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Javier Caraballo

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La vergüenza de Cataluña

El titular que nadie ha colocado en Cataluña, lo han puesto fuera. Como un zarpazo de realidad. “La vergüenza de Cataluña, una mancha en España”, así

Foto: El expresidente catalán Jordi Pujol (Efe)
El expresidente catalán Jordi Pujol (Efe)

El titular que nadie ha colocado en Cataluña, lo han puesto fuera. Como un zarpazo de realidad. “La vergüenza de Cataluña, una mancha en España”, así es como han titulado en el ‘Financial Times’ un reportaje sobre el escándalo de las cuentas de Jordi Pujol en el extranjero. La contundencia del titular del periódico británico es más significativa sobre todo ahora que, como si nada hubiera pasado, en la agenda política catalana va desapareciendo la vergonzosa confesión de Pujol sobre su actividad delictiva, sostenida durante 30 años.

Nada, candela de papeles, un problema familiar, como ha querido hacer ver Artur Mas. Un “desajuste de bolsillo”, como acuñó de forma gloriosa su desfalco un corrupto que ahora no recuerdo. Digestión apresurada, en fin, del despropósito mayor confesado por un dirigente político para que todos los planes de actuación de la Generalitat vuelvan al sendero del monotema independentista, la única realidad oficial que existe en Cataluña. Los planes a, b, c y d, como sostiene la vicepresidenta del Govern, Joana Ortega, se resumen en uno solo, el desafío de la consulta. “Y si no es el 9 de noviembre, habrá otro 9 de noviembre”, dice la mujer y el debate vuelve otra vez al cansino recuento de fechas, desafíos, amenazas, agravios.

La democracia no se mancha, sostienen sutilmente, por los posibles delitos de Pujol y de su familia; no se deteriora por el fraude monumental de quien ha sido referencia histórica del catalanismo moderno, sino por la negativa a un referéndum que, de la forma que se quiere plantear, siempre será ilegal, inconstitucional. De la misma forma que la deriva independentista ha servido durante todos estos años para tapar la gestión desastrosa de la Generalitat, ahora sirve para tapar el escándalo de Pujol. Y como ha sucedido hasta ahora, el pensamiento exculpatorio se echa a rodar desde la Generalitat y poco a poco va recorriendo y tiñendo todos los demás ámbitos de la sociedad catalana.

Vargas Llosa podrá promover cuantos manifiestos quiera en España, pero lo que no conseguirá nunca es que un pronunciamiento así, como el de Libres e Iguales, nazca en Cataluña y lo secunden los representantes más destacados de la vida catalana, artistas, periodistas, catedráticos o empresarios. Ni siquiera el escándalo de Pujol ha servido de revulsivo, de catarsis, para que rompan el silencio cobarde quienes expresan en privado su oposición a los planes de independencia y callan siempre en cuanto les enfoca una cámara.

“El nacionalismo antepone la identidad a la ciudadanía, los derechos míticos de un territorio a los derechos fundamentales de las personas, el egoísmo a la solidaridad…” Podrá Vargas Llosa, y todos los demás, llenar de sentido común las cuartillas de un manifiesto, pero el fracaso va implícito desde el instante primero en el que se constata de inexistencia de abajofirmantes en Cataluña. Como en el caso del Financial Times, los titulares se ponen fuera de Cataluña.

Ocurre, además, que si alguna consecuencia ha tenido el escándalo de Pujol en la agenda política catalana es que muchos han visto ese fraude como un punto de inflexión para que el Gobierno de Rajoy y el de Artur Mas se sienten a negociar sobre las compensaciones que debe realizar el Estado en Cataluña para calmar las ansias independentistas. Ya se ha dicho aquí que la llamada ‘Tercera Vía’ catalana, y la negociación iniciada no es más que eso, supondría un cierre en falso de la crisis, además de una derrota colectiva porque vuelve a insistir en la misma estrategia fracasada de la Transición: calmar los desafectos con inversiones cuantiosas y privilegios que se niegan a otros pueblos, a otras regiones de España.

Veintitrés exigencias ha planteado Artur Masen la Moncloa y poco tardó el Gobierno de Rajoy en filtrar que el presidente ha pedido a sus ministros que le den prioridad a esa agenda para que muchas de las inversiones que se solicitan se puedan incluir en los próximos presupuestos. Más infraestructuras para obras públicas en Cataluña, desde la lanzadera ferroviaria entre Barcelona y la Terminal 1 del aeropuerto Barcelona-El Prat, hasta la construcción de un cuarto cinturón o el incremento de la aportación del Estado en la financiación del transporte público del área metropolitana de Barcelona. Uno a uno, la negociación de esos veintitrés puntos que ha iniciado el Gobierno de Rajoy suponen una ofensa colectiva en España. Porque se podrá negociar lo que se quiera, y la Generalitat incluso tendrá razón en muchas de sus reivindicaciones, pero en este momento y con el propósito que se impulsan esos encuentros es un agravio insoportable. Intolerable, además de ineficaz.

‘La vergüenza de Cataluña, la mancha de España’, titulaba el diario conservador británico. Y en su reflexión concluía con el único horizonte al que nos abocamos con las estrategias actuales. El Gobierno, mediante el correspondiente recurso al Tribunal Constitucional, puede frenar la convocatoria de un referéndum, pero lo que no podrá impedir es la disolución anticipada del Parlament y unas elecciones autonómicas en las que la fuerza mayoritaria sólo tendrá un propósito: “Una declaración unilateral de independencia” que conduciría a España a una crisis “sin precedentes” desde finales de 1970. Todo lo que no sea mirar de frente ese horizonte será caminar de espaldas al abismo.

El titular que nadie ha colocado en Cataluña, lo han puesto fuera. Como un zarpazo de realidad. “La vergüenza de Cataluña, una mancha en España”, así es como han titulado en el ‘Financial Times’ un reportaje sobre el escándalo de las cuentas de Jordi Pujol en el extranjero. La contundencia del titular del periódico británico es más significativa sobre todo ahora que, como si nada hubiera pasado, en la agenda política catalana va desapareciendo la vergonzosa confesión de Pujol sobre su actividad delictiva, sostenida durante 30 años.

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