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Matar políticos
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Javier Caraballo

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Matar políticos

Quería “matar políticos”. El tipo del otro día, digo, el italiano que se plantó con una pistola ante la sede del Gobierno para disparar contra los

Quería “matar políticos”. El tipo del otro día, digo, el italiano que se plantó con una pistola ante la sede del Gobierno para disparar contra los políticos porque, según el fiscal de Roma, “era un hombre lleno de problemas que había perdido el trabajo, había perdido todo, tuvo que regresar con su familia y estaba desesperado". Por eso, se guardó una pistola en el bolsillo de la chaqueta y se puso a disparar, no a ningún político, porque no los tenía al alcance, sino a los carabineros y a una mujer que pasaba por allí. Quería “matar políticos” y tan desquiciados parecen estos tiempos que el impacto mayor es que se difundió la noticia y sonaron aplausos y justificaciones por todas partes.

Sólo había que repasar las hileras enormes de comentarios publicados en los periódicos, entre jocosos y apologéticos, y hasta el propio tratamiento de la noticia, muy alejado de sucesos que podrían ser similares, pero en otros escenarios, y que en ningún caso hubieran incluido el aire de comprensión que impregnaba este suceso. Decía el fiscal italiano que le tomó declaración que no había apreciado en el pistolero ningún desequilibrio mental. “No es un loco”, dijo, pero más bien parece que lo que pasa en realidad es que aquí nos estamos volviendo todos locos. Vamos a ver, ¿cómo un hombre normal, por muy desesperada que sea su situación laboral, va a emprenderla a tiros contra nadie? Por favor.

¿Es que los pueblos que votan, elección tras elección, a dirigentes corruptos, o a partidos corruptos, no son cómplices de los desfalcos que luego lamenta?Por empezar a enumerar algunas obviedades, lo primero que habría que recordar es que ninguna sociedad es inocente de la calidad de su clase política porque son los votos de los ciudadanos, y hasta la abstención de los ciudadanos, los que configuran los parlamentos y los Gobiernos. Se trata sólo de colocar cada cosa en su sitio y, sobre todo, tener muy claro que toda censura que no se sustente en la creencia en la democracia acaba volviéndose contra la propia sociedad; si el ánimo que se esconde tras la censura a la clase política es un afán demoledor de lo construido en las sociedades democráticas, que nadie tenga la menor duda de que el modelo resultante siempre será infinitamente más pernicioso y dañino para la sociedad que el precedente.

En esta vuelta necesaria a los principios elementales, Karl Popper se puso a enumerarlos hace treinta años y comenzó por la evidencia de que “la diferencia entre una democracia y una tiranía es que en la primera es posible sacarse de encima el gobierno sin derramamiento de sangre, mientras que en una tiranía eso no es posible”. Y a partir de ahí, Popper recordó que una democracia, en sí misma, no es más que un armazón que los ciudadanos deben completar y orientar. “La democracia como tal no puede conferir beneficios al ciudadano y no debe esperarse que lo haga; los únicos que han de actuar son los ciudadanos de una democracia, incluidos, por supuesto, los ciudadanos que integran el Gobierno”.

Por ello, como queda dicho, por delicada que sea la situación, por grave que sea el momento, tengamos claro que cuando censuramos a la clase política, y los graves vicios en los que vive instalada esa casta, es fundamental, a continuación, volver la mirada a los pueblos que otorgan con sus votos la legitimidad de las urnas a esos mismos dirigentes que luego critica amargamente. ¿O es que los pueblos que votan, elección tras elección, a dirigentes corruptos, o a partidos corruptos, no son cómplices de los desfalcos que luego lamentan? 

Llega un tipo, desesperado, a la sede del Gobierno italiano, comienza a disparar y la reacción que se produce en la sociedad, el eco que comienza a oírse, es tan desmesurado que se convierte en una señal de alarma, un escalofrío. Porque tienen razón quienes vaticinaban en esos comentarios que vitoreaban al pistolero italiano que España no está tan lejos de que se produzca un acontecimiento similar. Ya el otro día le mandaron al vicesecretario general del PP, Javier Arenas, una bala en una carta anónima. ¿Se necesita otro precedente más explícito? Sólo hace falta que sigan sonando voces que no sean capaces de distinguir entre la crítica razonable y el disparate, la discusión de la crispación, el malestar del arribismo, el hartazgo de la violencia. Y hay demasiados interesados, a izquierda y derecha, en aventar a diario esa candela en la que acabaríamos quemándonos todos. Que no, que no, que no estamos tan lejos del disparate y callar ahora ante las barbaridades que se dicen, que se oyen, es tan culpable como aplaudir a un tipo desquiciado que se lanza decidido a “matar políticos”. Parafraseando el clásico de algunas manifestaciones, no con mi silencio.

Quería “matar políticos”. El tipo del otro día, digo, el italiano que se plantó con una pistola ante la sede del Gobierno para disparar contra los políticos porque, según el fiscal de Roma, “era un hombre lleno de problemas que había perdido el trabajo, había perdido todo, tuvo que regresar con su familia y estaba desesperado". Por eso, se guardó una pistola en el bolsillo de la chaqueta y se puso a disparar, no a ningún político, porque no los tenía al alcance, sino a los carabineros y a una mujer que pasaba por allí. Quería “matar políticos” y tan desquiciados parecen estos tiempos que el impacto mayor es que se difundió la noticia y sonaron aplausos y justificaciones por todas partes.