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Juan José Cercadillo

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Ruido de sordos

La falta de diálogo constructivo amenaza la comunicación en hogares, escuelas y parlamentos, mientras el ruido mediático y los egos individuales erosionan la esencia de la conversación humana

Foto: Una miniatura del presidente Donald Trump con el mapa de Irán detrás (Reuters/ Ruvic Illustration)
Una miniatura del presidente Donald Trump con el mapa de Irán detrás (Reuters/ Ruvic Illustration)

El mundo se está empezando a pasar de hablar. A la misma velocidad que pasa de conversar, desgraciadamente. Ruido, soflamas, eslóganes, sentencias… Los titulares de hoy, los de hace demasiados días, encadenan al arte de la conversación. Con cadenas irrompibles, perpetuas y no revisables. Porque no existe ningún indicio de que podamos recuperar el diálogo constructivo, ni voluntad de hacerlo en ningún orden de nuestra actual sociedad. Parece que nadie de los que mandan se aviene al concepto de darle vueltas a una idea, juntos, para mejorarla. Ese es el sentido literal de conversar. Y el mundo, claramente, lo está perdiendo. A pequeña y gran escala.

En las casas, donde los jefes son los hijos, se ejerce una dictadura basada en el ideario subliminal de Tik Tok o de Instagram, absolutamente férrea e incomunicativa. Imposible el diálogo intergeneracional. La pérdida de referentes familiares es obvia. Su sustitución por avatares -por muy personas que sean las que salen en las pantallas, con los que no puedes interactuar ni conversar-, arrastra a los más jóvenes a un esquema de comunicación unidireccional. Te tratan como si realmente estuvieras al otro lado de una pantalla. Incluso cuando compartes mesa.

Igual pasa en los colegios, se erradicó su enseñanza, generándose la tormenta perfecta que arrasará de forma definitiva los frutos de la conversación tranquila y directa. Esa que, celebrada entre unos pocos que quieran aportar y mejorar su idea y la de sus prójimos, hizo evolucionar a la humanidad.

Juzguen, como ejercicio sociológico, su propia comunidad de propietarios. El auto convencimiento, el exceso de autoestima mezclado con la vacuidad, que es el mal de nuestros días, genera confrontaciones de violencia verbal al estilo de misiles que tratan de destruir el centro de mando de nuestro enemigo del cuarto. Monólogos de largo alcance que se cruzan en el seno de una reunión, creada al servicio de lo colectivo, y que suele acabar pareciendo el suelo de un circo romano tras varios días de juegos desenfrenados.

Foto:  Opinión
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Extrapolen el test a nuestro actual Parlamento. Cientos de años de intentos de regular con decoro las formas de convencernos y nos encontramos con esto. Elegidos los mejores, los más válidos supuestamente para ponerse de acuerdo, protagonizan a diario esa jauría extasiada cuando huelen sangre ajena que ahora grita y aúlla, interrumpe, ningunea. Del ansiado diálogo al despreciativo gesto. De la propuesta sensata que trata de ser incluyente a las trincheras argumentales desde las que atacar a la vez que te defiendes sin asumir ningún riesgo. De la deliberación y la plática a poner pie en pared, cuando no encima del escaño, con la misma desfachatez con la que renuncian a su misión nunca a su cargo.

A medida que aumentamos el perímetro el diagnóstico es más claro y más peligrosos sus síntomas. Hoy Donald Trump bombardea Irán, Israel destruye Gaza, Rusia invade a sus vecinos y a los de su propia casa. Caos en África central y en la mitad de Sudamérica. Pensar que milenios de evolución del lenguaje sirva más para separarnos que para ponernos de acuerdo es tan increíble como frustrante. El planeta de Babel es lo que estamos logrando y todos sabemos cómo acabó la Torre. Imposible construirla con esclavos de mil sitios que ni siquiera hablaban el lenguaje de los capataces. ¿Cómo vamos a construir un mejor mundo si, pese a las traducciones simultáneas, lo único que oímos cuando habla el otro son nuestras propias voces investigando más y más contundentes argumentos e instigándonos a lanzarlos después de taparnos oídos y ojos?

Foto: Corrida de toros en Madrid esta primavera (EFE/Fernando Villar) Opinión
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Y ese empieza a ser el verdadero peligro. El de no escucharnos a nosotros mismos. No escuchar nuestra humanidad, nuestro sentido de especie. Nos contaminan los ecos de esos millones de voces que ahora escuchamos en formatos pildoreros. Viajan como virus por las nubes y toman el control con el nuevo modelo de comunicación y difusión imperante, el altavoz-oreja, mientras van callando bocas. Estamos desentrenados en la argumentación que integra, en la escucha activa, en el silencio que facilita una frase subsiguiente. Porque ya no hablamos entre nosotros. Los poderosos hablan a una cámara, de filmar, no de diputados. La prensa afina las noticias y su enfoque para que gusten más a los bots y poder inflar audiencias. No se leen los contenidos, y discutir en los bares con titulares ininteligibles y sesgados se está haciendo un ejercicio verdaderamente descorazonador, cuando no imposible.

En pleno Renacimiento, Montaigne marcó el camino: "La conversación es el ejercicio más fructífero y natural del espíritu humano". Duró cientos de años el compromiso de aportar y dejar aportarse algo. Hoy lo estamos perdiendo a pasos agigantados. Volver a tener que reclamarlo es la mejor evidencia. Son muchas las voces que reflejan el hastío y la decepción de esta deriva hacia la soledad, la individualidad supremacista, la trágica derrota de toda la humanidad a manos de miles de millones de egos.

Un par de ejemplos cercanos. Mariano Sigman defiende en El poder de las palabras que todo puede cambiar en tu cerebro, en tu vida, conversando. Con otros, y lo que me resulta más estimulante, con uno mismo. Saber escucharse bien, no interrumpirte, no dar por válidos argumentos o valoraciones sobre ti, como hacemos con casi todo el mundo nos puede ayudar a cambiar. A nosotros, pero también al mundo.

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Rubén Amón, en Tenemos que hablar, apunta otro camino más directo advirtiendo del naufragio del diálogo en una sociedad saturada de discursos, víctima de los egos y desnutrida de palabras con sentido. Nos insta a todos a reivindicar y aplicar la esencia de la conversación como un acto de coraje y de ternura, como una herramienta de pensamiento y un vínculo afectivo con el otro.

Lástima que, con tanto querer escuchar, con tanto auricular y micrófonos, nos hemos convertido en un mundo que sufre una plaga de sordos. No escuchamos ni nuestros propios berridos que, en cualquier caso, taparían con estrépito las ideas de los otros.

El mundo se está empezando a pasar de hablar. A la misma velocidad que pasa de conversar, desgraciadamente. Ruido, soflamas, eslóganes, sentencias… Los titulares de hoy, los de hace demasiados días, encadenan al arte de la conversación. Con cadenas irrompibles, perpetuas y no revisables. Porque no existe ningún indicio de que podamos recuperar el diálogo constructivo, ni voluntad de hacerlo en ningún orden de nuestra actual sociedad. Parece que nadie de los que mandan se aviene al concepto de darle vueltas a una idea, juntos, para mejorarla. Ese es el sentido literal de conversar. Y el mundo, claramente, lo está perdiendo. A pequeña y gran escala.

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