experta en asuntos sociales que tres días después me recomendaba bloquearla en mi teléfono, olvidarla y pasar página. Me decidí a contarle a mi mujer el asunto, mi angustia y mis transferencias.

Mi miedo a acometer abandono, mi confianza en el karma y en lo malo de estos usos de no atendernos al prójimo me tiene hoy angustiado. Sigo con mi zozobra. La de no coger las tres o cuatro llamadas diarias desde un teléfono oculto, la del dolor del menisco que por primera vez me he roto y la sensación de angustia que da la creencia de un universo conectado. La de no saber de qué escribir si no escribía de esto… ¿Sandra y karma?

Por no contárselo a nadie, lo voy a contar aquí. Tres semanas llevo de zozobra que no sé si me merezco. Pesan sobre mis hombros acontecimientos ajenos. La relatividad del tiempo me ha hecho presente un pasado de abandonado recuerdo. Una llamada al trabajo inició el salto cuántico que hoy me tiene de los nervios. Entre la lista de las pendientes, la casi nula identificación de Sandra me obligó a requerir más información y detalles.

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