Miredondemire
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Oda al tomate de huerto
El huerto es una bomba de racimo, explota en rama cada día. Son dos meses de abundancia. Son premios que cuajan de noche y recoges de atardecida
Un universo entero, o como mínimo, un planeta en sí mismo, rojo, pleno de lava fresca. Plagado de intrincados y densos canales, llenos de naturaleza. Semillas de próximos festines, jugos de placer que dan la vida. Combina, en otra de las millones de maravillas misteriosas que se dan ante nuestros ojos sin apenas percatarnos, la carne de sus adentros y la textura de una piel suave y fina para darle fondo y forma a la perfección del sabor y del disfrute. Aromas conquistados que, sin ser nuestros, forman hace siglos parte de nuestro día a día. Penacho verde coronando su grandeza que contrasta con el rojo y la textura de unos labios a los que primero besas y, rindiéndote a su atractivo, tienes que morder con pasión de enamorado. Roto él, de amor, por tus dientes, materializando el deseo, te entrega lo mejor de sí, o sea todo, sin pegas, reservas ni dudas. Amor correspondido y dulce, revitalizante y pleno. Y te inunda con su espíritu, licuado a salto de mata por las huertas, las lunas y los soles de rigor de media España, que crían con tanto mimo estas joyas culinarias.
Un placer intenso, antiguo y a la vez presente e inconmensurable, como viajando en el tiempo, me descubrió esta tarde mi deuda con esa fruta. Le debo una oda al tomate, y aviso, como si hiciera falta, lo de que no soy Neruda. No dejen de leer la suya. El sabor de hoy en concreto, el que se me cruzó hace un par de horas en merienda improvisada, me trasladó a aquellos huertos que no eran ocio, sino medio de "verdulear" la dieta pagando la cuenta con esfuerzo, recurso casi infinito en esas décadas justo al revés que el dinero.
Me trajo vivos recuerdos que percibí de forma física. Olor de tarde de riego. Azada en mano y atento, seguíamos, aún más niños que adolescentes, los consejos para dirigirles el agua por los surcos y las suertes de tomates, judías y habas. Las lechugas más al fondo, las cebollas alineadas, los pimientos escoltando pepinos verdes en ramas. "¡No pises ahí que luego amargan!", "¡Rápido tapa esa vía, que sangra!". Esas tardes productivas, cuando el móvil no se movía, cuando el tiktok era el tic tac del paso lento del tiempo, y lo único que bailaba ante nuestros ojos eran las vainas de guisantes colgando al fresco atardecer de un agosto pleno.
Son esas fotos de antaño que aún guardo en mi cabeza. Tardes de olores y gustos, de sabores y familia que, como entonces, hoy sigue trabajando junta. Entonces eran los huertos, hoy son sueños, puedos, debos y quieros. Disciplina, dedicación, acudir cuando no apetecía, cumplir fiel con lo sembrado. Era el ciclo de la vida tocada de cerca con las manos. Recoger de lo que siembro y no en sentido figurado. Tratar bien a la simiente en su ciclo de año en año, usar con respeto la tierra, entender del todo el círculo en el que estamos integrados.
Recuerdo los guisantes verdes, separados de su piel tierna con un gambito de dedo a su cremallera de hebra, a su funda de divino y misterioso diseño. Te caían en la boca y sabían al cielo entero. ¡Cómo de bien lo recuerdo! Cuando mordías verdura y el olor era alimento. Verde que te quiero verde, la princesa del guisante era, con sartén, mi madre que transformaba lo crudo en sinfonía de gustos, potenciando el clorofila de días de fotosíntesis, en mezclas maravillosas que unían jamón y tomate, ajos y perejiles que hoy no tendrían ni estrellas, ni michelines, capaces de valorarlos.
El huerto es una bomba de racimo, explota en rama cada día. Son dos meses de abundancia. Son premios que cuajan de noche y recoges de atardecida. Llenas la cesta de tomates y parece no quedar nada, y a la siguiente tarde, el misterio de la vida te procura de nuevo la generosidad correspondida de haber sido constante en su cuidado. Y kilos de ese milagroso sabor se ofrecen sonrojados y colgantes, generosos y convencidos de su valor, a la mano que los cuidó y que los recoge con mimo y dedicación en justa correspondencia. Quien siembra tormentas recoge tempestades, quien siembra amor en la huerta recoge lo que hoy parecen veleidades y son la esencia de la vida más allá de restaurantes. El fruto de tu trabajo, el dar para recibir, más allá de supermercados y entregas a domicilio. Sin envases y sin plásticos, sin transportes ni intermediarios. Sin marcas, sin ivas, sin análisis sanitarios, un tomate de huerta es la confirmación de que algo superior nos existe.
Oda al fruto venenoso, que no parece ni fruta, y que advierte en rojo su condición de ácido, sus niveles de potasio, el previsible reflujo gastroesofágico y su precio. Honor a la fruta prohibida, desbancada por intereses literarios por una vulgar manzana, cuando la entrada al paraíso de los sentidos más básicos siempre se podría dar por la combinación diabólica de aceite, sal y tomate, nunca por la compota. Y más aún la salida, camino de los infiernos, si proscribiera del cuento el placer mundano del supuesto edén perfecto, en el que jamás querría estar, de prohibirme el sabor del tomate… y del pecado.
Quedan mis labios, mi lengua, mi boca en deuda impagable con el rojo privilegio de entender el mundo entero a través de tus propias papilas cuando conectan con el cielo… de tu boca, con la presencia sublime de un tomate. Como si nada existiera más allá de llevarse algo tan bien pensado a tu adentro. Reflexiones del sabor, del gusto y del hedonismo que las vacaciones, con su lento devenir, nos facilitan.
Un universo entero, o como mínimo, un planeta en sí mismo, rojo, pleno de lava fresca. Plagado de intrincados y densos canales, llenos de naturaleza. Semillas de próximos festines, jugos de placer que dan la vida. Combina, en otra de las millones de maravillas misteriosas que se dan ante nuestros ojos sin apenas percatarnos, la carne de sus adentros y la textura de una piel suave y fina para darle fondo y forma a la perfección del sabor y del disfrute. Aromas conquistados que, sin ser nuestros, forman hace siglos parte de nuestro día a día. Penacho verde coronando su grandeza que contrasta con el rojo y la textura de unos labios a los que primero besas y, rindiéndote a su atractivo, tienes que morder con pasión de enamorado. Roto él, de amor, por tus dientes, materializando el deseo, te entrega lo mejor de sí, o sea todo, sin pegas, reservas ni dudas. Amor correspondido y dulce, revitalizante y pleno. Y te inunda con su espíritu, licuado a salto de mata por las huertas, las lunas y los soles de rigor de media España, que crían con tanto mimo estas joyas culinarias.
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