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La rentabilidad de la corrupción en España
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Javier Caraballo

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La rentabilidad de la corrupción en España

Es probable que recuerden el vídeo aquel. Era un vídeo casero en el que aparecía un tipo entregándole a otro un sobre anaranjado, atado con una

Es probable que recuerden el vídeo aquel. Era un vídeo casero en el que aparecía un tipo entregándole a otro un sobre anaranjado, atado con una gomilla. Lo abría y descubría un fajo de billetes. Luego, una vez que los había contado, se lo guardaba, no en el bolsillo, sino debajo de la camisa. El primero, el que entregaba el sobre, era un empresario de la construcción. El segundo, el que recibió el dinero, el alcalde de un pueblo de Almería, Ohanes. Todo era tan explícito que casi no se requerían diálogos, pero también se oía la conversación de ambos y eso era, sin duda, lo mejor de todo. “Juanico -le decía el empresario al alcalde-, que no te digo … En tus manos me encomiendo, ahí lo llevas, 28 o 29 [mil euros], tú los cuentas (…) Y ten cuidado por si le has pedido a alguien más… Lo digo porque mi primo me lo ha dicho: me parece que a este alcalde le pasa como al otro, a este le gusta el cazo”. El alcalde lo escuchaba atentamente mientras contaba los billetes y su contestación fue típica de muchos de estos a los que sorprenden en un caso de corrupción. Aún en ese instante en el que contaba billetes, aún ante la evidencia de que todo el pueblo conocía ya su tendencia a poner “el cazo”, se presentaba como una víctima. Y decía: “Esto para mí es muy desagradable, pero es que no tengo otra salida (…) Y luego, esas críticas... En fin, que si coges, malo y si no coges, peor”. Y seguía contando billetes, cabizbajo, veinticinco mil, veintiséis mil…

Que no, que no, que la corrupción en España ni se persigue ni se condena de forma eficaz y que, por esa dejadez, esta lacra seguirá aquí, como una solitaria que recorre el tejido subcutáneo de la realidad institucional. Ni existe un verdadero interés político por combatirla ni existen mecanismos legales adecuados para castigarla

¿Puede existir una evidencia mayor de corrupción en política? ¿No, verdad? Pues ese alcalde ha quedado absuelto, limpio de polvo y paja. Hace un par de meses, el fiscal del caso envió un escrito al juez y le pidió que lo archivara todo al considerar que el delito había prescrito. La entrega de dinero que el propio empresario grabó en vídeo se produjo en 2005 y era, según se supo después, la primera partida; las otras se entregarían después cuando el Ayuntamiento aprobase la licencia de obras para la construcción de unas viviendas. Podría haber considerado el fiscal, y el juez, que aunque el vídeo se entregó tres años después de su grabación, la fecha de prescripción del delito no debía ser la fecha del vídeo, ya que se anunciaban entregas posteriores. Pero no, delito prescrito y caso sobreseído. También podría haberse esperado que alguna instancia judicial superior hubiera recurrido el sobreseimiento, pero tampoco. Caso cerrado.

Un Estado de derecho, claro, es, ante todo, un sistema garantista, alejado de juicios sumarísimos, pero lo que ocurre con la corrupción en España no tiene nada que ver con las garantías, sino con las deficiencias del sistema para perseguir esa lacra. Si la legislación permite la prescripción de una evidencia de corrupción como la de Ohanes, es que algo falla de forma estrepitosa. Si un caso así, que no es el único, acaba sobreseído y ningún partido propone una reforma legal, es que todas las proclamas políticas que se hacen para luchar contra la corrupción, eso tan repetido de “tolerancia cero”, no es más que un canto huero o cínico. Como lo ocurrido con la comisión de investigación del fraude de los ERE en la Junta de Andalucía. Ayer mismo concluyó, formalmente, la comisión de investigación de los ERE con la conclusión grosera que ya se adelantó la pasada semana: la culpa es del apuntador, del director general que firmaba las subvenciones, no de ninguno de sus superiores; y del interventor general, al que se acusa de no haber puesto suficiente énfasis en las quince veces que alertó de las irregularidades del sistema de reparto de los casi mil millones de euros de fondos de Empleo. 

Se reunió ayer el Parlamento andaluz, y era tan vergonzoso el dictamen que impulsó el Gobierno de coalición PSOE-IU que, al final, sólo los socialistas lo votaron favorablemente, con lo que no prosperó. Se ha cerrado, pues, la comisión parlamentaria de los ERE como el caso Ohanes, sin culpables. Con este panorama, qué puede sentir el ciudadano, sino engaño y frustración, cuando, como esta semana en Sabadell, vuelve a destaparse un caso de corrupción; siempre las mismas explicaciones para explicar el mismo vicio repetido.

Que no, que no, que la corrupción en España ni se persigue ni se condena de forma eficaz y que, por esa dejadez, esta lacra seguirá aquí, como una solitaria que recorre el tejido subcutáneo de la realidad institucional. Ni existe un verdadero interés político por combatirla ni existen mecanismos legales adecuados para castigarla. En su último informe, con motivo de año judicial, el fiscal superior de Andalucía, Jesús García Calderón, llegó a afirmar que “la lucha contra el fraude y la corrupción, en cuanto resulta rentable [para quienes la cometen], tiene que estar dotada por ello de medios excepcionales y ahora esta lucha es más necesaria que nunca. La recuperación de los beneficios ilícitamente obtenidos presenta carencias importantes en nuestro sistema procesal”. Si lo sabrán los corruptos. Ya se lo dijo el empresario de Ohanes al alcalde, mientras se guardaba el dinero bajo la camisa: “Pues me parece muy bien, el tiempo que estés aprovecha y llévate lo que puedas”.

Es probable que recuerden el vídeo aquel. Era un vídeo casero en el que aparecía un tipo entregándole a otro un sobre anaranjado, atado con una gomilla. Lo abría y descubría un fajo de billetes. Luego, una vez que los había contado, se lo guardaba, no en el bolsillo, sino debajo de la camisa. El primero, el que entregaba el sobre, era un empresario de la construcción. El segundo, el que recibió el dinero, el alcalde de un pueblo de Almería, Ohanes. Todo era tan explícito que casi no se requerían diálogos, pero también se oía la conversación de ambos y eso era, sin duda, lo mejor de todo. “Juanico -le decía el empresario al alcalde-, que no te digo … En tus manos me encomiendo, ahí lo llevas, 28 o 29 [mil euros], tú los cuentas (…) Y ten cuidado por si le has pedido a alguien más… Lo digo porque mi primo me lo ha dicho: me parece que a este alcalde le pasa como al otro, a este le gusta el cazo”. El alcalde lo escuchaba atentamente mientras contaba los billetes y su contestación fue típica de muchos de estos a los que sorprenden en un caso de corrupción. Aún en ese instante en el que contaba billetes, aún ante la evidencia de que todo el pueblo conocía ya su tendencia a poner “el cazo”, se presentaba como una víctima. Y decía: “Esto para mí es muy desagradable, pero es que no tengo otra salida (…) Y luego, esas críticas... En fin, que si coges, malo y si no coges, peor”. Y seguía contando billetes, cabizbajo, veinticinco mil, veintiséis mil…