Matacán
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El champán de los corruptos
Abandonaron la sala de vistas y exclamaron su alegría con una bocanada de felicidad. “Hay que sacar el champán”, dijeron henchidos de felicidad ante el grupo
Abandonaron la sala de vistas y exclamaron su alegría con una bocanada de felicidad. “Hay que sacar el champán”, dijeron henchidos de felicidad ante el grupo nutrido de periodistas que les aguardaba en la puerta. Otras veces habían entrado o salido de la sala de vistas de la Ciudad de la Justicia de Málaga con la cabeza gacha, evitando los flashes de los fotógrafos, o con el paso aligerado para esquivar las miradas del público que se congregaba a la entrada. Esta vez era lo contrario, el tribunal había dictado sentencia y ellos quedaron absueltos, libres de toda culpa. Champán y sonrisa abierta. Que todo el mundo lo vea.
Es probable que nadie, ni el público que les aguardaba a la entrada del juicio, ni el tribunal que les juzgó ni, desde luego, ellos mismos, duden de sus manejos oscuros en la Marbella corrupta del gilismo, pero la única verdad judicial posible, la verdad de una sentencia, ha dejado claro que, si existieron los delitos que se les imputaban, nadie ha podido demostrarlos.
Una semana ha pasado desde que se hizo pública la sentencia kilométrica, como ninguna otra en España, y todavía se le siguen dando vueltas a la decepción generalizada que ha provocado, como si el desconcierto se hubiera quedado flotando en el aire. Una atmósfera espesa y agria de desencanto. El gran proceso contra la corrupción política tiene más absoluciones que condenas y del revuelo que se levantó cuando comenzaron las detenciones en 2006 no ha quedado más que una levísima polvareda, motas de polvo que muchos de los procesados de sacuden ahora de los hombros con esa alegría. Champán para todos ellos y frustración para todos los demás.
Las 52 personas condenadas, los 131 años de cárcel señalados y el pago de 585 millones de euros en multas, que por sí solos ya señalan la singularidad de la sentencia del Malaya, no cubren las expectativas despertadas. Eso es todo.
En el tribunal que ha juzgado el caso Malaya se defienden diciendo que la sentencia es “justa y proporcional”, de acuerdo a las normas que regulan un Estado de derecho y, sutilmente, se señala la responsabilidad de la instrucción del caso: “Si se imputa una gran cantidad de delitos y se crean expectativas, puede parecer que la pena es insuficiente”, dicen.
En vez de irritarnos por lo ocurrido tendríamos que volver la vista al presente para que los macroprocesos judiciales que se eternizan en los juzgados, desde los ERE hasta la Gürtel, no acaben en lo mismo
No se trata sólo de valoraciones, en la propia sentencia se puede comprobar cómo el tribunal que ha juzgado el caso Malaya ha compensado los excesos de la instrucción con reducciones de las penas que se solicitaban, de forma que los retrasos injustificados en la instrucción y las demoras excesivas en las detenciones han acabado convirtiéndose en atenuantes de facto de las penas que se solicitaban.
“La mala praxis judicial acaba beneficiando al reo”, afirman con solemnidad en las inmediaciones de la Ciudad de la Justicia de Málaga. Y prosiguen: “Lo malo es que, a estas alturas, con el paso de los años, ya nadie se acuerda del juez de instrucción, sino que todo se ventila con una reprobación general de la Justicia. Mejor haríamos si, en vez de lamentarnos tan tarde, la sociedad, y sobre todo los medios de comunicación, fueran más exigentes con los procesos judiciales que se instruyen en la actualidad. La lucha contra la corrupción no es esto, este tipo de instrucciones que se desinflan cuando llegan a la vista oral; esto es un despropósito que beneficia a los infractores”.
Diego Martín Reyes, el abogado al que endosaron el marrón de presidir la gestora del Ayuntamiento de Marbella cuando los concejales, detenidos, caminaban camino del trullo, es otra de las personas que se ha sumado estos días a la decepción por la sentencia. En un artículo de prensa, decía: “Dos conclusiones debo exponer sin más demora: la primera, la peligrosidad que encierran los apresurados juicios mediáticos; la segunda, que la justicia no es venganza. (…) El contraste entre lo que por entonces se iba conociendo y lo que ha resultado probado según la sentencia es lo que ha cristalizado en la decepción de forma muy generalizada. He de confesar que quien esto escribe también se encuentra entre ellos, pese a que mi experiencia profesional como abogado, ya me advertía de la dificultad de probar determinadas conductas y de los excesos que, en mi opinión ya desde entonces, advertía en algunas fases de la instrucción”.
Abandonaron la sala de vistas y explotaron de alegría. Con un poco de sensatez, en vez de mirar hacia atrás, en vez de irritarnos por lo ocurrido, tendríamos que volver la vista al presente, a los casos judiciales que se instruyen en la actualidad, para que los macroprocesos que se eternizan en los juzgados, desde los ERE hasta la Gürtel, no acaben en lo mismo. Se trata de mirar los asuntos con la distancia precisa, sin pasiones, para garantizar que las condenas mediáticas de hoy no sirvan para comprar champán mañana.
La dificultad radica en que cualquier crítica o censura a los jueces de instrucción de esos procesos judiciales, por los mismos excesos que han acabado conmutándose por penas en el caso Malaya, se interpreta como un ataque a aquellos que luchan contra la corrupción. Un solo reproche a la juez Alaya, por ejemplo, que instruye desde hace años varios macroprocesos a los que no se les ve el final, se interpreta al instante como una defensa de los corruptos. Imputados que llevan años sin prestar declaración, detenciones que se apuran al máximo o que exceden los plazos legales, demoras injustificadas de los procesos, causas que se van incorporando a los sumarios hasta convertirlos en inabarcables.
Nadie pone en duda la valentía de esta juez, Mercedes Alaya, su determinación fundamental para desmantelar la trama de corrupción que se había trenzado a lo largo y ancho de la hegemonía socialista que gobierna Andalucía. Pero, por encima de esa magistrada, está el proceso. Y por delante del proceso está la exigencia social de que los corruptos paguen sus penas. Que nadie quiere esa estampa de corruptos que brindan con champán.
Abandonaron la sala de vistas y exclamaron su alegría con una bocanada de felicidad. “Hay que sacar el champán”, dijeron henchidos de felicidad ante el grupo nutrido de periodistas que les aguardaba en la puerta. Otras veces habían entrado o salido de la sala de vistas de la Ciudad de la Justicia de Málaga con la cabeza gacha, evitando los flashes de los fotógrafos, o con el paso aligerado para esquivar las miradas del público que se congregaba a la entrada. Esta vez era lo contrario, el tribunal había dictado sentencia y ellos quedaron absueltos, libres de toda culpa. Champán y sonrisa abierta. Que todo el mundo lo vea.