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Ni delincuentes, ni confesos
Las alusiones de quienes tienen responsabilidades políticas acerca de personas sometidas a investigaciones penales, llamándolas delincuentes, contravienen la legislación de la UE, que prohíbe a las autoridades vulnerar la presunción de inocencia
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Decía Ulpiano allá por el siglo III d. C. que es preferible que se deje impune el delito de un culpable antes que condenar a un inocente. Pero quizá tenga más fuerza la frase atribuida a Maimónides de que es mejor absolver a mil culpables que condenar a muerte a un inocente. Aunque el derecho a la presunción de inocencia no sea algo novedoso, sí tiene una implicación esencial en las democracias modernas, en la medida en la que supone la ruptura con sistemas anteriores en los que el denominado "derecho penal de autor" permitía condenar a personas por el mero hecho de pertenecer a un "tipo de delincuente", con independencia de si habían cometido el delito o no, basándose en su talante o disposición de ánimo. Nuestra Constitución reconoce a la presunción de inocencia la cualidad de derecho fundamental en el artículo 24.2, si bien, el precedente constitucionalista más relevante lo establece la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que, en su artículo 9, establecía que "puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severamente reprimido por la Ley".
Como razona el catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona, Jordi Nieva Fenoll, en su obra La razón de la presunción de inocencia, la posición del investigado en un proceso judicial es adversa y le sitúa enfrente del recelo social de la masa. Los ciudadanos, ante la mera noticia de un suceso y el inicio de actuaciones policiales o judiciales contra alguien, tendemos sistemáticamente a dar por cierta la información ofrecida y a tener a la persona investigada no como sospechosa, sino como culpable. Ante la frecuente experiencia de que se condenase a inocentes —desde el punto de vista jurídico, que no social— es normal que surgiera el principio de presunción de inocencia como herramienta de evitación de falsas acusaciones y para eludir la construcción social de una verdad ficticia basada en rumores, prevenciones atávicas o instintos.
La presunción de inocencia puede definirse con el aforismo "todo el mundo es inocente, salvo que se demuestre lo contrario", es decir, todo el mundo es inocente hasta que una sentencia dictada por el órgano judicial competente determine que esa persona es autora de un delito. No son suficientes un auto de procesamiento, de prisión o de adopción de medidas cautelares, sino que es imprescindible que haya una sentencia condenatoria.
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Tanto el artículo 6 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales como el artículo 48 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea recogen expresamente el derecho a la presunción de inocencia. Este marco normativo europeo, de directa aplicación en España, es el germen de la Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia y el derecho a estar presente en el juicio, que, a la sazón, no ha sido traspuesta a nuestro ordenamiento jurídico, pese a haber trascurrido el plazo de cinco años otorgado para su incorporación a nuestro ordenamiento jurídico interno, que vencía en 2021.
Según el último informe sobre el Estado de Derecho publicado por la Fundación Hay Derecho en 2024, España es el país con mayor número de procedimientos por infracción abiertos por el retraso en el cumplimiento de las obligaciones legislativas comunitarias. En 2022, nuestro país se situó en el penúltimo puesto, y en 2023 ha vuelto al último lugar que ya ostentó en 2021. Así, al terminar 2023, España acumulaba 47 casos por trasposición o aplicación incorrecta de las directivas, 24 casos de infracción por trasposición tardía y 10 por incorrecta trasposición o aplicación de directivas. La Directiva (UE) 2026/343, por tanto, es una norma más de tantas ignoradas por las autoridades españolas para su trasposición, lo que no significa que no sea de aplicación directa una vez expirado el referido plazo.
La Directiva se aplica a todas las personas físicas sospechosas o acusadas en un proceso penal, desde el momento inicial —incluso antes de que las autoridades les hayan comunicado su condición de sospechosas o acusadas—, durante todo el proceso penal y hasta la finalización del mismo por archivo, absolución o condena. Lo relevante de la Directiva es que obliga directamente a los poderes públicos, estableciéndose en su artículo 16 que 'se vulneraría la presunción de inocencia si las declaraciones públicas de las autoridades públicas, o las resoluciones judiciales que no fuesen de condena se refiriesen a un sospechoso o acusado como culpable mientras no se haya probado su culpabilidad con arreglo a la ley', precisando el artículo 17 que dichas declaraciones están vetadas a "ministros y otros cargos públicos".
Estamos asistiendo a declaraciones públicas de autoridades españolas refiriéndose a encausados en diversos procesos penales como culpables
En los últimos tiempos, estamos asistiendo a declaraciones públicas de autoridades españolas que conculcan directamente la referida Directiva, refiriéndose a encausados en diversos procesos penales como culpables, pese a no haber sido condenados. Así, por ejemplo, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, hablando de la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, y la causa abierta contra ella, dio por hecho que había cometido un delito cuando se refirió a que los diputados socialistas "van a tener que dar aquí explicaciones porque el dinero de los madrileños que pagan y pagan mucho se ha ido por el sumidero para hacer negocios y chanchullos que son insoportables".
De forma más reiterativa y persistente, tanto el presidente del Gobierno como varios ministros socialistas, se han referido a la pareja de la anterior, Alberto González Amador, investigado por supuestos delitos contra la Hacienda Pública, como "defraudador confeso" o "delincuente confeso", lo que les ha valido que este último haya presentado contra cada uno de ellos sendas demandas de protección de derecho al honor. Quienes justifican el comportamiento del presidente y sus ministros se basan en que, en el correo filtrado del abogado de González Amador, se reconocía que "ciertamente se han cometido dos delitos contra la Hacienda Pública" tras manifestar la voluntad de alcanzar una conformidad con la fiscalía. Pues bien, en ese caso, desconocen o quieren desconocer que las palabras de un abogado, en primer lugar, no implican la confesión de su cliente; que, en segundo lugar, unas manifestaciones extraprocesales carecen de la naturaleza de confesión judicial; y que, en tercer lugar, aun en el caso de que el investigado hubiera reconocido en sede judicial la comisión de un acto delictivo, ni siquiera así nos podríamos referir a él como defraudador, porque, volviendo al inicio, nadie es delincuente hasta que una sentencia penal lo determine. Por ello, no es de extrañar que el juez instructor del caso que investiga al Fiscal General del Estado como presunto autor de la filtración, haya desmentido que sea un "defraudador confeso".
Esperar limpieza, respeto institucional y responsabilidad pública es algo cada vez más bisoño y utópico. Con independencia del resultado que puedan tener los asuntos judiciales iniciados, la deriva inercial generalizada de miembros de los legislativos y ejecutivos de este país —y periodistas afines—, refiriéndose a adversarios políticos o sus allegados como delincuentes cuando aún se están investigando los hechos, además de contravenir la legislación europea —luego son otros los euroescépticos, por cierto—, nos colocan en el siglo XVI. Qué débil es la memoria colectiva de un pueblo cuando desprecia derechos fundamentales, como la presunción de inocencia, conseguidos tras tiempos oscuros y dando pasos atrás en las conquistas democráticas, solo por ganar el relato político.
Decía Ulpiano allá por el siglo III d. C. que es preferible que se deje impune el delito de un culpable antes que condenar a un inocente. Pero quizá tenga más fuerza la frase atribuida a Maimónides de que es mejor absolver a mil culpables que condenar a muerte a un inocente. Aunque el derecho a la presunción de inocencia no sea algo novedoso, sí tiene una implicación esencial en las democracias modernas, en la medida en la que supone la ruptura con sistemas anteriores en los que el denominado "derecho penal de autor" permitía condenar a personas por el mero hecho de pertenecer a un "tipo de delincuente", con independencia de si habían cometido el delito o no, basándose en su talante o disposición de ánimo. Nuestra Constitución reconoce a la presunción de inocencia la cualidad de derecho fundamental en el artículo 24.2, si bien, el precedente constitucionalista más relevante lo establece la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que, en su artículo 9, establecía que "puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severamente reprimido por la Ley".