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Miredondemire
Por
Supermotivados
Un hombre arrugado difícilmente sacará adelante una licencia. Me resigné
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Aproximo mis experiencias de cliente a una auditoría comercial. Ejerzo de comprador misterioso por vocación y pro bono. Casi nunca remito mis conclusiones a la dirección de las empresas que me atienden, pero al menos, trato de trasladar mis desazones a lo que mis clientes puedan vivir en nuestra casa. Vendo pisos, compra fundamental en la vida y cada vez más difícil de acometer. Normal -entiendo- mi empatía, mi vocación de comprender al cliente y a la vez mi preocupación por aquellas empresas, incluida la mía, que puedan estar ya muertas sin saberlo por no poder adaptarse a las exigencias del que paga. En una especie de crítica, que pretende ser autocrítica cuando la traslado a lo que me mantiene, analizo sin piedad la atención que se me brinda. Tantos años haciéndolo me han permitido aproximarme a una taxonomía del comercial que esta semana me apetecía compartir al darla por terminada. Y es que ha sido una semana reveladora en un avión, con el alquiler de un coche y en un estanco por encargo. Pero si me tengo que centrar en una…
Coleta de institutriz, horquillas que destacan, a propósito, por su brillo en su tensionado pelaje. Camisa ajustada por demás y falda con el cinturón a la altura del ombligo me pusieron sobre aviso. Demasiado marcial. Maquillaje marcando los rasgos, adustos a fuerza de forzarlos. Pómulos sobresalientes, pestañas saliendo aún más, sin saber cómo eso fuera posible, de su anguloso rostro. Cejas en perfecta y militar formación. Ojos en semi guiño, mirada rasgada y felina de forzarse a ver mejor las faltas cometidas por los clientes. Como de estar atenta. Horror, me volvió a tocar la azafata hipermotivada y trepa.
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Sufrí su disciplina por mi sana costumbre de viajar en salida de emergencia. Me clavó su mirada nada más enfilarme en mi fila camino del F de la ventana. Catorce filas de asientos por medio, pensé que se había teletransportado cuando, inopinadamente, se dirigió a mí casi rozándome con sus pestañas: “-¡¡No puede llevar nada entre las piernas!!”. “-Es mi chaqueta, perdone.” Le dije, a punto de defenderme de su agresivo “saludo” refiriéndome a lo otro que sólo yo notaba y que, sabía yo, llevaba entre mis piernas. “-¡¡Tiene que ponerla arriba!!”. “-No lo digas…”. Me dije. Y lo conseguí. Me autocensuré, en un alarde de prudencia que evitó denuncia de género y evacuación forzosa del vuelo.
Estiré los brazos para ofrecérsela, la chaqueta, y en el segundo que comprobé que había dejado mis gafas en el trolley se produjo de nuevo el teletransporte. Mi prenda, o sea yo, y mi chaqueta, acompañaban mis dos palmos de narices mientras observaba la desconocida sonrisa de la azafata atendiendo sumisa al último pasajero de la zona business catorce filas más allá. Me libré del cinturón, molesté a ambos pasajeros a siniestra y comprobé la absoluta imposibilidad, dado lo concurrido del compartimento, de que mi chaqueta saliera ilesa del viaje. Arrugado yo, para hacer frente a la sargento de a bordo, la doblé intentando minimizar o proponer trazo a sus futuras arrugas. Envejecer se puede hacer en horas, pensé resignado, consciente del aspecto que iba a dar en el ayuntamiento de no sé bien dónde fuera que fuera. “Un hombre arrugado difícilmente sacará adelante una licencia”. Me dije y me resigné.
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Retomé mi posición de persona supuestamente indispensable en la seguridad del vuelo mientras la azafata se plantaba de nuevo a mi altura, esta vez reclamando con voz aún más potente, autoritaria, y de oírse bien a sí misma, la atención de los seis empleados sin paga de la compañía. La de los ocupantes de las teóricas salidas de emergencia contratados a tiempo parcial y sin remuneración.
“¡¡¡Presten atención un momento!!!” El: “¡Señor, sí señor!” lo sujeté entre los dientes gracias a que, sin opción de interrumpir, llegó hasta mí un potentísimo: “¡¡¡¡Usted!!!!”. Petrificado, y señalado, y mientras probaba el amargo sabor de mis propias palabras, tuve que soportar el gesto enérgico y marcial de la Rottenmeier sacándose de los oídos unos supuestos auriculares inalámbricos de reputada marca. Tal fue la clarividencia de su gesto que pude deducir que sus imaginarios cascos eran exactamente iguales a los míos. “¡¡¡Quítese los auriculares y présteme atención!!!”. Me dijo como si fuera la reencarnación diabólica y combinada de mi padre y de mi tutor de Salesianos y yo siguiera teniendo ocho o nueve años.
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Decenas, no digo centenares por no exagerar, de veces he escuchado el inútil mensaje que alecciona tu compromiso de conservar la calma en caso de accidente aéreo. Me resulta cómico pensar que en caso de colapso aeronáutico tengamos opción de salir en procesión por la ventana y el ala del avión hacia una segunda oportunidad de vida. Ni en las películas. Es la misma sensación de absurdidad de cuando te enteras de que el oxígeno que procurarán las máscaras en caso de despresurización de la cabina solo cumplen la respetable misión de enfervorizar al pasaje antes de su inevitable final. Total, que no le presto demasiada atención a la charla, por demás inútil. Aun así, la reprimenda de la Teniente General en cuerpo de Cabo Primero y con galones de todo a cien, me avergonzó delante de mis colegas de posición. Cabizbajo, decidí no retrasar el vuelo de mis copasajeros y me retiré sumiso los cascos. Las marciales declaraciones, las dictatoriales exigencias, los absurdos mandatos que salieron de la boquita de la sobrestimulada sobrecargo me tuvieron entre lo irrisorio y la denuncia por bulling. Nos mirábamos los “emergentes”, de emergencias, con incredulidad y bis cómica.
“No puede ser” fue la frase más repetida. Tal era el ardor, la convicción y la naturaleza formal de las directrices de la aspirante a Hitler que provocó en seguida la camaradería de la fila 17. Y la asociación de afectados. Sabíamos que no íbamos a caer en medio del mar, entre otras cosas porque el vuelo era un Madrid-Pamplona. La pérdida de sustentación por La Rioja no nos iba a dar la oportunidad de demostrar nuestras dotes de cerrajeros de urgencia abriendo las puertas a la salvación. El comentario generalizado fue en torno a la sobreactuación de la becaria. La teoría más plausible y más votada: está en prácticas y el pasajero tan melosamente atendido es directivo de la compañía. El escrutinio fue contundente.
“¡¡No traten de engañarme que voy a estar atenta. No pueden llevar los cascos durante el despegue y el aterrizaje!!”. Remató. Eso en un vuelo de una hora, son cuarenta y cinco minutos sin música ni audios de whatssap. No vuelvo a sacar salida de emergencia, no me vuelva a encontrar con la sobrecargo sobreactuada y trepa.
Aproximo mis experiencias de cliente a una auditoría comercial. Ejerzo de comprador misterioso por vocación y pro bono. Casi nunca remito mis conclusiones a la dirección de las empresas que me atienden, pero al menos, trato de trasladar mis desazones a lo que mis clientes puedan vivir en nuestra casa. Vendo pisos, compra fundamental en la vida y cada vez más difícil de acometer. Normal -entiendo- mi empatía, mi vocación de comprender al cliente y a la vez mi preocupación por aquellas empresas, incluida la mía, que puedan estar ya muertas sin saberlo por no poder adaptarse a las exigencias del que paga. En una especie de crítica, que pretende ser autocrítica cuando la traslado a lo que me mantiene, analizo sin piedad la atención que se me brinda. Tantos años haciéndolo me han permitido aproximarme a una taxonomía del comercial que esta semana me apetecía compartir al darla por terminada. Y es que ha sido una semana reveladora en un avión, con el alquiler de un coche y en un estanco por encargo. Pero si me tengo que centrar en una…