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Elpidio anda suelto
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Javier Caraballo

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Elpidio anda suelto

Somos crédulos porque somos excesivos. Si en España son creíbles los fenómenos más inverosímiles, más extravagantes, es porque todo el mundo piensa que, en realidad, son

Somos crédulos porque somos excesivos. Si en España son creíbles los fenómenos más inverosímiles, más extravagantes, es porque todo el mundo piensa que, en realidad, son situaciones que aquí se pueden dar perfectamente. Un día, por ejemplo, trascendió la noticia de que la Guardia Civil había multado a la infanta Elena por conducir un tractor sin seguro y lo extraordinario no era que se tratase de una simple confusión, sino que la noticia corrió como la pólvora porque, en realidad, lo que no le sorprendía a nadie es que una Infanta fuera por los campos de Castilla en lo alto de un tractor. Eso fue lo más llamativo, que hemos visto tantas cosas que nada de lo que nos puedan contar ya de la Casa Real nos van a sorprender. Si Urdangarin, con esa carita de alumno de Colegio Mayor, ha formado la que ha formado, ¿por qué iba a ser extraño que a una Infanta le guste irse de marcha en un tractor amarillo?

Somos crédulos porque estamos habituados a lo inimaginable. Lo acabamos de comprobar, otra vez más, con el ‘reportaje ficción’ sobre el golpe de Estado del 23-F. Si ese reportaje (excelente, a mi juicio. Una parodia perfecta) era creíble para cientos de miles de personas es justamente por lo anterior, porque sospechamos que la política española puede depararnos cualquier cosa, porque así ha sido durante muchas fases de la historia, y porque el poso de desconfianza que ha dejado todo eso nos hace confiar en la conspiración por encima de cualquier otra hipótesis de trabajo. La explicación más enrevesada siempre será la más creíble; cuantos más agujeros negros se planteen en el relato y se dejen sin resolver, mayores posibilidades de éxito. Lo sencillo no existe; la desconfianza es la mayor virtud.

Eso es lo peor, los que encuentran en esa credulidad la oportunidad para abrir de par en par su puestecito de pomadas demagógicas, ungüentos populistas y pociones reaccionarias

Lo peor de esa forma de ser de la sociedad española, a la que incluso se le podrían encontrar aspectos positivos, es que supone un caldo de cultivo extraordinario para personajes muy dañinos. Eso es lo peor, los que encuentran en esa credulidad la oportunidad para abrir de par en par su puestecito de pomadas demagógicas, ungüentos populistas y pociones reaccionarias. Y caen como moscas, atraídos por el vendedor de conspiraciones que se monta en lo alto del carromato. ¿Cómo es posible –te preguntas– que esa presentadora de radio o aquel jurista tan conocido puedan tragarse las mentiras de ese tipo? Y, sin embargo, no sólo ocurre, sino que además se convierten en sus voceros.

Sucede estos días, por ejemplo, que Elpidio Silva, el magistrado del caso Blesa, anda suelto de nuevo. Verán, lo complicado de este conflicto es intentar explicar que este debate no consiste en tener que elegir entre uno u otro, el magistrado Elpidio Silva o Miguel Blesa como presidente de Caja Madrid. Que no, que ese es el debate malicioso, tramposo, al que nos pretende llevar Elpidio Silva. Que es lo contrario: quienes de verdad quieren que los corruptos paguen sus penas lo que no quieren son jueces como Elpidio Silva, que acaban destrozándolo todo y beneficiando a los corruptos. Quienes de verdad quieren que se paguen las irregularidades de Caja Madrid lo que quieren son jueces serios, austeros, aburridos, constantes, desconocidos, silenciosos. A Elpidio Silva no lo han apartado de la investigación del caso Blesa por su valentía, sino por los excesos judiciales que sólo tienen un beneficiario: Miguel Blesa. Como en todas las instrucciones inquisitoriales, el único beneficiado es el procesado porque acabará alegando tantas vulneraciones de derechos que, al final del recorrido penal, el proceso habrá quedado en nada.

Quienes de verdad quieren que los corruptos paguen sus penas lo que no quieren son jueces como Elpidio Silva, que acaban destrozándolo todo y beneficiando a los corruptos

Que no es contra Elpidio, que no, que ese tipo es lo de menos; es contra la impotencia que nace al escucharlo estos días. Cada entrevista suya concedida es una sucesión de despropósitos, entre poses de iluminado y proclamas reaccionarias, pero basta un solo ejemplo para catalogar al individuo. En el libro que cuenta sus aventuras y desventuras, Elpidio Silva se detiene en un instante preciso: el momento en el que envía a la cárcel a Miguel Blesa y la Guardia Civil lo esposa, como hace con todos los detenidos. En su libro, y en las entrevistas concedidas, Elpidio no oculta la frustración que le produjo que, al día siguiente, no hubiera una foto en los periódicos con Blesa, cabizbajo, esposado, saliendo de su juzgado. “Alguien –dice Elpidio– ha intentado evitar una foto que, para mí, era un cierre de ciclo. Era importante que los españoles tuvieran una foto que determinara un cierto ajuste. Las sociedades requieren hacer sus ajustes ante situaciones de crisis tan tremendas. ¿Un banquero en la cárcel? Sí.” No hace falta más que ese párrafo para entender que Elpidio Silva, como magistrado, es un disparate, una temeridad, un peligro. Un juez de instrucción que se ve investido del poder omnímodo para ajustar cuentas en nombre de la sociedad sin necesidad siquiera de que haya juicio.

Somos crédulos porque proliferan los despropósitos. Tan trilladas están las memorias de escándalos que amanecemos cada día con el ‘piensa mal y acertarás' de nuestros abuelos. Nada más creíble que una conspiración ni nada más entretenido. Es verdad. Pero si Elpidio anda suelto, hay que restregarse los ojos. Elpidio no es un héroe, Elpidio no es un perseguido. Elpidio es mentira. Nadie que lo piense querrá para sí un juez como ese. Y mucho menos, para juzgar a quienes merezcan pagar con la cárcel las barbaridades cometidas. Elpidio José Silva Pacheco (Granada, 15 de agosto de 1959) no es un buen juez. Sólo eso.

Somos crédulos porque somos excesivos. Si en España son creíbles los fenómenos más inverosímiles, más extravagantes, es porque todo el mundo piensa que, en realidad, son situaciones que aquí se pueden dar perfectamente. Un día, por ejemplo, trascendió la noticia de que la Guardia Civil había multado a la infanta Elena por conducir un tractor sin seguro y lo extraordinario no era que se tratase de una simple confusión, sino que la noticia corrió como la pólvora porque, en realidad, lo que no le sorprendía a nadie es que una Infanta fuera por los campos de Castilla en lo alto de un tractor. Eso fue lo más llamativo, que hemos visto tantas cosas que nada de lo que nos puedan contar ya de la Casa Real nos van a sorprender. Si Urdangarin, con esa carita de alumno de Colegio Mayor, ha formado la que ha formado, ¿por qué iba a ser extraño que a una Infanta le guste irse de marcha en un tractor amarillo?

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