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Me cagüen sus muertos
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Juan José Cercadillo

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Me cagüen sus muertos

Isabel la Católica abusó de mí. Espero que Ione Belarra se haga eco y se haga ascos y que arremeta en sede parlamentaria contra esa reina

Foto: 'Isabel la Católica', de Madrazo (1848). Museo del Prado.
'Isabel la Católica', de Madrazo (1848). Museo del Prado.
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Sentado en esa incómoda silla sentía el frío en cada uno de mis huesos. La esquina sombría a la que estaba relegado era el rincón más helador del Arzobispado. Era mi tercera semana allí. Mi padre me había enviado desde nuestro originario Cogolludo para consolidar mi carrera política a las faldas de los monjes y a la sombra, también fría, de la corona. Que aceptaran mi presencia no garantizaba ningún lugar de privilegio, pero en el primer cruce con ella cambiaría de inmediato mi inicial estatus.

Me miró sin soltar una palabra y mi torpe genuflexión estiró sus labios en lo que me pareció más un intento de ocultar que de brindarme una sonrisa. Me daba miedo. Y su precoz ancianidad, de aquellos 34 años, nula pulsión sexual a pesar de su majestad y de mis dieciséis hormonales primaveras. Esa misma noche fui requerido. La intimidad de su aposento, la oscuridad pretendida y el silencio fueron los únicos testigos de sus acercamientos. Su mano real buscaba con ahínco mis irreales deseos. La pasividad no bastaba y su objetivo estaba claro. Y su objetivo, en sus manos, quedó al final del toqueteo. Como en sus manos estaba mi destino en aquellos desagradables momentos. La naturaleza hizo el resto, cumplimentó el requerido -no sin acierto- mientras mi mente se ausentaba buscando pretendidos, concurridos y adornados salones palaciegos.

Hoy por primera vez me atrevo a contarlo. La sanación requiere confesión y arrepentimiento. Confieso que no lo denuncié en aquel momento, y que me arrepiento. Entiendan mi situación y su empoderamiento. Pero llegó el momento de saberse mi verdad. Nuestra reina es pedófila y abusa del consentimiento implícito que estigmatiza hoy a sus súbditos. Ya me siento mejor. Ahora, cursada la denuncia, espero diligencia procesal y justicia, a ser posible poética, para que se pueda retirar el nombre del centro de salud que, para mayor escarnio del niño que llevo dentro, es el de mi barrio.

Como describo con detalle y coherencia en la denuncia, mi calvario terminó el día que describía: 20 de enero de 1486. Conocido con el paso del tiempo como el día de la entrevista en el palacio Arzobispal de Alcalá de Henares. Allí, cuando Isabel la Católica le dio el sí a Cristóbal, vi mi manera de poder decir que no a la reina. Al salir el marinero me deslicé a su encuentro con la férrea voluntad de acompañarle a las indias. Cuanto más lejos mejor. Y cuanto antes. Aquella fue la última noche que ocurrió de verdad, pero la escena se me repite a diario los últimos cinco siglos. Con precisión milimétrica y final alternativo, eso sí. Entiendan la victimización, la impotencia. Entiendan la necesidad de desvelarlo justo ahora. Y entiendan a las que me defiendan.

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Espero que Ione Belarra se haga eco y se haga ascos, dada la condición republicana de la presa y la evidente monarquía de la fiera. Espero que me comprenda y que arremeta en sede parlamentaria contra esa reina cuya cualquier aportación a la historia de la sociedad española se acaba de ir a la mierda con mi historieta.

Muy importante para mí será la puesta en escena. Ese ceño fruncido, ese tono de vendetta, ese juicio sumarísimo, esa sentencia severa. Añadirá la política también la propuesta de renombrar el Centro Cultural integrado de Medina del Campo, donde falleció la agresora, para completar la condena.

Imprescindible que Televisión Española dedique varias mañanas a enseñar mi espalda, ya vieja, a la audiencia aborregada, ávida de doctrina y necesitada de carnaza ajena. Tertulianos encendidos dando mi historia por buena encontrarán el filón para demonizar a los Trastámara. Y por extensión, y deducción más que lógica, a la casa de los Austrias. Pero, sobre todo, aprovechando que el Zapardiel pasa por Medina, a escasos metros del innombrable, y renombrable centro cultural, justificar el desollamiento Borbón, verdadera causa de cada uno de nuestros males.

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Juan José Cercadillo

Dará igual que algún sensato en sus breves intervenciones intente explicar que Isabel I de Castilla ya no vive, lo que hace prácticamente imposible su propia defensa. Dará igual que intente explicar que mi relato pudiera no ser tan cierto como aseguro por el paso de los años. Y dará igual la mofa de la tertulia a la presunción de inocencia, siempre que sea generalizada y compartida la asunción de la culpabilidad de la regenta.

Igual de importante, o más, será arremeter contra todos aquellos que en su deriva identitaria consideren que mi denuncia es extemporánea. Aquellos que argumentando la nula capacidad de prueba nieguen los hechos con su fachísimo papo. Esos que, esgrimiendo el principal puntal de la justicia -la ubicación de la carga de la prueba- duden de mis declaraciones, serán lanzados a la hoguera mediática por victimizarme. Por negar el acoso y la violencia de cualquier naturaleza y por no equiparar a mi denuncia, que lleva implícita en sí misma la condena, con un juicio justo con presunción de inocencia.

Espero que toda feminista compre mi historia. Y mi camiseta. Que pueden adquirir en el siguiente enlace www.yotambientecreopaje.com. Paje con jota, no confundirse de página. Destinaré el uno por ciento de lo recaudado a la lucha contra el patriarcado de la mediana edad en la Edad Media. Eso sí, me tienen que comprar en masa que son cientos las asociaciones en pie de guerra contra los autoproclamados caballeros, que deshonraban su título montando más de una yegua al mismo tiempo.

Y para los insensibles, asalvajados y corporativistas machitos que cometan la atrocidad de negarme o sembrar la duda, permítanme un mensaje claro que no duden en transmitirles si hubiera alguno a su lado: que me cago en sus muertos y que se abrió la veda. El próximo día cuento lo que me pasó con Franco.

Sentado en esa incómoda silla sentía el frío en cada uno de mis huesos. La esquina sombría a la que estaba relegado era el rincón más helador del Arzobispado. Era mi tercera semana allí. Mi padre me había enviado desde nuestro originario Cogolludo para consolidar mi carrera política a las faldas de los monjes y a la sombra, también fría, de la corona. Que aceptaran mi presencia no garantizaba ningún lugar de privilegio, pero en el primer cruce con ella cambiaría de inmediato mi inicial estatus.

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