La lealtad institucional pasa por respetar las resoluciones judiciales, españolas o italianas, no por manosear a conveniencia el principio del superior interés del menor
Llegada de Juana Rivas a los juzgados. (Europa Press/Arsenio Zurita)
Suelo decir que toda historia tiene, al menos, dos versiones. Cuando te dedicas a desentrañar la verdad, acabas desarrollando una habilidad para separar lo accesorio de lo principal y para escudriñar lo que subyace en cada una de las pruebas que se practican en un juicio.
Cuando un particular se presenta ante el juzgado con un problema y pide que un juez lo resuelva, expone los hechos en los que se apoya, las leyes y jurisprudencia en las que basa su pretensión y formula una petición explícita. El abogado que lo redacta se pone en los zapatos de su cliente y hace por él aquello que este no puede realizar por ser lego en derecho. Deontológicamente, el abogado debe hacer lo mejor para su mandante, esté o no de acuerdo con él, resaltando las fortalezas del caso y pasando por encima de lo que le perjudica. El demandado hace lo propio: contesta defendiéndose de las alegaciones de la otra parte, pide que se desestime la petición e, incluso, puede solicitar otro pronunciamiento. Todo ello desde su particular punto de vista.
Las peticiones, por tanto, tienen una fuerte dosis de subjetividad.
La vida es compleja y, en la mayoría de las ocasiones, todos tienen un poco de razón. Si un tercero imparcial, que no conoce de nada a las partes involucradas en la disputa, se lee la demanda, suele pensar que el solicitante tiene razón. Pero luego, leyendo la contestación, las cosas no están tan claras. El derecho que regula el conflicto –procesal o administrativo– se basa, por ello, en los principios de igualdad y contradicción, obligando al decisor a escuchar a ambas partes en igualdad de condiciones y de forma contradictoria, de suerte que ambas sepan lo que se dice en su contra y puedan contrarrestarlo con prueba.
Cuando un caso se convierte en mediático, nada de esto sucede. Las "leyes" que gobiernan los medios de comunicación y las redes sociales son contrarias a la igualdad y a la contradicción. Para ganarse a la opinión pública es fundamental ser el primero en acceder al debate social, porque ello permite colocar el propio mensaje parcial. La sociedad solo leerá la demanda y no esperará a la contestación o a la defensa.
Al igual que un bulo es más sencillo de difundir que el desmentido posterior, es más fácil extender una información que apele a las emociones o a los prejuicios que la que la desmienta o mitigue su impacto. Cuando sucede algo que afecta a la libertad sexual, la vida o la integridad de menores o de personas vulnerables, la exposición subjetiva del problema buscando la conmoción social genera una "verdad" sobre la que se basará el resto de información futura. Cualquier cosa que se diga después será sospechosa de manipulación. En los tribunales ordinarios tienes la seguridad, al menos, de que escucharán a ambas partes y se buscará una solución ajustada a los principios constitucionales. En la justicia tuitera, eso nunca pasa.
El eterno "Caso Juana Rivas" es un ejemplo paradigmático de lo que expongo. Ignoro la forma en la que esta señora y su ex marido se han conducido en el ámbito privado. Todo lo que digamos es elucubrar en base a información viciada, adulterada y pasada por el tamiz de la más despreciable clase política, que lleva años haciendo picadillo a dos hijos, uno de ellos aún menor. Todo vale por los votos o por tener minutos de gloria. O para poner cara y nombre a uno de tantos ministros desconocidos para el pueblo, como Sira Rego "nutricionista y ministra de España", como reza Wikipedia, que ostenta la cartera de Juventud e Infancia. Gracias a la "espontánea" carta de un niño de 11 años, que sospechosamente sabía quién era y cuáles eran sus competencias, todos los españoles hemos oído a una consternada ministra hablando a la cámara y pidiendo justicia para Daniel.
A este espectáculo gore de casquería emocional se han unido el omnipotente ministro Bolaños, el de las tres carteras, y la ministra Ana Redondo, de igualdad. El primero manifestó que ver llorar a un niño le había dejado muy mal cuerpo y que entendía "la preocupación de la madre, de la familia y de gran parte de la sociedad española al ver esas imágenes", recordando que había recursos y procesos pendientes en España e Italia. Ni una palabra dedicada a la presunción de inocencia de Arcuri. Ni una palabra destinada a pedir respeto a las resoluciones judiciales, españolas e italianas. La segunda, manifestó su empatía con la familia del menor –el padre, lo es– y ha propuesto que la legislación española dé "un paso adelante" para proteger en estos casos el interés superior del menor.
El superior interés del menor, como buen concepto jurídico indeterminado que es, ha acabado perdiendo su verdadero significado y convirtiéndose en un principio desvirtuado y manoseado. Los principios generales del derecho –este lo es– tienen la función de actuar como masilla de obra para rellenar las grietas del sistema, con una función orientadora, con el fin de complementar aquello que la ley no puede contemplar si quiere ser útil y adaptarse a cada caso concreto. La ideología, sin embargo, ha convertido esta herramienta en una consigna política para justificar acciones, sin meditar en qué consiste exactamente ese superior interés. De hecho, se confunde el deseo del menor con su beneficio, algo que no solo no es coincidente, sino que puede ser antagónico. Se puede querer jugar a la play en lugar de ir al colegio, por ejemplo.
Espero no disgustar a la ministra si le revelo que la legislación actual ya permite denegar restituciones, aunque de forma muy excepcional. España es parte del Convenio de la Haya de 1980, sobre los aspectos civiles de la sustracción internacional de menores, complementado por los Reglamentos Bruselas II y Bruselas III, de la Unión Europea. El primero establece un procedimiento urgente para la restitución de menores sujetos de sustracción internacional y los segundos, además de complementar la regulación reforzando, por ejemplo, la audiencia de menores, establece la ejecutividad directa de las resoluciones judiciales de los estados miembros. Resumidamente podemos decir que, a todos los efectos, un juez italiano es tan juez como uno español y una sentencia italiana es tan ejecutable como una española.
Que tres ministros de España se muestren renuentes a dar cumplimiento a una resolución italiana (que, en este caso, no es la primera, sino una de tantas en las que se ha dado la razón a Arcuri) es irresponsable, además de una apología del delito. Es curioso cómo desde la tribuna de oradores se acuse a partidos en la oposición de ser anti europeístas y, sin embargo, con acciones como estas se demuestra el nulo compromiso con la Unión Europea y con el respeto a sus jueces.
Efectivamente, existen excepciones a la restitución de menores sustraídos por uno de sus progenitores, recogidas en el Convenio de la Haya. La invocada por el entorno de Rivas es la contenida en el artículo 13.1.b), para cuando exista un grave riesgo de que la restitución del menor lo exponga a un peligro físico o psíquico o de cualquier otra manera ponga al menor en una situación intolerable. En este caso, la jueza de Granada que acordó la restitución del hijo de Rivas ya valoró la opción y la ha rechazado.
Ayer, finalmente, se produjo la entrega de Daniel a su padre, después de que Rivas fuera imputada formalmente por un delito de sustracción de menores. El daño producido a Gabriel y Daniel no tiene reparación posible. Nadie te puede garantizar que tus padres sean capaces de educarte en un entorno de seguridad, amor y confianza, la suerte es quien manda. Pero sí tenemos que exigir a los poderes públicos neutralidad y rigor, no que se eche sal en las heridas, se azuce la comisión de delitos y se exponga mediáticamente a un menor. No todo vale. Pero Juana Rivas y su relato son profundamente rentables para un gobierno débil que busca, tanto desviar el foco de atención como polarizar a la sociedad y enarbolar consignas de falso feminismo.
Cuando son tantos los jueces españoles e italianos que le han dado la razón al padre, algo nos debe llevar al menos a sospechar que toda historia tiene dos versiones. Afortunadamente, en estos casos, tal y como recordaba Bolaños, la última palabra la tendrá un juez, que, por el bien de todos, debe decidir conforme al superior interés del menor pero sin presiones intolerables.
Suelo decir que toda historia tiene, al menos, dos versiones. Cuando te dedicas a desentrañar la verdad, acabas desarrollando una habilidad para separar lo accesorio de lo principal y para escudriñar lo que subyace en cada una de las pruebas que se practican en un juicio.