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Cinco minutos sin Bárcenas: mirad al Papa
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Javier Caraballo

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Cinco minutos sin Bárcenas: mirad al Papa

Cinco minutos sólo; no hará falta más tiempo. Cinco minutos sin Bárcenas, sin los ERE, sin el mutismo de Rajoy, sin la incontinencia de Griñán... Se

Cinco minutos sólo; no hará falta más tiempo. Cinco minutos sin Bárcenas, sin los ERE, sin el mutismo de Rajoy, sin la incontinencia de Griñán... Se trata de levantar la cabeza sólo cinco minutos y mirar más allá de todo esto que nos consume a diario. La actualidad, es verdad, es muy absorbente, y sobre todo en nuestro caso, en España, los muros que se levantan cada día son tan altos que parece que no existe nada más allá, que todo se queda aquí, que ésta es la única realidad y, sobre todo, que no se puede aspirar a más. Eso es sin duda lo peor porque así vamos, siempre de la sorpresa a la desesperación, engullidos y perdidos en un círculo vicioso del que no logramos salir.

Por eso se impone una parada, cinco minutos sólo. No hace falta más tiempo para señalar al Papa Francisco y entender que ese hombre, que llegó al balcón de San Pedro con unos zapatos negros, gastados, nada de rojos terciopelos vaticanos, y una sencilla cruz de plata, ha pasado de los gestos a los hechos y a las palabras. El Papa Francisco es un ciclón que está convulsionando la Iglesia, quizá mucho más allá de lo que se esperaba de él; de lo que se presumía que le dejarían hacer. Detengámonos cinco minutos y luego, si quiere, volvemos otra vez la mirada a esta noria nuestra que va de Bárcenas a los ERE, de Rajoy a Griñán.

“Las cuestiones de cintura para abajo, el dinero y el sexo, son intocables en el Vaticano”, decían los vaticanistas. Pues no, el Papa Francisco acaba de romper con esos dos tabúes. En lo referente al sexo, por ejemplo, daba la impresión de que la ‘línea roja’ que nadie traspasaría sería la que afecta a una moral rancia, anacrónica, que sigue contemplando la homosexualidad como una enfermedad. Moral rancia y también cínica, porque los golpes de pecho en público se alternaban con los silencios en privado ante atroces casos de pederastia. El Papa Francisco ha elegido a los más jóvenes de la Iglesia, acaso los más alejados de la Curia, para romper con ese absurdo.

“Si una persona es gay, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, dijo. Las repercusiones que tendrá esa frase del Papa en el futuro de la Iglesia son incalculables si, más allá de la literalidad, trasladamos esa apertura a otros muchos temas de la sexualidad del hombre que la Iglesia ha preferido siempre ocultar o ignorar, por los motivos que fuera y que pueden llegar a ser muy distintos. “Tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones. Quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta”, dice el Papa.

De todas formas, la frase no se queda ahí. Esa frase sobre la homosexualidad la pronunció el Papa Francisco como respuesta a una pregunta mayor sobre el llamado ‘lobby gay’ del Vaticano. Y dijo: “Se debe distinguir entre el hecho de ser una persona gay y el hecho de hacer lobby, porque ningún lobby es bueno. Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”.

En su mensaje en Brasil, el Papa ha zarandeado la Iglesia con el mensaje más incómodo que se le puede enviar a cualquier casta jerarquizada, burocratizada, enrocada en sí misma

Lo de que “ningún lobby es bueno” no se queda en la frase, porque justo antes de emprender el viaje a Brasil, a la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro, el Papa Francisco dejó cerradas y firmadas las dos comisiones que ha puesto en marcha para reformar en profundidad las estructuras de la Iglesia: una comisión para la reforma de la Curia y una comisión para la reforma de las finanzas. Dos mundos hasta ahora impenetrables, prohibidos, misteriosos e inquietantes frente a los que el Papa Francisco ha situado, para la reforma de la Curia, a algunos de los obispos y cardenales más críticos de los cinco continentes y, para la reforma de las finanzas, a un grupo de laicos expertos en finanzas y auditorías. Cuatro meses de pontificado lleva el Papa Francisco; cuando se quieren emprender reformas profundas, no hace falta más tiempo. Ni más rodeos.

No, porque no hacen falta circunloquios exculpatorios o disuasorios para entender, por ejemplo, que la Iglesia tiene que acabar con el llamado Banco Vaticano, porque no es de su ser, ni que frente a la corrupción, especialmente cuando la corrupción le afecta a uno mismo porque es corrupción de la Iglesia, no es necesario justificar ni minimizar nada; mucho menos defender a los corruptos (le preguntaron por la detención de monseñor Scarano y dijo: “no ha ido a la cárcel porque se pareciera precisamente a la beata Imelda”). La primera revolución del Papa Francisco fue la de los gestos, la segunda ha sido la de las palabras y, en adelante, habrá que esperar que unas y otras acaben cuajando en los hechos. "Si un cristiano no es revolucionario en estos tiempos no es cristiano".

Dicen algunos desde dentro de la Iglesia que, entre el obispado español, algunos han comenzado a tratar al Papa Francisco como un extraño, un advenedizo. Debe saberlo el propio Pontífice cuando, en su mensaje en Brasil, ha zarandeado la Iglesia con el mensaje más incómodo que se le puede enviar a cualquier casta jerarquizada, burocratizada, enrocada en sí misma: “¡Quiero que salgan a la calle a armar lío. Quiero lío en las diócesis, quiero que se salga fuera, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo, que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos”.

El mensaje, es de suponer, le habrá desagradado a algunos en la Curia española tanto como el de la apuesta del Papa por la laicidad del Estado: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”.

Antes de emprender el viaje a Brasil, los periodistas de todo el mundo comenzaron a especular con una foto que parecía misteriosa. El Papa Francisco subió la escalerilla del avión llevando en la mano un maletín negro. ¿Qué podía contener ese maletín que el Papa ni siquiera confiaba, como es habitual, que uno de sus asistentes lo llevara a su lado? En una entrevista (sin limitaciones ni censura en los temas a abordar), le preguntaron por el contenido del maletín misterioso. Y lo aclaró: Llevaba una cuchilla de afeitar y algunas cosas más de aseo personal, un breviario, la agenda y un libro. Tan sencillo como eso. “A veces –dice el Papa- perdemos a quienes no nos entienden porque hemos olvidado la sencillez. La lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que no puede alejarse de la sencillez. Debemos ser normales. Debemos habituarnos a ser normales. La normalidad de la vida.”

Cinco minutos. Ahora, si quiere, vuelva otra vez la mirada a lo que nos rodea. La política, la corrupción en España, los partidos y sus líderes, el boato institucional, las reformas pendientes… Parece que no existe nada más allá, que ésta es la única realidad y que no se puede aspirar a más, pero no es así. Puede, incluso, tomar prestadas algunas frases del Papa y extrapolarlas, cambiando sólo algunas palabras del sujeto. Cinco minutos bastan para establecer una comparación precisa entre lo trascendental y esta reventa diaria de mediocridad. 

Cinco minutos sólo; no hará falta más tiempo. Cinco minutos sin Bárcenas, sin los ERE, sin el mutismo de Rajoy, sin la incontinencia de Griñán... Se trata de levantar la cabeza sólo cinco minutos y mirar más allá de todo esto que nos consume a diario. La actualidad, es verdad, es muy absorbente, y sobre todo en nuestro caso, en España, los muros que se levantan cada día son tan altos que parece que no existe nada más allá, que todo se queda aquí, que ésta es la única realidad y, sobre todo, que no se puede aspirar a más. Eso es sin duda lo peor porque así vamos, siempre de la sorpresa a la desesperación, engullidos y perdidos en un círculo vicioso del que no logramos salir.

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