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Carromero condenado; Carromero olvidado
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Javier Caraballo

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Carromero condenado; Carromero olvidado

El atardecer se posaba suavemente en la carretera que une Varadero con La Habana y pintaba en el horizonte un mar anaranjado, más triste y nostálgico

El atardecer se posaba suavemente en la carretera que une Varadero con La Habana y pintaba en el horizonte un mar anaranjado, más triste y nostálgico que el mar de todos los días porque en esta isla, sentados en el malecón, la mirada siempre invita a pensar en lo que hay detrás, en lo que no se alcanza, en lo que se anhela. En la carretera, quizá la única autopista que existe en Cuba, herencia aún de las inversiones norteamericanas de antes de la caída de Batista, circulaban pocos coches, algunos vehículos oficiales, alguno más de turistas y un camión furgoneta con una ‘carga’ de trabajadores negros, acaso jornaleros, todos de pie, arremolinados, en la parte de atrás del vehículo. La serenidad se interrumpe al poco al descubrir que la rama enorme de un árbol está en medio de la maltrecha autopista, obstruyendo plenamente el carril de la derecha. Sin inmutarse, el conductor del vehículo sortea la rama, y explica a los pasajeros el significado de aquel percance: “En Cuba, cuando ocurre un accidente, se cortan ramas de árbol y se ponen en la carretera para señalizarlo y advertir al resto de los conductores… Con lo cual, debe haber algún accidente en esta zona”.

Como Ángel Carromero comenzó el juicio en el que ha sido condenado a cuatro años de cárcel pidiendo perdón, no habremos de darle más vueltas ya a aquella versión primera que circuló sobre el accidente de tráfico en el que perdió la vida Oswaldo Payá y Harold Cepero, líderes y referentes de los castigados opositores del régimen cubano. Podemos asumir, en efecto, que las cosas sucedieron con la normalidad trágica en la que se producen los accidentes de tráfico: un conductor que pierde el control del vehículo en una zona de obras en la carretera y, por el impacto contra un árbol, fallecen dos pasajeros. Pensemos, sí, que fue así, que no hubo conspiración para asesinar a Oswaldo Payá, pero ahí se acaban las verdades de este juicio.

Nadie que haya visitado la isla podrá creerse, como se ha sostenido desde el principio por el régimen cubano, que la carretera estaba debidamente señalizada por las obras. Y si ésa era la tesis principal de la acusación contra Carromero, el resto podemos imaginarlo. La mentira permanente en la que vive instalado el régimen cubano, la mentira consentida frívolamente por tantos diletantes europeos, habrá presidido el juicio y ahora que ya se ha dictado sentencia, el Gobierno español tiene que activar toda la fuerza diplomática de la que disponga para que Carromero pueda abandonar la isla. Son tantos los problemas, son tantas las convulsiones que agitan a diario la vida de este país, que la condena de cuatro años de cárcel de Carromero puede parecer un acontecimiento menor, la última de las preocupaciones, pero a la sentencia del régimen cubano no se le puede sumar el silencio y el olvido de la democracia española.

Oswaldo Payá vivía angustiado por el acoso miserable del régimen castrista. También a él lo difamaban y lo presentaban como un traidor, un delincuente peligroso, como ocurre ahora con Carromero, al que la propaganda comunista lo señala como un “espía del Partido Popular español, financiado por la extrema derecha de Miami”Son tantos los complejos y el cinismo con los que se contempla la dictadura cubana, que ese tipo, Carromero, nunca despertará aquí ningún movimiento de adhesión, de solidaridad, como ya se ha visto. Nadie colocará su nombre en una pancarta, en una pegatina, como hubiera ocurrido en el caso simétrico de un líder de izquierda que se ve envuelto en un accidente de tráfico en una dictadura fascista, en el que mueren los principales opositores. No, Carromero no ha despertado ni despertará ninguna simpatía, pero es un ciudadano español por el que, al menos, tenemos que levantar la voz para que cumpla la condena que merezca en una cárcel española, no en las infames celdas cubanas.

El atardecer se posaba suavemente en la carretera que une Varadero con La Habana y pintaba en el horizonte un mar anaranjado, más triste y nostálgico que el mar de todos los días porque en esta isla, sentados en el malecón, la mirada siempre invita a pensar en lo que hay detrás, en lo que no se alcanza, en lo que se anhela. En la carretera, quizá la única autopista que existe en Cuba, herencia aún de las inversiones norteamericanas de antes de la caída de Batista, circulaban pocos coches, algunos vehículos oficiales, alguno más de turistas y un camión furgoneta con una ‘carga’ de trabajadores negros, acaso jornaleros, todos de pie, arremolinados, en la parte de atrás del vehículo. La serenidad se interrumpe al poco al descubrir que la rama enorme de un árbol está en medio de la maltrecha autopista, obstruyendo plenamente el carril de la derecha. Sin inmutarse, el conductor del vehículo sortea la rama, y explica a los pasajeros el significado de aquel percance: “En Cuba, cuando ocurre un accidente, se cortan ramas de árbol y se ponen en la carretera para señalizarlo y advertir al resto de los conductores… Con lo cual, debe haber algún accidente en esta zona”.

Ángel Carromero