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La nueva ETA que no mata
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Javier Caraballo

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La nueva ETA que no mata

Cuesta trabajo escribirlo y pronunciarlo. Es necesario detenerse porque se dice, se escribe, y queda siempre un remordimiento extraño, una sensación de incomodidad, como si lo

Foto: Un hombre pasa junto a una pintada de apoyo a la banda terrorista ETA. (EFE)
Un hombre pasa junto a una pintada de apoyo a la banda terrorista ETA. (EFE)

Cuesta trabajo escribirlo y pronunciarlo. Es necesario detenerse porque se dice, se escribe, y queda siempre un remordimiento extraño, una sensación de incomodidad, como si lo que se acaba de decir, de pronunciar, no fuera exacto, no fuera real. Tres años lleva España sin atentados, después de un comunicado de la banda terrorista ETA en el que anunciaba “un alto el fuego permanente, general y verificable” y un “compromiso claro, firme y definitivo” para abandonar el terrorismo.

Desde aquel día, tres años libres de esa lacra sangrienta que ha asesinado a 829 personas, que ha destrozado la vida de miles, que ha angustiado a millones. Entre las preocupaciones de los españoles, cuando se les pregunta en las encuestas, ETA y el terrorismo ya ni siquiera aparecen en los últimos lugares; no existen ni como inquietud. Tres años sin víctimas de ETA, tras una renuncia expresa de la banda terrorista; tres años después de décadas de sufrimientos, de ansias por que llegara este momento, y todavía no puedo ni siquiera escribirlo o decirlo: “El terrorismo de ETA ya no existe en España”.

El porqué de este remordimiento, de esta imposibilidad de expresar lo que estamos viendo, la frustración de no poder decir abiertamente lo que se ha ansiado durante casi medio siglo, tiene mucho que ver, obviamente, con la incredulidad lógica que despierta cada afirmación de esa banda de asesinos, que es lo que nunca dejará de ser. ¿Quién se va a creer nada de esos tipos si siguen sin entregar las armas, que seguirán ocultas en zulos y pisos francos? Imposible creerse nada de ETA, claro.

Pero no es esa la única razón que explica la impotencia del final; también se explica por la bilis que inyectan algunos sectores, interesados inexplicablemente en convertir la derrota de la banda terrorista en una victoria final en las instituciones vascas. ¿Quién se va a creer nada si a cada instante bombardean todo lo relacionado con ETA con conspiraciones inventadas y pactos ocultos con los asesinos?

De esos dos vectores, que fuerzan la extraña relación de una sociedad con un acontecimiento histórico tan relevante como una banda de terroristas que deja de matar después de 43 años, el más complejo de analizar siempre es el último, porque nada es más creíble en España que una conspiración, aunque sea inventada. Por ejemplo, también en estos días se cumple un año de aquella sentencia del Tribunal de Estrasburgo que anuló la aplicación de la ‘doctrina Parot’ en España.

Habrá quien recuerde aún titulares y debates crispados que anunciaban apocalípticos la excarcelación masiva de presos de ETA. La sensación aquellos días, con la que se agitaba miserablemente el dolor de las víctimas, es que, por culpa de la debilidad del Gobierno español y la frivolidad de un grupo de jueces europeos, oscuros pactos secretos de proetarras y pusilánimes, las puertas de las cárceles se iban a abrir de par en par para que salieran todos los presos etarras. No ha ocurrido, claro que no, pero todavía ahora seguirán alarmando con las mismas conspiraciones.

Ahora, como hace un año, habrá que repetir una vez más que la anulación de la doctrina Parot era tan inevitable como dolorosa. Que la culpa de las excarcelaciones de esos presos, que, en su mayoría, ya habían cumplido el tope legal de 30 años de prisión, la tiene la política penitenciaria española. Un Código Penal del franquismo, de 1973, que concedía beneficios penitenciarios a los presos etarras, que se mantiene vigente en España hasta 1995 y que no es hasta treinta años después, en 2003, cuando se eleva a 40 años el cumplimiento efectivo de la pena para los presos de terrorismo y se suprime la posibilidad de reducir condena con trabajos. Si hubo presos de ETA que, durante tantos años, se acogieron a los beneficios penitenciarios no es, obviamente, responsabilidad del Tribunal de Estrasburgo, que se limitó a recalcar el principio fundamental de que las leyes no se pueden aplicar con carácter retroactivo.

Igual ocurre con la dispersión de los presos de ETA, una de las armas más eficaces de lucha contra la banda terrorista durante los años sangrientos. Mencionar siquiera que el Gobierno español deberá ir acercando presos etarras a las cárceles del País Vasco, la sola mención de esa posibilidad, ya levanta ampollas. Quien lo propone se convierte, a ojos de algunos, en un sospechoso inmediato de equidistancia con la banda terrorista. De nuevo se agitan angustias, se remueven sentimientos, dolor. Sin embargo, es una evidencia que acabará imponiéndose.

La política de dispersión de los presos, que tanto ha servido para luchar contra ETA, va dejando de tener sentido a medida que pasan los años sin atentados terroristas. Los presos etarras, también los presos etarras, tienen derechos; entre ellos, el derecho emanado de la propia Constitución y de la Ley Orgánica General Penitenciaria de cumplimiento de la pena en cárceles próximas a sus núcleos familiares.

Digan lo que digan, acercar presos etarras a las cárceles del País Vasco no supone una victoria de ETA; todo lo contrario: si ocurre, es una muestra de su derrota. Como tampoco supone una victoria de ETA que fuerzas políticas radicales, como Bildu, hayan llegado a las instituciones. Esa es harina de otro costal: que un tipo, o cientos, se declaren independentistas vascos no los convierte en terroristas. ¿Descerebrados y hasta vomitivos? A mí me lo parecen, desde luego. Pero no son terroristas.

Tres años después, tantos días después de aquel comunicado sin atentados en España, la banda terrorista ETA sigue provocando el mismo desprecio, las mismas ansias de justicia con todos los que han participado de esa masacre. Y desconfianza; la nueva ETA que no mata sigue provocando la misma desconfianza. Una decena de veces ha declarado treguas la banda terrorista (incluyendo aquel pacto miserable de ETA con la Esquerra Republicana de Carod Rovira, en 2004, para dejar de matar sólo en Cataluña) y siempre han sido decisiones estratégicas para reorganizarse.

No parece que en esta ocasión la situación sea la misma, pero el final definitivo de ETA sólo puede llegar con su disolución y la entrega de todas las armas. Por eso esta rareza, esta impotencia, de no poder escribir ni decir aquello que llevamos tanto esperando; aún ahora, después de tres años en los que, hay momentos, en los que quisiéramos pensar que ETA sólo fue una amarga pesadilla. Por las víctimas, por tanto dolor, nunca será así.

Cuesta trabajo escribirlo y pronunciarlo. Es necesario detenerse porque se dice, se escribe, y queda siempre un remordimiento extraño, una sensación de incomodidad, como si lo que se acaba de decir, de pronunciar, no fuera exacto, no fuera real. Tres años lleva España sin atentados, después de un comunicado de la banda terrorista ETA en el que anunciaba “un alto el fuego permanente, general y verificable” y un “compromiso claro, firme y definitivo” para abandonar el terrorismo.

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