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El mono dopado
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Juan José Cercadillo

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El mono dopado

No se puede obviar que hasta la fauna irracional coquetea con el mundo de los estupefacientes

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La teoría del mono dopado justifica nuestro salto evolutivo. Iba Lucy deambulando tras su enésima bronca parental y el color rojo chillón de los hongos llamó su atención y le hizo detenerse un momento. Sin mucho que perder, sin saber nada, engulló las Amanitas Muscarias, es un ejemplo, que tenía ante sus ojos. El mundo empezó a fluir cinco minutos después, las piedras se volvieron ruedas, los palos lanzas, las hojas más anchas de la selva, techo y cobijo de lluvia. La mirada perdida de Lucy, durante dos días, no se pudo cruzar con la mirada sorprendida del resto de la camada. Y no fue porque no lo intentara. La resaca fue tremenda pero las alucinaciones parecían destinadas a obtener herramientas y mejor vida. No tardó en encontrar las llamativas setas de nuevo empezando así el círculo virtuoso de nuestro progreso que ha llegado a nuestros días. Ese, por qué no reconocerlo, en el que se basó en muchos casos y sigue haciéndolo, el talento. En la realidad aumentada que producen nuestras conexiones neuronales arengadas convenientemente con la química, hay mil ejemplos.

De la apología de las drogas a su reconocimiento hay largo trecho. Reconozco, no apologizo. Pero no se puede obviar que hasta la fauna irracional coquetea con el mundo de los estupefacientes. Buscaban nuestros ancestros, lo siguen haciendo casi todos los simios, higos fermentados que producían relajo y menos enfrentamientos. Los lémures mastican hojas parecidas a la coca y montan las fiestas que vemos en Pixar. Los delfines juegan con peces globo para, literalmente, inyectarse en pequeñas dosis sus toxinas, pero esto nos da más miedo enseñárselo a los niños. Innumerables especies siguen buscando el etanol de la fruta semi podrida, su escape, sus otros yo...

Millones de años después parece ser que el descubrimiento del café, nuestra droga más querida, no tuvo distinto origen que la voluntad de evadirse de la rutina diaria de un rebaño de cabras, que pastaba justo donde encontramos a Lucy, Etiopía. Su pastor se preguntaba por los cambios de humor de las chivas hasta que relacionó su estado con la ingesta de unas bayas que con su color rojo brillante prometían muerte o mejor vida. El grano, o sea su semilla, las ponía como motos durante toda la jornada. El pastor, que también trataba de mejorar su existencia, no se lo pensó dos veces y se metió sin saberlo seis gramos de cafeína. Las cabras tornaron tortugas y su vida nuevo rumbo. Saltaba de roca en roca, dio de baja a su perrillo y con el descubrimiento aun fresco se fue al Monasterio más reputado de la zona. Diez siglos hace de eso. Los monjes aplicaron conocimientos de alquimia, sentido del ahorro, diseño del producto y mercadotecnia. Decidieron moler y cocer los granos una vez que comprobaron que podían destinar el resto del fruto al tratamiento de los intestinos desbocados. Y dieron con ese caldo negro que nos sigue cautivando.

Foto:  Opinión
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Desde entonces ese brebaje que los españoles extendimos en el siglo XVII, sembrando junto con los portugueses su planta por todo el mundo, ocupa un puesto de honor entre las bebidas más vendidas y los estimulantes más aceptados. Lo he vuelto a comprobar esta mañana. 6:45 horas y la cola de la única cafetería abierta en la planta baja de la estación de Atocha parecía la entrada a un concierto Maluma. Dormidos, resignados o desesperados se alineaban por su primera dosis de café de la mañana. La dependencia se palpa, la escasez es un problema. La de baristas me refiero, porque la logística en la comercialización del café alcanza niveles de excelencia vista su omnipresencia terráquea. Laura -luego vi la chapa de su chaqueta- se batía con bastante pundonor con el molinillo y la cafetera. Pero la desproporción entre enganchados y proveedora me supuso catorce minutos de espera, de reloj.

Hay que reconocerle que no ayuda nunca a la rapidez del servicio las variantes infinitas a las que los caprichosos consumidores la sometemos. Cortos, largos, medios. Fríos, templados, calientes. Vasos, tazas o portátiles. Miles de combinaciones que han alcanzado el paroxismo con la irrupción de las leches manipuladas o vegetales. Sin lactosa, con calcio, desnatadas o semis, para el jugo de las vacas. Soja, almendras, avena, arroz y hasta coco, procuran ese sudoku que, torturando a Laura, me perpetuaron en la cola los catorce minutos de marras.

Foto: Eduard Fernández, protagonista de 'El 47'. (Efe) Opinión
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Pasé el control sobre la hora con el café ardiéndome entre las manos y me topé con la noticia publicada en las pantallas del retraso de mi tren. Tan raro como preocupante el dato, me aposté en el mostrador de una puerta sin servicio a disfrutar de ese chute que me gusta más si es solo. No me refiero al café que suelo arruinarlo con cualquier tipo de leche, sino a la compañía. Un café en soledad te permite comprobar, más concentrado, sus efectos. Los diez primeros minutos se me pasaron volando valorando la habilidad de Laura con la jarrita. Los diez siguientes mosqueado, porque mi reunión en Málaga tenía hora precisa. A la media hora se produjo el celebrado evento de la apertura de la cafetería de los andenes. Los yonquis más espabilados salimos al tiempo corriendo y formamos disciplinados la cola de nuestro sustento. Llegué el sexto. Pablo -nombre ficticio, no pude acreditarlo- resultó ser bastante lento. Imaginaba en la espera cómo podría decirle que visitara a su compañera con empeño de mejora. Mejor me callo, pensé, por no poner en riesgo mi ansiada segunda dosis. Doce minutos después y con casi cuatro euros menos, al volver a mi atalaya de mostrador en la puerta me percaté del número de mendigos, es un decir visto el precio, que esperaban con paciencia su turno y su cafeína.

Miradas de ánimo con mi taza de cartón en la mano lancé con cierta indulgencia. Guiños de comprensión a quienes estaban pasando el mono desde mitad del día anterior brindé mientras rodeaba la cola. Casi una hora más de impaciencia hasta que salió mi tren, que mitigué contando los que se acercaban a la rentable cafetería. Una hora en la que pude atestiguar que más de media humanidad sigue representando, de una o de otra manera, esa disparatada historia del primer mono dopado.

La teoría del mono dopado justifica nuestro salto evolutivo. Iba Lucy deambulando tras su enésima bronca parental y el color rojo chillón de los hongos llamó su atención y le hizo detenerse un momento. Sin mucho que perder, sin saber nada, engulló las Amanitas Muscarias, es un ejemplo, que tenía ante sus ojos. El mundo empezó a fluir cinco minutos después, las piedras se volvieron ruedas, los palos lanzas, las hojas más anchas de la selva, techo y cobijo de lluvia. La mirada perdida de Lucy, durante dos días, no se pudo cruzar con la mirada sorprendida del resto de la camada. Y no fue porque no lo intentara. La resaca fue tremenda pero las alucinaciones parecían destinadas a obtener herramientas y mejor vida. No tardó en encontrar las llamativas setas de nuevo empezando así el círculo virtuoso de nuestro progreso que ha llegado a nuestros días. Ese, por qué no reconocerlo, en el que se basó en muchos casos y sigue haciéndolo, el talento. En la realidad aumentada que producen nuestras conexiones neuronales arengadas convenientemente con la química, hay mil ejemplos.

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