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La prensa también es casta
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Javier Caraballo

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La prensa también es casta

Sucede al final de la conversación. El encuentro previo, como la mayoría de las charlas de estos días, se ha detenido pronto en la corrupción como

Sucede al final de la conversación. El encuentro previo, como la mayoría de las charlas de estos días, se ha detenido pronto en la corrupción como única inquietud, como si fuera una de esas inundaciones del invierno, violentas, despiadadas, que abre todos los telediarios y cierra todos los bares, mirando al cielo, para ver si la nubes corren más deprisa y llevan la panza más negra de lo que es costumbre.

Sólo que esta vez, la conversación es con un tipo que trabaja allí arriba, en las nubes. Un político, o sea, que explota al final cuando se ha hartado de oír que el problema aquí “es la corrupción generalizada de la clase política”, “el clientelismo que se ha instalado como sistema de todas las administraciones”, las ayudas a los amigos, a las empresas que pagan la mordida. “Todos los partidos son iguales, y no hay más que mirar alrededor. Primero consienten que se cobren comisiones para pagar las campañas electorales y no es más que cuestión de tiempo que aparezca alguien que aparta un poco del dinero para su bolsillo y otro para el partido político. Así funcionan las cosas y por eso…”

Ha sido justo ahí cuando ha estallado. “¿Y la prensa? ¿Acaso la prensa de este país no forma parte del sistema corrupto que denuncia? A ver, ¿de qué viven los medios de comunicación en España si no es de las instituciones? La prensa es parte de la casta”. El desahogo ha sonado como un trueno seco. Arrecia la tormenta.

Luego de un silencio mínimo, llegan las réplicas con alguna dificultad. En realidad, decir que en España la prensa forma parte de la casta es un planteamiento endiablado porque, en el fondo, no se puede negar. Cómo ignorar, por ejemplo, que sin el apoyo de las campañas institucionales un gran número de medios de comunicación, de distinto tamaño, se vendrían abajo; sus balances anuales se derrumbarían. Sencillamente, no se puede rebatir porque es así. Y cómo no admitir, si está a la vista, que muchos medios de comunicación están alineados con el poder local, autonómico o nacional, de forma que sus editoriales se acompasan con los partidos que los sustentan allí donde los coloquen las urnas, en tareas de gobierno, justificando las medidas que adoptan, y en las labores de oposición, agitando las campañas de acoso contra el partido que esté en el poder.

Ni siquiera se puede argüir que el argumento “es injusto porque generaliza, y no toda la prensa es igual”, porque será entonces cuando el político que está enfrente sentado salte como en resorte: “¿No se comete acaso el mismo exceso con la clase política cuando se habla de corrupción?”.

Sólo cuando el nombre de Pedro J. se atraviesa en la conversación es posible alcanzar un paréntesis de acuerdo, porque existe coincidencia generalizada de que no es, precisamente, el exdirector de El Mundo ejemplo de las consecuencias nefastas de la politización de la prensa en España. Que no, que Pedro J. lo mejor que sabe hacer es reinventarse, para que su ego siga viajando en globo; su ego, que es lo único que supera a su olfato periodístico. Y en esas anda de nuevo, sin importarle siquiera que en la batalla dispare contra los que durante tantos años han sido sus soldados.

El coronel no tiene quien le escriba, y eso es lo único que no soporta. Aquel episodio suyo con The New York Times retrata bien al personaje en este culebrón de ahora. Cuando denunció en el periódico neoyorquino que lo habían destituido “por hablar claro”, luego lo negó en España, sin duda para no perjudicar su suculenta indemnización, y la historia la zanjó, debe pensarse que desconcertado, el propio The New York Times con una leve nota en la que decía que el artículo de opinión de Pedro J. “fue traducido cuidadosamente”.

Como recordó aquí Carlos Sánchez, hace unos meses –cuando Pedro J. decidió convertirse en mártir–, ahí queda para el recuerdo aquella foto del entonces director de El Mundo en Carabaña (Madrid), en la que salía al balcón a saludar del brazo de Aznar, Ana Botella y Rodrigo Rato. Pues eso.

Pero, trascendiendo de la épica inventada de Pedro J., lo mejor de aquel artículo de mi compañero es que también él advertía contra el deterioro de la prensa en nuestro país. “España, que es un país sectario desde hace siglos, ha reproducido hasta el vómito el clientelismo en las redacciones. Los periódicos siguen siendo de un partido o de otro (…). El resultado, en todo caso, es una crisis de la prensa sin precedentes que no sólo tiene que ver con la innovación tecnológica (la aparición de internet) o con la crisis económica (desplome de la publicidad), sino también con la forma de hacer periodismo. El creciente descrédito de los políticos, como no podía ser de otra manera, ha acabado por arrastrar también a muchos periódicos. Sin duda porque el lector sabe que ambos son la misma cosa, hijosde la misma madera”.

En esas estamos ahora y, por eso, el político se defiende a zarpazos de las acusaciones de corrupción con el ventilador de antes. “La prensa forma parte de la casta”. Lo dice y la afirmación no se puede negar, por mucho que, a mi juicio, esa sea la conclusión de una inercia envenenada, el modelo de prensa sectario que se ha fomentado desde el propio poder político desde el principio.

La obsesión de cada partido político en España, desde la muerte del dictador (el PSOE compró de forma oculta muchos de los periódicos de la cadena del Movimiento, por ejemplo), ha sido la de contar con su propio grupo de prensa. Para conseguirlo, se han utilizado los presupuestos públicos, premiando al afín y castigando al crítico; castigándolo hasta la asfixia. Y si dejar al periódico o a la radio rival sin un solo céntimo de publicidad institucional no era suficiente, se negaban licencias nuevas y subvenciones tecnológicas. Lo que sea, el sectarismo cínico de la puñalada diaria, hasta ahogarlos.

Quiere decirse que si, al cabo de tres décadas, el panorama periodístico se ha corrompido también, es evidente que ha sido por la acción directa del poder político que lo ha propiciado, que lo ha viciado desde el origen de la democracia. Pero, con todo, que esto no se entienda como justificación de nada. Se acepta el recado. Que lo único positivo que tienen estos tiempos convulsos es lo que traen de catártico.

Es verdad, la prensa también se ha convertido en parte de la casta. Ni siquiera hace falta recordar otra vez lo de las injusticias de la generalización porque aquí cada cual sabe de lo suyo, de su trayectoria. Pero asumamos la acusación como advertencia de que, durante mucho tiempo, demasiado tiempo, también en la prensa se han dado por normales lógicos e inevitables comportamientos profesionales que sólo tienen un final. La muerte del periodismo.

Sucede al final de la conversación. El encuentro previo, como la mayoría de las charlas de estos días, se ha detenido pronto en la corrupción como única inquietud, como si fuera una de esas inundaciones del invierno, violentas, despiadadas, que abre todos los telediarios y cierra todos los bares, mirando al cielo, para ver si la nubes corren más deprisa y llevan la panza más negra de lo que es costumbre.

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