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El obispo que se tragó la mezquita de Córdoba
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Javier Caraballo

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El obispo que se tragó la mezquita de Córdoba

Todo está en cuestión, desde la propiedad de la finca hasta el nombre del monumento; por eso la Consejería de Cultura comenzará las negociaciones con la Iglesia con el fin de aclarar tan agria disputa

Foto: Procesión de la Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo del Amor en la Mezquita de Córdoba. (EFE)
Procesión de la Hermandad y Cofradía del Santísimo Cristo del Amor en la Mezquita de Córdoba. (EFE)

Decimos que España es diferente porque aquí se plantean los debates que en cualquier otro lugar del mundo ni se les pasarían por la cabeza. A ver, por ejemplo: ¿alguien se imagina una polémica en Estados Unidos sobre la propiedad de la Estatua de la Libertad? ¿O que en Francia se desate una agria disputa sobre los verdaderos dueños de la Catedral de Notre Dame? ¿Y el Foro Romano, a quién pertenece? ¿Las pirámides de Egipto es el nombre correcto para aquellos panteones funerarios? Si nadie se plantea esos debates es sólo porque no son españoles; aquí todo es posible. Hace unos días, formalmente, el Gobierno andaluz ha dado instrucciones concretas a sus responsables en la Consejería de Cultura para que pongan en marcha una estrategia de negociación con la Iglesia para aclarar la agria disputa que existe en torno a la mezquita de Córdoba. No es cosa menor, vamos a ver, porque en esta polémica única en el mundo, en esta polémica española, todo está en cuestión, desde la propiedad de la finca hasta el nombre del monumento. Como en los espectáculos de circo, pasen y vean.

El revuelo que existe en la actualidad se origina por la decisión de la jerarquía de la Iglesia católica en España de comenzar a anotarse en los registros de la propiedad cientos de fincas existentes en España, urbanas y rurales, que en teoría le pertenecían, pero que no figuraban como tales. Le pertenecían “en teoría” porque, en realidad, cuando un país tiene una historia tan rica, profusa, como la de España, los límites de todo se difuminan. ¿Qué sentido tiene crear una polémica por la propiedad registral de bienes que son patrimonio cultural de la humanidad? Ya sea una iglesia cisterciense o un trozo de acueducto romano. Pues nada, la Iglesia, en los años del boom inmobiliario, desde finales de los años 90, comienza a apuntarse, a inmatricular, la propiedad de esas fincas gracias a una legislación que permanecía vigente desde el franquismo y que le otorgaba poderes para actuar a la vez de fedatario público y de parte afectada en la inscripción de una propiedad inmobiliaria. Hasta este año, cuando se ha modificado la ley, la Iglesia mantenía ese privilegio. Por eso, una mañana cualquiera de 2006, el obispo de Córdoba se fue al registro y, por treinta euros, se apuntó la titularidad de la “finca urbana Santa Iglesia Catedral de Córdoba, situada en la calle Cardenal Herrero, numero 1, con una extensión de veinte mil trescientos noventa y seis metros cuadrados e igual superficie construida…”

¿Por qué actúa así la Iglesia? ¿Es una maniobra guiada por la ambición de acaparar bienes materiales o es que se ve amenazada, agredida, por el ateísmo creciente y el disparatado afán de remover el pasado de una parte de la izquierda española? La Iglesia española nunca ha dado una explicación, pero cualquiera de las dos razones puede haber influido. Especialmente, en el caso de la mezquita de Córdoba, donde las presiones hacia la Iglesia por parte de organizaciones promusulmanas han sido constantes, lo que ha provocado una reacción en sentido contrario, igualmente absurda y desproporcionada, por parte del Obispado. De hecho, en el mismo acto en el que la Iglesia se adjudica la propiedad registral, el Obispado ‘se traga’ la Mezquita, la fagocita, y suprime toda referencia al templo árabe. La ‘mezquita de Córdoba’, esa denominación, empieza a ser incómoda y se hace desaparecer de todas partes. “¿Catedral o Mezquita?”, se preguntaba el obispo de Córdoba en un artículo de prensa en octubre de 2010. Y se respondía, contundente: “Catedral, sin lugar a dudas”. Ni siquiera contemplaba el obispo una fórmula intermedia, ‘Mezquita Catedral’, como se venía haciendo, porque a su juicio se confunde al visitante, “a veces de forma intencionada, y se presta a no saber de quién es y para qué sirve este magnífico templo católico”.

Pero, siguiendo sus propias palabras, ¿“de quién es y para qué sirve” el monumento cordobés? Sólo habría que pensar en uno solo de los miles de visitantes que acude a Córdoba. ¿Qué quiere ver, el esplendor católico o el esplendor árabe? ¿Qué le confunde más, entonces, que se le llame Catedral o que se le llame Mezquita? Cuando la historia y la realidad se trenzan, como lo hacen en la mezquita de Córdoba, las respuestas no son tan fáciles como pretende el obispo. Antes de la ocupación árabe, en el año 711, lo que había allí era una basílica dedicada a San Vicente mártir, que los musulmanes destruyen para construir en su lugar una mezquita. Y cuando Fernando III el Santo entró en la ciudad en 1236, el obispo de Osma cogió un puñado de ceniza y la esparció por el suelo de la mezquita, formando una cruz. Luego, con el báculo, pintó un alfa y un omega. Aquel juramento de ceniza lo interpreta la Iglesia como adquisición formal de la mezquita de Córdoba. Y así, con esa literalidad, se recoge, ocho siglos después, en el registro de Córdoba como prueba fehaciente de que aquel monumento es propiedad de la Iglesia católica. Lo que nunca hizo la Iglesia fue destruir la mezquita porque quería preservar ante todo la majestuosidad del templo. Sólo en el siglo XVI las presiones de la Iglesia logran autorización para demoler la nave central de crucero y construir allí una catedral. Fue entonces, según cuenta la leyenda, cuando Carlos I visitó Córdoba y pronunció la famosa frase: “Habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.

Cinco siglos después, ha vuelto la polémica, más cruenta que nunca. Cinco exalcaldes de Córdoba, todos ellos de Izquierda Unida, firmaron en febrero pasado un manifiesto para exigir “la restitución de la legalidad constitucional y la titularidad pública de la Mezquita-Catedral de Córdoba, así como la devolución al dominio común de todos los bienes del patrimonio histórico inmatriculados indebidamente por la Iglesia”. Hace unos días, en el último Consejo de Gobierno de la Junta, la consejera de Cultura, Rosa Aguilar, que también fue alcaldesa de la ciudad, nombró delegado provincial a un reconocido capillita de Córdoba, antiguo presidente de la agrupación de cofradías, Francisco Alcalde Moya. “En el Evangelio de Cristo no se habla de propiedades ni de inmatriculaciones. Ese es mi Cristo, esa es mi fe”, dijo en el transcurso de un debate. Ahora recae sobre él la responsabilidad de tender puentes con la Iglesia. Y volver a darle cuerda a uno de esos debates que nos distinguen como españoles, porque en ningún otro pasan estas cosas. Es eso que decimos orgullosos de que "España es diferente" cuando, en realidad, muchas veces parece que lo que vamos repitiendo al exclamarlo es nuestro propio epitafio como país.

Decimos que España es diferente porque aquí se plantean los debates que en cualquier otro lugar del mundo ni se les pasarían por la cabeza. A ver, por ejemplo: ¿alguien se imagina una polémica en Estados Unidos sobre la propiedad de la Estatua de la Libertad? ¿O que en Francia se desate una agria disputa sobre los verdaderos dueños de la Catedral de Notre Dame? ¿Y el Foro Romano, a quién pertenece? ¿Las pirámides de Egipto es el nombre correcto para aquellos panteones funerarios? Si nadie se plantea esos debates es sólo porque no son españoles; aquí todo es posible. Hace unos días, formalmente, el Gobierno andaluz ha dado instrucciones concretas a sus responsables en la Consejería de Cultura para que pongan en marcha una estrategia de negociación con la Iglesia para aclarar la agria disputa que existe en torno a la mezquita de Córdoba. No es cosa menor, vamos a ver, porque en esta polémica única en el mundo, en esta polémica española, todo está en cuestión, desde la propiedad de la finca hasta el nombre del monumento. Como en los espectáculos de circo, pasen y vean.

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