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Caso Fabra, licencia para delinquir
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Javier Caraballo

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Caso Fabra, licencia para delinquir

Un tipo al que condenan por no haber declarado el dinero de la corrupción, de la que queda libre, absuelto, por falta de pruebas. La paradoja

Un tipo al que condenan por no haber declarado el dinero de la corrupción, de la que queda libre, absuelto, por falta de pruebas. La paradoja que se establece tras la sentencia condenatoria del expresidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, nos instala en ese absurdo, casi contradictorio. Porque cómo entender que la condena sea sólo por no haber declarado a Hacienda un dinero obtenido de manera irregular. Y más allá aún, cómo entender que esta sea sólo una reclamación tributaria, que convierte el delito en rentable, por la que el condenado tendrá que abonar 1,3 millones de euros mientras que el montante de lo defraudado, el dinero que nadie sabe de dónde procede, asciende a más de 3. Eso, además de una pena de cárcel, cuatro años, que de cumplirse quedará reducida a la mínima expresión. No es raro, desde luego, que el condenado Fabra abandonase el juzgado, después de conocer la sentencia, contento con el fallo. No satisfecho, sino “muy satisfecho”, dijo. Porque de las acusaciones de corrupción no ha quedado ni rastro tras la sentencia. Y la verdad judicial es sólo una: Carlos Fabra Carreras no es un corrupto.

Ocurre, sin embargo, que la evidencia anterior y las absoluciones a donde nos deben conducir no es al juego de trivialización de lo sucedido, como parecen pretender los dirigentes del PP, sino a una censura contundente de la legislación española, insuficiente para combatir la corrupción. Dicho de otro modo, ¿qué tiene que ocurrir en España para que alguien sea condenado por cohecho o por tráfico de influencias, los dos delitos más comunes de la corrupción? El análisis de la sentencia del caso Fabra es una demostración palpable de los fallos del sistema. El delito del tráfico de influencias, por ejemplo. La sentencia nos recuerda que, tal y como está contemplado este delito en el Código Penal, “no basta la mera sugerencia, sino que la conducta delictiva ha de ser realizada por quien ostenta una determinada situación de ascendencia”.

Es decir, Fabra, que era presidente de Diputación, nunca podría haber cometido tráfico de influencias mediando ante un ministro para que aprobase alguna medida que beneficiase a algún conocido suyo. No, porque un presidente de Diputación siempre será un inferior jerárquico en comparación con un ministro. La sentencia lo deja claro: “La influencia consiste en una presión moral eficiente sobre la acción o decisión de otra persona, derivada de la posición o status del influyente. (…) En definitiva, tras repasar los elementos del tipo penal previstos en el artículo 428 del Código Penal, esta Sala concluye que los hechos objeto de autos no son subsumibles en el delito de tráfico de influencias. No se penaliza genéricamente cualquier gestión realizada por quien ostenta una determinada situación jerárquica, sino únicamente aquella en que la posición de superioridad se utilice de modo desviado, ejerciendo una presión impropia del cargo que desvirtúa la motivación de la resolución”.

Sólo existe una verdad judicial y, a la espera de los recursos que se han anunciado, Carlos Fabra no es un corrupto; es un defraudador

Para demostrar el cohecho, el otro delito de corrupción del que se acusaba a Fabra, la complejidad es aún mayor. Entre otras cosas porque para que se pueda probar este delito tiene que existir una parte que admita haberle entregado al alto cargo en cuestión una cantidad de dinero a cambio de algún favor, y eso implica que el confesor también se declara culpable de un delito. El cohecho lo cometen dos, y ese es el problema para probarlo.

En el caso Fabra, un empresario amigo del expresidente de la Diputación, Vicente Vilar, aseguró en su día que sí, que le había dado dinero a Fabra, pero cuando llegó el juicio, como él también estaba acusado, cambió la versión y lo negó todo. El tribunal tiene la sospecha de que lo han engañado, que en realidad sí existió el cohecho, pero una vez más no puede probarlo. Por eso dice: “Es cierto que la explicación que aporta para su retractación [el empresario Vilar] no es especialmente convincente. Sin embargo, la presunción de inocencia requiere prueba de cargo bastante, y es claro que los hechos denunciados en su día por el acusado Vilar respecto del coacusado Fabra presentan una gran generalidad, con ausencia absoluta de detalles descriptivos de las situaciones, momentos, ocasiones, lugares u otras circunstancias relevantes y sin, siquiera, precisiones respecto de apunte contable alguno del que puedan desprenderse esos pagos y de otros aspectos de lo confesado. Los hechos que se le imputan no han dejado vestigios objetivos”.

Existe, además, otro inconveniente, que reseña la sentencia, una especie de círculo vicioso que convierte el cohecho en un imposible. El expresidente de la Diputación de Castellón no era quien decidía sobre la aprobación de los productos fitosanitarios de su amigo, sino que dependía del Gobierno de la nación. Por lo tanto, como ya antes ha quedado establecido que no ha habido tráfico de influencias, si Fabra hubiera aceptado dinero del empresario no habría cometido un delito de cohecho sino de estafa, del que no estaba acusado, y, por tanto, no podía ser condenado. Dice la sentencia: “Si el funcionario hace creer al particular que está dentro de sus facultades el realizar el acto solicitado, siendo imposible que pueda efectuarlo por falta de competencia, nos encontraríamos ante un posible delito de estafa”. Y más adelante recuerda que “nadie puede ser condenado por cosa distinta de la que se le ha acusado y de la que, en consecuencia, no ha podido defenderse de modo contradictorio”.

Ni tráfico de influencias, ni cohecho, ni, por supuesto, estafa. Lo que queda es el dinero, los ingresos millonarios de Fabra que no declaró a Hacienda y por los cuales ha sido condenado. El peculiar exdirigente del Partido Popular castellonense ha dejado dicho, tras conocer la sentencia, que a cualquiera que se le hubiera sometido a una inspección de Hacienda como la que ha padecido él le habrían encontrado algún defecto. Pero, claro, al margen de la ofensa que supone para quien sí declara hasta el último céntimo a Hacienda, lo que está fuera de toda duda en la sentencia es que los ingresos de Fabra no tenían nada de normal. “No estamos hablando de un solo ingreso, o de unos importes pequeños que puedan encontrar cómoda explicación en errores bancarios o en ofrecimiento de favor para su ocultación fiscal o a terceros, pues se trata de 599 ingresos en metálico realizados durante los años 1999-2004 por la suma de 3.259.492’20 euros y 'eso tiene pinta de ganancia no justificada', como dijo el perito judicial señor Rubio, siendo en concreto 2.950.010 euros el importe correspondiente a los ingresos en efectivo no justificados y 3.379.052 euros la suma total, incluidos los cheques, transferencias y otros pagos no justificados”, dice la sentencia.

Su caso desvela las enormes lagunas que existen en la legislación española para combatir la corrupción, para que no exista la impresión de que aquí hay muchos en la clase dirigente con licencia para delinquir

El proceder de Carlos Fabra y su mujer, además, llevó rápidamente a los investigadores, y posteriormente al Ministerio Fiscal, a pensar que su actividad no pretendía otra cosa que blanquear dinero. Porque pedían créditos y luego ingresaban dinero en efectivo que, torpemente, decían que procedía de esos préstamos. “No tiene sentido –dice la sentencia– pedir un préstamo para hacer ingresos en efectivo, entre otras cosas porque los préstamos se piden y se ingresan en una cuenta, siendo ilógico que se extraiga dinero de la cuenta donde se abona el préstamo para volverlo a ingresar en la misma o en otra cuenta distinta, como también lo es sugerir que los préstamos se retiraban inmediatamente, de una vez o dos, para ingresarlos más tarde en efectivo por lo absurdo que es desde un punto de vista financiero, dado el coste que supone el hecho de que el matrimonio disponía de una cuenta de crédito de la cual podían obtener fondos, si fuera preciso, sin necesidad de acudir al endeudamiento vía préstamo”.

Y ahora, volvamos al principio: un tipo al que condenan por no haber declarado el dinero que obtuvo de forma irregular. Sólo existe una verdad judicial y, a la espera de los recursos que se han anunciado, Carlos Fabra no es un corrupto, es un defraudador. La sentencia se queda en esa expresión tan impropia de un tribunal, “esto tiene pinta de ganancia no justificada”, y nada más se puede afirmar sobre la persona de Carlos Fabra. A partir de ahí, su caso desvela las enormes lagunas que existen en la legislación española para combatir la corrupción, para que no exista la impresión de que aquí hay muchos en la clase dirigente con licencia para delinquir.

Un tipo al que condenan por no haber declarado el dinero de la corrupción, de la que queda libre, absuelto, por falta de pruebas. La paradoja que se establece tras la sentencia condenatoria del expresidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, nos instala en ese absurdo, casi contradictorio. Porque cómo entender que la condena sea sólo por no haber declarado a Hacienda un dinero obtenido de manera irregular. Y más allá aún, cómo entender que esta sea sólo una reclamación tributaria, que convierte el delito en rentable, por la que el condenado tendrá que abonar 1,3 millones de euros mientras que el montante de lo defraudado, el dinero que nadie sabe de dónde procede, asciende a más de 3. Eso, además de una pena de cárcel, cuatro años, que de cumplirse quedará reducida a la mínima expresión. No es raro, desde luego, que el condenado Fabra abandonase el juzgado, después de conocer la sentencia, contento con el fallo. No satisfecho, sino “muy satisfecho”, dijo. Porque de las acusaciones de corrupción no ha quedado ni rastro tras la sentencia. Y la verdad judicial es sólo una: Carlos Fabra Carreras no es un corrupto.

Carlos Fabra