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Un andaluz en la campaña vasca
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Javier Caraballo

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Un andaluz en la campaña vasca

Hoy, ayer y antes de ayer, en un bar de Lekeitio, los paisanos evitan al extraño y eluden toda conversación sobre política, como una bicha que se hubiera colado por la ventana

Foto: Una de las pancartas en el casco histórico de San Sebastián. (EC)
Una de las pancartas en el casco histórico de San Sebastián. (EC)

A un andaluz siempre le podrá extrañar el sentido de normalidad que se respira en el País Vasco. Y le costará trabajo entenderlo y tendrá dificultad para poder definirlo. Porque no sabrá si se trata de pragmatismo o de cinismo. No sabrá si esa sensación de normalidad que tanto le cuesta entender es sincera o impostada, si es hipócrita o es obligada, si es impuesta o es elegida. La sensación extraña de caminar por pueblos y ciudades, por caminos y carreteras, entre pancartas de apoyo a los presos de ETA, pintadas de independencia, denuncias de tortura que escriben los torturadores. Cuesta trabajo creer que la vida cotidiana se desenvuelva entre esas pancartas que destilan odio y que no suponga para los vascos ninguna incomodidad. Al menos en apariencia, porque nada se altera, porque esa escenografía de terror tardío parece ya asimilada, interiorizada, tan del paisaje como los bellísimos bosques de robles, hayas y nogales con los que se vestirán las montañas de verdes y ocres en otoño.

Hace unos años, cuando un andaluz visitaba Euskadi, le podía parecer lógico que muchos vascos mirasen para otra parte, porque la profusa propaganda 'borroka' escondía pistolas detrás, porque hasta los muros de piedra, cuajados de musgo, parece que miran, que oyen, que hablan; porque el terror, en fin, es compartido y han sido tantos los andaluces asesinados aquí que era fácil entender el silencio del miedo. Lo extraño es esta normalidad de ahora y la terrible duda de que la equidistancia se haya enquistado, se haya convertido en hábito, que sea verdad el abandono y la marginación de quienes nunca se han conformado. Que haya dejado víctimas civiles en las cunetas porque incomodan cuando se mira atrás.

Lo extraño es esta normalidad y la duda de que la equidistancia se haya enquistado, que sea verdad la marginación de quienes nunca se han conformado

Como Pilar Elías, a la que le mataron el marido, cuando decía el otro día en El Confidencial que “la banda terrorista ya no mata, pero las miradas siguen descargando muchas balas, balas cargadas de profundo odio". Ya no hay tiros en la nuca, ni bombas, ni atentados, pero a nivel social “nada ha cambiado”. Todavía hoy, ayer y antes de ayer, en un bar de Lekeitio, los paisanos evitan al extraño y eluden toda conversación sobre política, como una bicha que se hubiera colado por la ventana. La normalización, que es necesaria, que es conveniente, que debe emprenderse, nunca puede significar la perpetuación del miedo. Porque eso no es normalidad.

Amanece un domingo de campaña electoral en San Sebastián, y el casco histórico, algunas calles del casco histórico, inquieta porque son inevitables los recuerdos y, acaso, porque aparecen las pintadas como una inquietante olla a presión que puede volver a estallar en algún momento. “La independencia es más una cuestión mental que legal”, reza una de las pancartas de esas calles de la capital donostiarra, y entonces es cuando estalla completamente el desconcierto. ¿Qué quiere decir? ¿A dónde pretende llegar? La frase surgió en una jornada de Alderdi Eguna, cuando el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, lo expresó así en el mitin.

Hace un par de años le hicieron la misma pregunta al lendakari, Iñigo Urkullu, qué quiere decir. Y respondió: “Hoy en día, más independencia es menor dependencia. El debate no es tanto derecho a decidir o no. El debate debe ser el del autogobierno, cómo se respeta el autogobierno, cómo entendemos más autogobierno y mayor bienestar para los ciudadanos. Vivimos en un mundo globalizado. Hay un espacio que es el de la UE. Somos europeístas y conscientes de que la UE está basada en los estados-nación y que estos estados-nación pierden peso ante unidades subestatales”.

En el ambiente hay un gesto permanente de agravio, de deuda por pagar, de asignatura pendiente que nunca se aprueba, de favor por compensar

A un andaluz siempre le podrá extrañar el sentimiento de agravio que tienen muchos vascos, como si fuera este el pueblo más oprimido y olvidado de la historia. Desde hace años —todavía más hace unos años— a un andaluz le sorprendía la calidad de las obras públicas en el País Vasco, la sucesión de túneles que horadan las montañas y las convierten en cómodas autopistas. Nada que ver con las obras públicas de otras regiones españolas, como las vecinas del Cantábrico. Y a pesar de todo ello, en el ambiente hay un gesto permanente de agravio, de deuda por pagar, de asignatura pendiente que nunca se aprueba, de favor por compensar.

En esta misma campaña electoral de las elecciones al Parlamento vasco del próximo 25 de septiembre, a un andaluz le puede sorprender que lo único en lo que están de acuerdo todas las fuerzas políticas sea en la consagración del cupo y del concierto vasco. Desde Bildu hasta el Partido Popular, la única unanimidad está en el mantenimiento del privilegio medieval sobre el resto de los territorios de España. La única diferencia es que el PNV lo define como "un punto de soldadura con España" mientras que Bildu lo considera “un punto de partida hacia la construcción de un Estado vasco”. Solo Ciudadanos, como ocurría antes con UPYD, se opone al mantenimiento del concierto vasco, porque saben que no es justo con el resto de España, pero también ellos son conscientes de que se trata de una batalla perdida, que nadie se atreverá a modificarlo. Tema tabú.

Por eso, a un andaluz siempre le sorprende en el País Vasco que ni siquiera eso se reconozca como un privilegio, sino que las cuentas falsas del concierto vasco se hayan asimilado como un derecho propio. Dice Floren, en uno de los bares de la Plaza Nueva de Bilbao, que el concierto vasco no es problema, sino la solución a todos los problemas autonómicos. Y el razonamiento sería aceptable, más autogobierno y más responsabilidad para todos, si no fuera porque el concierto vasco conviene al Gobierno vasco porque es mentira, porque las cuentas no son reales y siempre benefician a las arcas públicas vascas. Pero Floren dice que no es así, que el concierto con solidaridad es un sistema sostenible.

A un andaluz siempre le podrá extrañar el sentido de normalidad que se respira en el País Vasco. Acaso solo espera que no sea miedo camuflado

En San Sebastián, un día soleado de campaña electoral, para una charanga por la calle, bajo una pancarta que habla de estados opresores y de independencia, y la gente, divertida, se pone a bailar. Una joven estalla y grita el 'irrintzi' al compás de la música bullanguera. A un andaluz siempre le sorprende el sentido de pueblo, de identidad, del pueblo vasco, y la sublimación permanente de su historia, de sus costumbres. A un andaluz siempre le podrá extrañar el sentido de normalidad que se respira en el País Vasco. Acaso solo espera que no sea miedo camuflado.

A un andaluz siempre le podrá extrañar el sentido de normalidad que se respira en el País Vasco. Y le costará trabajo entenderlo y tendrá dificultad para poder definirlo. Porque no sabrá si se trata de pragmatismo o de cinismo. No sabrá si esa sensación de normalidad que tanto le cuesta entender es sincera o impostada, si es hipócrita o es obligada, si es impuesta o es elegida. La sensación extraña de caminar por pueblos y ciudades, por caminos y carreteras, entre pancartas de apoyo a los presos de ETA, pintadas de independencia, denuncias de tortura que escriben los torturadores. Cuesta trabajo creer que la vida cotidiana se desenvuelva entre esas pancartas que destilan odio y que no suponga para los vascos ninguna incomodidad. Al menos en apariencia, porque nada se altera, porque esa escenografía de terror tardío parece ya asimilada, interiorizada, tan del paisaje como los bellísimos bosques de robles, hayas y nogales con los que se vestirán las montañas de verdes y ocres en otoño.

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